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Daktair había sido humillado por el general Méhy, pero no se lo reprochaba, pues sus quejas estaban fundadas. Él, un hombre de ciencia con el espíritu crítico siempre despierto, se había dejado tomar el pelo por dos artesanos del Lugar de Verdad.

Herido en lo más hondo de sí mismo, Daktair detestaba aún más la institución a la que combatiría por todos los medios hasta su completa destrucción.

Sin embargo, antes sería necesario apoderarse de sus secretos y sus técnicas, tan celosamente guardados. A pesar de su obstinación y sus múltiples contactos oficiales, Daktair había chocado contra un muro impenetrable.

Quizá la galena y el asfalto pudieran darle alguna pista. Daktair estaba seguro de que los productos que Paneb y Thuty habían traído no sólo servían para calafatear las barcas, fijar el mango de las herramientas o fabricar afeites; en cuanto a los usos rituales, eran sólo costumbres antañonas destinadas a desaparecer.

Según el reglamento en vigor, Daktair debería haber entregado a los templos la totalidad del cargamento procedente del Gebel Zeit, del que había sido sólo transportista y depositario temporal; pero falsificando su informe y modificando ligeramente las cantidades, para no llamar la atención, había conseguido sustraer algunas bolas de galena con las que había hecho numerosos experimentos.

Decepcionado por los resultados, había acabado descubriendo algo tan extraordinario que debía contárselo inmediatamente al general Méhy.

—¿Cuándo estará de regreso? —preguntó Daktair a su secretario particular.

—A última hora de la tarde, cuando haya terminado la inspección del cuartel general de Tebas.

—¿Puedo esperarlo aquí?

—Como queráis.

Daktair no había tomado notas. Sólo Méhy y él debían estar al corriente, sin dejar ningún rastro.

Caía la noche cuando el carro del general se detuvo en el patio. Daktair corrió a su encuentro.

—¡Debo hablaros en seguida!

—Tengo que dictar la correspondencia. Vuelve mañana.

—Cuando lo sepáis, me agradeceréis que haya interrumpido vuestras actividades.

El general, intrigado, hizo subir a Daktair hasta su despacho, cuya puerta cerró personalmente.

—Explícate.

—Esta mañana se ha declarado un incendio en mi laboratorio. Los daños son importantes, pero no ha habido víctimas.

—¿Cuál ha sido la causa del siniestro?

—Yo mismo.

—¿Qué significa esto, Daktair?

—¡Qué he descubierto el secreto del asfalto! Es una sustancia inflamable que produce calor y luz.

—¿Es una luz limpia o desprende hollín?

—Ensucia, es cierto, pero…

—¿Imaginas las pinturas de las tumbas y los templos mancilladas por esa sustancia?

—Claro que no, ¡pero los artesanos le habrán encontrado alguna utilidad!

Méhy pensó en la Piedra de Luz, pero la galena sólo podía ser uno de sus ingredientes.

—El aceite de piedra nos será muy útil —prosiguió Daktair—. Nos permitirá incendiar cualquier edificio, incluidos los fortines, y sembrar el terror en un ejército enemigo.

—Debes desechar esa idea.

El sabio se crispó.

—Os aseguro que…

—El faraón acaba, de ordenar que se cierren las minas del Gebel Zeit. El paraje estará permanentemente custodiado y nadie se acercará a él sin una autorización de palacio.

—¡Apuesto a que el Lugar de Verdad ha inspirado esta decisión!

—Sin duda alguna, Daktair. Los artesanos han comprendido que no pondrías límites a tus investigaciones, el escriba de la Tumba ha avisado al visir y ha conseguido prohibir el acceso a ese peligroso aceite.

—Hay que intervenir y solicitar al rey que modifique su decreto.

—No cuentes conmigo para emprender una gestión tan estúpida. No es momento de chocar de frente con Merenptah y hacer, así, que nos acusen de rebelión.

—¡Pero, general, el petróleo sería un arma muy poderosa para nosotros!

—Para obtenerlo, debemos conquistar el poder supremo, el único que nos permitirá utilizar todos los recursos naturales del país.

—¡De todos modos, he descubierto uno de los secretos del Lugar de Verdad!

—Sólo lo has rozado… El maestro de obras, sin duda, necesita una pequeña cantidad de asfalto para moldear la Piedra de Luz, pero es probable que éste sea tan sólo un ingrediente más. ¿Has hablado del descubrimiento con tus subordinados?

El barbudo se enfureció.

—Sois el único que lo sabe, y ni siquiera he tomado notas.

