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Didia el Generoso llamó a la puerta de la morada de Paneb, y en seguida le abrió Uabet la Pura con su hijo en brazos.

—Traigo el taburete —declaró el carpintero.

—Pero… ¡yo no te encargué nada!

—Los canteros me han dicho que era muy urgente. Por eso he elegido éste, lo tenía en reserva. ¡Es sólido, puedes creerme!

—Paneb todavía está durmiendo, voy a despertarlo.

El joven coloso salió de un sublime sueño en el que había cubierto muros enteros con pinturas que representaban a Turquesa adorando el sol y la luna.

Cuando despertó, sintió un leve dolor en el flanco izquierdo: el bruto de Nakht le había roto una costilla.

—Didia pregunta por ti —le dijo Uabet con dulzura.

—¿Por qué nos molesta tan pronto, en un día de fiesta?

—Por un taburete.

Con el ánimo nebuloso, Paneb recordó y rio de buena gana, estrechando contra su pecho a su mujer y su hijo.

—¡Un regalo para ti, Uabet!

—Deseaba uno, pero no era tan urgente.

—No hay que dejar escapar las buenas ocasiones. ¡Tengo hambre! ¿Invitamos a Didia a comer, para festejar tu taburete?

De la calle llegaron los ecos de un altercado. Paneb acudió rápidamente y descubrió a Imuni peleándose con Didia. El escriba ayudante era pequeño y tiñoso, y no parecía temer la gran humanidad del carpintero.

—Me estás tocando las narices, Imuni. Vuelve a tu despacho y deja en paz a mi colega.

Furibundo, el escriba acusó a Paneb.

—¡Hay leyes en esta aldea, y ni tú ni él tenéis derecho a violarlas!

—Pero ¿qué estás diciendo?

Imuni puso un pie sobre el taburete con gesto conquistador.

—¿Y este mueble, acaso me lo he inventado yo?

—Es de mi propiedad, no es cosa tuya.

—¡Ya lo creo! Debo saber si no pertenece al mobiliario fúnebre previsto para una tumba y si el carpintero y tú no estáis traficando ilegalmente con el material.

Paneb cruzó los brazos y observó a Imuni con curiosidad.

—No me sorprende que digas estupideces, pero sí que estés aquí precisamente en el momento de la entrega… ¿No te habrán informado de ello, por casualidad?

—Eso importa poco. Quiero que Didia me proporcione inmediatamente la prueba de que el taburete no es un objeto robado, ¡de lo contrario, os denunciaré a los dos!

—Antes de ducharme, estoy de muy mal humor… —confesó Paneb—. Y esta mañana aún no he tenido tiempo de hacerlo. ¿Quién te ha informado, Imuni?

El escriba ayudante advirtió que el tono del coloso había cambiado, y comprendió que no debía jugar con fuego.

—Nakht… Me ha dicho que habías obligado a Didia a darte un taburete y me ha dicho que podría acusarte de robo y de extorsión.

—Conociéndote como te conozco, supongo que la acusación ya está lista.

Imuni bajó la mirada hacia la bolsa de cuero que contenía un papiro.

—Los hechos me parecen claros.

—A mí también —concluyó Paneb con inquietante calma.

—¿Confiesas, entonces?

—No deberían permitir que escribieras mentiras, Imuni; si sigues por ese camino, puede que salgas muy perjudicado. Debo ayudarte a regresar al buen camino.

Paneb arrancó el material de las manos del escriba, desgarró la bolsa y el papiro, rompió los pinceles, los panes de tinta y el cubilete de agua.

Imuni temió sufrir la misma suerte que sus objetos, y salió corriendo como alma que lleva el diablo.

Paneb cogió el taburete.

—Uabet estará encantada —le dijo a Didia—. Ven a desayunar con nosotros.

—Me arde la garganta —se quejó Ipuy el Examinador, más nervioso aún que de costumbre—. A mi esposa le parece que tengo el cuello hinchado y que he perdido peso. Creo que me sube la fiebre y no sé si seré capaz de volver a trabajar en el Valle cuando termine el período de fiestas…

Clara le tomó el pulso a Ipuy, en varios lugares. Examinador no pertenecía al clan de los comodones que, al menor dolor, intentaban que la mujer sabia les concediese unos días de descanso suplementarios.

—La palabra del corazón está turbada —concluyó—. Deberías haber venido antes.

—¿Es grave?

—Abre la boca y echa la cabeza hacia atrás.

La terapeuta esperaba ver exactamente lo que vio.

—Es un mal que conozco bien y que voy a curar —afirmó—, pero has sufrido mucho tiempo en silencio. Este tipo de valor no sirve de nada, Ipuy. La infección podría haber degenerado y provocar un tumor irreversible.

