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Un acontecimiento tan importante como la sacralización de un paraje en el que se levantaría un templo de millones de años, necesariamente iba acompañado por una fiesta que se añadiría al calendario ritual de los festejos en honor de los dioses. A petición del maestro de obras, el escriba de la Tumba había concedido a los dos equipos una semana de descanso, durante la que se consumirían carnes, legumbres, pasteles y vino que habían sido entregados por el visir, muy satisfecho con el trabajo del Lugar de Verdad.

Era muy improbable que el traidor aprovechase aquel período de descanso para desaparecer, pues se trataba de una fiesta familiar que ningún artesano de la aldea quería perderse. Las casas se adornaban con flores, se cocinaban los alimentos, se ponían mesas al aire libre, se llenaban las jarras con vino fresco y se depositaban ofrendas en los altares de los antepasados, que estaban asociados a las festividades. Las risas de los hombres, las mujeres y los niños eran la mejor prueba de que la obra avanzaba a buen ritmo. Incluso Negrote había pactado una tregua con los gatos. Harto de comer carne de buey y legumbres frescas, el perro ya no tenía ganas de perseguir a aquellas inaprensibles criaturas. En cuanto al monito verde, éste seguía haciendo las delicias de los niños, que habían sido reunidos por Paneb para aprender los rudimentos de la lucha con los puños y la ayuda de pequeños palos.

—¿No has encontrado adversarios más temibles? —le preguntó Nakht el Poderoso con sarcasmo.

—¿Sigues buscando pelea?

—Una fiesta sin concurso de lucha no es una fiesta… Todo el mundo sabe que tú y yo somos los más fuertes. De modo que pasaremos, directamente, a la final; ¿esta noche, junto a la forja?

—No me interesa.

—Yo estaré allí. Pero sin duda haces bien en dudar… ¿Por fin has comprendido que no das la talla? El miedo es un buen consejero y, en ciertos casos, la cobardía es la única solución.

Si Paneb no hubiera estado rodeado de niños, Nakht no habría seguido insultándolo.

—De todos modos, ten cuidado —recomendó Poderoso—: uno de esos chiquillos podría herirte. No me gustaría tener que enfrentarme a un adversario tullido.

Turquesa acarició los cabellos de Paneb, que la había amado como si fuera la primera vez.

—¡Qué pasión! ¿Se te pasará algún día?

—¿Algún día dejarás de ser tan bella?

—Pues claro… Los años no perdonan.

Paneb la contempló, desnuda en el lecho perfumado, sensual como nunca lo había sido.

—Te equivocas, Turquesa. En ti hay una belleza especial que el tiempo no podrá estropear.

—Tú eres el que se equivoca, pues ese milagro sólo está en manos de la mujer sabia.

—Mi instinto no me engaña… Y sé que nuestros deseos seguirán siendo siempre tan intensos.

Creer sus palabras divertía a la soberbia pelirroja, a la que su amante procuraba tanto placer como el que obtenía. Era excesivo e insoportable, pero generoso, tan enamorado de la vida que era agradable arder en su fuego.

—Voy a pelear con Nakht y a darle una buena lección. Después me dejará tranquilo.

Turquesa dejó de acariciar a Paneb.

—Deberías renunciar a la pelea.

—¿Por qué?

—Tengo miedo.

—Te pareces a mí, Turquesa, ¡no tienes miedo a nada!

—Acepta mi consejo.

—Si no me enfrento a Nakht, el equipo creerá que soy un cobarde y mi reputación se irá al traste. Tranquilízate, Poderoso no tiene ninguna posibilidad de vencerme.

En el calor de la noche, la fiesta estaba en pleno apogeo.

El hijo de Paneb no perdía detalle. Estaba sentado en una silla de juncos trenzados y sujeto con unas correas. Uabet la Pura había renunciado a acostarlo, para evitar que comenzase a berrear de nuevo.

—Ignoraba que fueras astrónomo —le dijo Paneb a Thuty, que había abusado un poco del vino tinto de Khargeh.

—Para serte sincero, la mujer sabia me enseñó a observar lo que vive en el cielo y a conocer las estrellas «entre las que no hay falta ni error». He sido destinado al servicio de las horas para hacer que los ritos comiencen en el momento justo, observar cada diez días la aparición helíaca de un nuevo decanato y señalar su influencia al maestro de obras. El Lugar de Verdad debe mantenerse constantemente unido a los movimientos del cielo, para no perder su rectitud. ¿Sabes que las estrellas imperecederas giran alrededor de un centro invisible y que este mismo conjunto se mueve a causa de la precisión del eje del mundo? Conocer los movimientos de las estrellas y los planetas, comprender cómo se desplazan en el inmenso cuerpo de la diosa Nut, es percibir el modo como el arquitecto del mundo lo modela.

Paneb sintió que una mirada se clavaba en su espalda. Se dio la vuelta y vio a Clara, que no participaba en el jolgorio general, sino que se dirigía hacia el templo de Hator.

—Quédate aquí —propuso Thuty—, el banquete todavía no ha terminado.

El joven coloso se levantó y siguió a la mujer sabia. Sentía una irresistible llamada, como si fuera a tener la suerte de abrir una puerta que hasta entonces había estado herméticamente cerrada.

