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A Méhy y a Serketa no les decepcionó en absoluto Pi-Ramsés, «la ciudad de turquesa» que Ramsés el Grande había construido en el Delta. La nueva capital estaba cerca de los turbulentos protectorados de Siria-Palestina, y albergaba una enorme guarnición dispuesta a intervenir rápidamente en caso de disturbios. El difunto faraón había comprendido que el flanco nordeste del país era un perfecto corredor de invasión para los pueblos de Asia que, desde hacía siglos, pensaban en apoderarse de las riquezas de Egipto.

El sol hacía brillar las azules tejas barnizadas que adornaban la fachada de las casas, y el palacio real tenía un aspecto soberbio, rodeado de jardines donde crecían olivos, granados, higueras y manzanos. «Qué gozo residir en Pi-Ramsés —afirmaba una canción popular—; aquí el pequeño es igual que el grande, la acacia y el sicómoro dispensan sus sombras, el viento es suave, y los pájaros juegan alrededor de los estanques.»

La capital estaba comunicada por dos brazos del Nilo, «las aguas de Ra» y «las aguas de Avaris». Tenía cuatro templos dedicados a Amón, Set, Uadjet, «la verdeante», y Astarté, la diosa siria, y cuatro cuarteles donde los soldados estaban bien alojados. Grandes almacenes recibían las mercancías transportadas por el río, y la administración se beneficiaba de imponentes edificios.

Un oficial acompañó al administrador principal de la orilla oeste de Tebas hasta la sala de audiencias real, a la que daba acceso una monumental escalera adornada con figuras de enemigos derribados, símbolos de las tinieblas contra las que el faraón debía luchar sin descanso.

Méhy admiró las representaciones de los florecidos jardines y de estanques poblados por peces de vivos colores y sobrevolados por pájaros. Pero su mirada fue muy pronto atraída por la del dueño de Egipto.

Merenptah tenía unos rasgos muy marcados, y daba la impresión de poderío y gravedad.

—Majestad, permitidme que os felicite por el primer aniversario de vuestra coronación y que os desee muchos años de reinado.

—Que los dioses decidan, Méhy. Has adivinado mis intenciones al hacerme esta visita: iba a ordenarte que vinieras a Pi-Ramsés para darme cuentas de la situación en Tebas.

—La situación es excelente, majestad. La prosperidad perdura, vuestros súbditos os sirven con fidelidad.

—¿Y el ejército?

—Ya conocéis la especial atención que le concedo, majestad. Las tropas están bien entrenadas y disponen de material en buen estado. Los oficiales son competentes y la seguridad de la región está garantizada.

—¿Y la flota de transporte?

—Dispuesta a entrar en acción cuando lo ordenéis.

—¿Tienes confianza en tus subordinados?

—Son buenos profesionales afectos, como yo mismo, a la grandeza y salvaguarda de nuestro país.

—En cuanto regreses a Tebas, deberás intensificar el ejercicio. Los infantes y los aurigas deben estar listos para intervenir.

—¿Debo comprender, majestad, que se anuncia un conflicto?

—Si se produjeran disturbios en nuestras fronteras, sabremos hacerles frente.

—¿Puedo entregaros una misiva de parte del escriba de la Tumba?

Merenptah pareció sorprendido.

—No es un procedimiento habitual.

Méhy entregó el papiro al monarca, que quitó el sello, lo desenrolló y lo leyó.

—Kenhir te felicita por tu comportamiento para con el Lugar de Verdad y está convencido de tu absoluta lealtad, puesto que me has entregado el documento intacto. Quien hubiera intentado leerlo, habría hecho que los jeroglíficos se volvieran verdes en contacto con el aire, dada la tinta especial que ha utilizado el escriba. Ponte en contacto con tus homólogos, en el cuartel principal, y asiste a mi próximo consejo de guerra, que tendrá lugar pasado mañana.

El general se inclinó ante su soberano y se retiró, con la espalda empapada en sudor.

La recepción era brillante; los manjares, suculentos. Gracias a su facundia, Méhy había conquistado a dos generales, uno de carros y otro de infantería. Por su parte, Serketa divertía con sus arrumacos al director de la armería, que se dejaba atrapar por sus caprichos infantiles.

La pareja saboreaba aquella invitación a una velada de alto copete, que le permitía codearse por primera vez con la alta sociedad de Pi-Ramsés y conocer a notables civiles y militares.

Al finalizar el banquete, los servidores les acercaron unos boles de calcáreo llenos de agua perfumada, con la que los invitados se lavaron las manos antes de pasear por los jardines, donde deliciosos aromas enriquecían la suavidad de la noche.

Un joven de unos veinte años, elegante y orgulloso, se aproximó a la pareja.

—Soy Amenmés. ¿Vos sois el general Méhy, no es así?

—Para serviros… Ésta es mi esposa, Serketa.

—¡No tenéis por qué servirme, querido amigo! Sólo soy el hijo de Seti, hijo y sucesor designado de nuestro amado faraón. Me han dicho que estáis haciendo un trabajo excelente en Tebas, la ciudad donde nací y que yo tanto quiero.