La mujer sabia preparó una mixtura compuesta de ajos, guisantes, comino, sal marina, levadura, harina fina, granos de pelitre, miel, aceite y vino de dátiles, observando las proporciones que su predecesora había consignado en su libro sobre las enfermedades infecciosas.

—Tomarás esta medicación, en forma de bolitas —le dijo—. Deberás tomar veinte por día durante una semana. El pus desaparecerá, y te sentirás aliviado rápidamente. Luego, reduciré las dosis hasta que el mal desaparezca por completo.

Unas llamadas de socorro turbaron el fin de la consulta.

El escriba ayudante Imuni se desgañitaba para alborotar a los aldeanos.

Nefer el Silencioso había conseguido devolver la calma y obtener acusaciones claras por parte de Imuni, que no dejaba de temblar, ante la sorprendida mirada de los artesanos.

—Ha roto mi material… ¡Es un loco, un vándalo!

—¿De quién estás hablando?

—¡De Paneb! Hay que llamar a la policía y detenerlo, de lo contrario, arrasará la aldea entera.

A excepción de Nakht, que estaba en cama, los canteros se morían de risa. Imuni había caído en su trampa y la reacción de Paneb había colmado con creces sus esperanzas.

—Ve a buscar a Paneb —le ordenó el maestro de obras a Thuty el Sabio.

Éste regresó en compañía del joven coloso y de Didia, que masticaba una torta llena de habas calientes.

—¡Protegedme! —gritó Imuni refugiándose entre los canteros.

—¿Has roto el material del escriba ayudante? —preguntó Nefer a Paneb.

—Sencillamente, he borrado sus mentiras y creo haber prestado un servicio a la cofradía. Si no le hubiera dado una buena lección a Imuni, habría acabado creyéndose omnipotente. Que se quede en su sitio, ejecutando las órdenes del escriba de la Tumba, y todo irá bien.

Imuni atacó, iracundo.

—Paneb es un ladrón, un chantajista, y ha destruido las pruebas incluidas en mi escrito de acusación.

—¡Deja de decir sandeces! —rugió el acusado.

El maestro de obras se interpuso.

—¡Nada de violencia, Paneb! ¿Qué respondes a eso?

—¿Me obligas a responder a esa cucaracha?

—Sólo me importa la verdad.

—Yo te diré la verdad —intervino Didia—. El grupo de los canteros me ha pedido que entregara, urgentemente, un taburete a Paneb, y le he llevado un mueble que había fabricado para venderlo en el exterior. No ha habido robo ni chantaje, ¡y me gustaría saber quién va a pagarme!

—Nakht el Poderoso —respondió Paneb.

—Las cosas no están muy claras —estimó Unesh el Chacal—. ¿No deberíamos convocar el tribunal?

—Bastará con el bastón del dios Amón —decidió el maestro de obras—, pues el caso parece mucho más claro de lo que piensas.

Paneb se sentía herido en su fuero interno.

—Tengo un testigo, Imuni me ha acusado en falso y los canteros han intentado vengarse de la derrota de Nakht… ¿Y, sin embargo, quieres juzgarme?

—Has cometido un error al romper el material del escriba ayudante —recordó Nefer—. El Lugar de Verdad nos enseña a construir, no a destruir. Debes recordarlo, sean cuales fueren las circunstancias.

El jefe del equipo de la izquierda, severo como un guardián de las puertas del otro mundo, se presentó ante el joven coloso con un pesado bastón que terminaba en una cabeza de carnero. Estaba admirablemente esculpida y coronada por un sol pintado de un rojo muy vivo.

La mujer sabia se puso a la altura del emblema.

—Paneb, ¿te atreverás a aguantar la mirada del divino carnero afirmando que no has mentido?

—Confío en ti.

El coloso miró la cabeza de madera dorada, cuyos ojos de jaspe negro parecían tener vida. Al carnero de Amón se dirigían los aldeanos para rogar o formular peticiones, y a su oculto poder confiaba el maestro de obras el cuidado de juzgar a su amigo ante la comunidad allí reunida.

Paneb sintió en seguida que el mago que había creado aquella efigie, cuando nació la aldea, le había otorgado un poder capaz de quebrar la voluntad de un humano.

Para evitar la invisible llama de aquella mirada implacable, tuvo ganas de bajar la vista y de suplicarle al dios que se mostrara indulgente.

Pero la fuerza de su verdad le permitió mantener la cabeza bien erguida y no ceder ante el carnero sagrado.

El disco solar, de pronto, pareció menos vivido y el pesado bastón se alejó.

—Paneb no ha cometido ninguna falta grave contra la comunidad —decretó la mujer sabia—, y no ha despertado la cólera del dios.

—Sin embargo, exijo que entregue material nuevo a Imuni —ordenó el maestro de obras.

El joven coloso permaneció en silencio.

Oculto tras los canteros, el escriba ayudante pensó que la amistad entre Nefer y Paneb no sería para siempre.