Paneb no vio a Ched el Salvador, que estaba apoyado contra una pared y tenía una sonrisa en los labios.

Clara cruzó el umbral del templo, atravesó el patio al aire libre, penetró en la primera sala cubierta, que estaba iluminada por lámparas cuyas mechas no humeaban, y subió por una estrecha escalera con unos peldaños muy pequeños, que hacían que el ascenso resultara sencillo.

Cuando Paneb llegó al tejado del santuario, Clara contemplaba la luna llena.

—El universo es inteligente —dijo ella—; él nos imagina y nos crea. La vida procede de ese espacio sin límites, y nosotros somos hijos de las estrellas. Mira atentamente el sol de la noche, el ojo de Horus que Set, vanamente, intenta romper en mil pedazos. Se cree que la luna va a morir, pero siempre renace para iluminar las tinieblas. Cuando es llena, encarna Egipto a imagen del cielo, con todas sus provincias, es el ojo completo que permite que Osiris regrese vivo de entre los muertos. Tú, pintor, apacigua este ojo y reconstrúyelo con tus obras, para que se vuelvan miradas capaces de iluminar nuestro camino. Por tres veces, cada año, Thot encuentra el ojo perdido, lo reúne y vuelve a ponerlo en su lugar[6], y ahora estamos precisamente en esa tercera vez. En adelante, el amuleto que te dio Ched el Salvador te unirá a los dibujos que están grabados en el cielo, y hará que tu mano pueda ver.

Paneb se había quedado solo en el tejado del templo, bañado por la luz de la luna llena, y sordo al ruido de los festejos que ascendía de la aldea. Por consejo de Clara, Ardiente había expuesto su amuleto al sol de la noche.

En aquellos instantes, cuando la luna llena de Thot abría su mirada de pintor, Paneb ya no soñaba con un mundo maravilloso; a partir de ese momento, sería capaz de hacer realidad aquel mundo. A las técnicas aprendidas se les añadía lo esencial: una visión interior que sus manos sabrían traducir.

Los responsables de la nueva metamorfosis de Paneb eran Ched el Salvador y la mujer sabia.

Él, tan cínico a veces, se había mostrado de una inigualable generosidad al ofrecer a su discípulo el signo de poder que aún le faltaba, aquel modesto amuleto cuyo significado le había revelado la mujer sabia.

Ella, la madre espiritual de la cofradía, le había permitido renacer.

Al regresar a su casa, con lentos pasos, Paneb iba pensando en los centenares de figuras que pronto brotarían de sus pinceles y estaba impaciente por hablar con Ched. Sin duda tendría la suerte de poder plasmarlos en los muros de una tumba real.

—Has olvidado nuestra cita, Paneb.

La voz de Nakht el Poderoso era tan avinada como agresiva.

—Ve a acostarte, estás borracho.

—¡Aguanto la bebida mejor que tú, chiquillo! Y he apostado un taburete a que voy a vencerte.

Precisamente, Uabet la Pura deseaba adquirir uno para poner los pies cuando acunaba a Aperti. Pero Paneb recordó la advertencia de Turquesa.

—No estropeemos la fiesta, Nakht. No tengo ganas de lastimarte.

—Sólo eres un cobarde… A fuerza de dibujar, tus músculos se han vuelto blandos. ¡Yo soy un cantero, no una niña!

—Ante todo, eres un cretino que va a presentarme excusas.

El pintor sólo recibió una carcajada gutural.

—De acuerdo, Nakht. Arreglemos el asunto en seguida.

Junto a la forja estaban sentados los demás canteros, Casa la Cuerda, Fened la Nariz y Karo el Huraño, con una copa en la mano.

—¡Por fin habéis llegado! —exclamó Casa—. Nosotros tres seremos los jueces del combate… ¡Legal!, ¿eh?, ¡nada de golpes bajos!

A los tres artesanos se les cerraban los ojos, pero cuando Nakht lanzó el primer puñetazo, se despertaron de repente.

Paneb dio un salto hacia un lado y esquivó los puños de su adversario.

—¡Huyes, niña, tienes miedo de mí! ¡Ven, acércate, si te atreves!

La masa muscular de Nakht era impresionante, pero le faltaba agilidad. De modo que Paneb decidió arrojarse a sus piernas para levantarlo del suelo y hacer que perdiera el equilibrio. Pero sus manos resbalaron en la piel de su adversario y Ardiente se dio de morros contra el suelo.

Aunque se soltó rápidamente, Nakht tuvo tiempo de soltarle una violenta patada en las costillas, acompañada de una sonora carcajada.

—Me he untado el cuerpo con aceite y no podrás agarrarme… ¡Soy invencible! ¡Ahora sabrás lo que es sufrir!

Si Nakht hubiera podido advertir la rabia contenida en los ojos de Paneb, habría abandonado el combate inmediatamente. El joven coloso lo golpeó con tal violencia en el pecho que el cantero cayó de espaldas, con los brazos en cruz. Luego, Paneb se arrodilló y le sujetó los hombros contra el suelo.

—Que el taburete esté en mi casa mañana por la mañana —dijo el joven a los espectadores—. De lo contrario, derribaré la casa de Nakht ladrillo a ladrillo.