—Trabajo lo mejor que puedo.

—¿Vuestras fuerzas armadas son, realmente, las mejor equipadas del Sur, como afirman vuestros amigos?

—Procuro que no les falte de nada.

—Me gustaría tanto volver a Tebas… Aquí, el ambiente es demasiado serio. La seguridad de nuestras fronteras, el arsenal, los cuarteles… ¡Qué aburrimiento!

—¿Acaso teméis un conflicto? —preguntó Serketa con tono inocente.

—Los oficiales no dejan de ir y volver entre la capital y las guarniciones encargadas de velar por el nordeste. Por mucho que interrogo a mi padre sobre las razones de esa agitación, se niega a responderme porque considera que soy un joven ocioso, incapaz de interesarse por los asuntos de Estado.

—Estoy convencida de que se equivoca —susurró Serketa.

—¡Claro que se equivoca! Pero no le conocéis… ¡No ha adoptado en vano el nombre de Seti! Su carácter es sombrío y se enfada muchísimo si se desprecia su autoridad. En Pi-Ramsés me asfixio.

—¿Sois aficionado a los caballos? —preguntó Méhy.

—Cabalgar es mi pasatiempo favorito.

—¿Puedo invitaros a Tebas para montar un soberbio semental de inigualable rapidez?

—¡Qué idea tan fantástica, Méhy! Por fin tengo algo interesante que hacer… Venid, os presentaré a algunos amigos.

El general y su esposa conocieron a los principales miembros del clan del joven Amenmés, la mayoría de los cuales eran hijos de dignatarios que habían servido fielmente a Ramsés el Grande. Serketa desplegó sus encantos, y Méhy explicó su gestión para demostrar su competencia.

Cuando la recepción hubo terminado, Amenmés parecía encantado con su nueva amistad.

Méhy y su esposa se alojaban en un lujoso apartamento reservado a los notables de provincias que visitaban Pi-Ramsés. Serketa se tumbó en la cama.

—Estoy agotada, ¡pero qué fabulosa estancia! Hemos visto al rey y ya has sido admitido en la alta sociedad de la capital.

—No debemos lanzar las campanas al vuelo tan de prisa. Debemos desconfiar de la hipocresía de los mundanos… Además, la jornada aún no ha terminado.

Serketa se sintió intrigada.

—¿Qué tienes en mente?

—Espero una visita.

El informador de Méhy, un oficial superior que había sido destinado a Pi-Ramsés, llamó a la puerta.

—¿Te ha seguido alguien?

—He sido muy prudente y saldré por el jardín.

—¿Realmente hay riesgo de guerra?

—Es imposible asegurarlo. Ciertamente, las tropas de la capital han sido puestas en estado de alerta y las de la frontera noroeste han sido reforzadas, pero puede tratarse de una simple demostración de fuerza, muy habitual a comienzos de un reinado. Merenptah quiere demostrar a los eventuales revoltosos que gobernará con la misma mano dura que Ramsés y que no tolerará revuelta alguna en Siria-Palestina. A mi entender, la situación no es alarmante; y si lo fuera, no nos cogería por sorpresa.

—Merenptah asienta, pues, su poder…

—Es innegable. Quienes le creyeron débil se han equivocado.

—De todos modos, tiene sesenta y seis años —recordó Serketa—; en la corte deben de circular numerosos rumores referentes a su sucesión.

—Merenptah ha intentado disiparlos designando oficialmente a su hijo Seti como futuro faraón. A sus cuarenta y seis años, es un hombre maduro, experto, veterano en el arte de dirigir, pero afligido por un carácter difícil.

—¿Alguna oposición seria?

—Contra Merenptah, ninguna. Contra Seti es distinto… Y bastante inesperado. Su principal adversario es su hijo, Amenmés: odia a su padre.

—¿Por qué?

—Tras la muerte de la madre de Amenmés, Seti volvió a casarse con una mujer tan hermosa como inteligente, Tausert. Su hijo no le ha perdonado lo que él considera una traición. Además, al joven le duele que no lo tomen en consideración, y se ve reducido a llevar la vida de un rico ocioso.

—¿Llegaría Amenmés a levantarse contra su padre si Merenptah muere?

—No creo que sea capaz de hacerlo, pero algunos opinan que el conflicto entre ambos es inevitable. Contrariamente a lo que Seti cree, Amenmés no permanece inactivo; ha formado un clan de jóvenes decididos que lo empujan a reafirmarse y a reivindicar el poder.

El oficial informó a Méhy sobre las tropas acuarteladas en Pi-Ramsés y, luego, se retiró.

—El tal Amenmés me parece bastante influenciable —consideró Serketa.

—Eso creo yo también, pero debemos ser muy prudentes. Si metiéramos la pata tan cerca de la cima del Estado, las consecuencias podrían ser nefastas para nosotros. Antes de regresar a Tebas, haremos una visita de cortesía a Seti. Debemos apostar tanto por él como por su hijo, así saldremos ganando, sea cual sea el vencedor de su duelo.