—Está bien, Daktair; eres listo, y llegarás muy lejos. Voy a darte la orden, de manera oficial, de trabajar en la mejora del armamento de las fuerzas tebanas. Necesito mejores espadas, mejores lanzas, mejores puntas de flecha. Tendrás tanto cobre como necesites, e incluso hierro. En cuanto obtengas resultados interesantes, no digas nada a nadie y avísame en seguida.

Thuty el Sabio miraba el cielo en compañía del maestro de obras y de la mujer sabia. Observaban la posición de Mercurio, que estaba bajo la protección de Set, la de Venus, vinculado al renacimiento del fénix, la de Marte, el Horus rojo, la de Júpiter, que se encargaba de iluminar las Dos Tierras y de abrir la puerta de los misterios, y la de Saturno, el toro del cielo. Thuty había consultado los libros de astronomía y de astrología, donde se estudiaban las estrellas imperecederas y las que aparecían y desaparecían en el horizonte, formando la franja zodiacal dividida en treinta y seis decanatos. Cada diez días se levantaba un nuevo decanato que, tras haber pasado por el taller de resurrección del cielo, volvía a ser visible.

—La hora es favorable —declaró Thuty.

Si efectuaban la observación correctamente, la ubicación del templo de Merenptah estaría en perfecta correspondencia con la armonía del cielo, y el edificio terminado lo reflejaría en todas sus partes.

El maestro de obras había depositado la Piedra de Luz, velada, en el emplazamiento del futuro naos, luego había confiado al jefe del equipo de la izquierda el plano inscrito en un rollo de cuero que, cuando se hubieran terminado los trabajos, se ocultaría en una cripta.

Nefer comprobó que los ángulos fueran a escuadra. Luego trazó un ángulo recto en el suelo con una cuerda dividida por nudos en doce partes iguales y, después, formó un triángulo 3/4/5 que simbolizaba la tríada Osiris el Padre, Isis la Madre y Horus el Hijo.

Con una azada, el maestro de obras excavó la trinchera de fundamentos que ponía el templo en contacto con el Nun, el océano de energía primordial, y luego moldeó el ladrillo madre, del que nacerían las piedras sillares.

Paneb observaba los ritos desde lejos. No estaba tranquilo, y presentía que algún peligro acechaba a los dos equipos, que estaban reunidos en el paraje. Gracias al amuleto de Ched, el joven coloso tenía la impresión de que podía ver en la oscuridad, como un felino.

Sin embargo, la ceremonia transcurría sin incidentes y con una profunda tranquilidad que impregnaba el alma de los artesanos, conscientes de participar en un acto fundamental que desafiaba el paso del tiempo.

Con un mazo en la mano, Nefer y Clara se situaron delante de dos estacas clavadas a lo largo de la trinchera de fundamento y entre las que se había tendido el cordel que daba las medidas del templo. Cumpliendo las funciones del faraón y de la gran esposa real, dieron un golpe seco en lo alto de la estaca para hundirla aún más.

Desde aquel momento, la llama del ojo divino, oculta en la Piedra de Luz, comenzaba a crear el templo.

—¡Qué hermosa es esta morada! —dijo Nefer—. No existe otra igual. La fiesta ha presidido su nacimiento, y lo concluiremos también con alegría. ¡Qué sea igual de eterna que el cielo!

—Que la obra brille y deslumbre al país entero —deseó Clara—; que la luz le dé felicidad y que este templo crezca constantemente para expresar la vida del universo.

El maestro de obras depositó, en los fundamentos, unas placas de metal precioso y unos modelos a escala de herramientas, entre los que había una escuadra, un nivel y el codo en el que se había grabado el juego de proporciones específicas del templo de Merenptah. Una losa cubrió aquel tesoro, que a partir de ese momento sería invisible.

Nefer fumigó el paraje con incienso para purificarlo, abrió la boca del templo con un cetro, tocó sus puntos neurálgicos y, de acuerdo con la antigua fórmula, «entregó la morada a su dueño», el principio creador que había aceptado encarnarse en aquel lugar.

Paneb miraba fijamente un montículo, convencido de que alguien los estaba observando, pero no vio ningún movimiento sospechoso. La ceremonia estaba concluyendo y, muy recogidos, los dos equipos del Lugar de Verdad se encaminaron hacia la aldea.

El joven coloso se volvió. Nadie lo seguía.

Daktair estaba muy decepcionado.

Excepto el cristal de aumento importado de Fenicia, cuyo uso se reservaba, no había visto nada interesante. Había elegido un emplazamiento ideal para observar las distintas fases del ritual, pero éste era sólo una sucesión de costumbres ancestrales sin ningún tipo de interés científico.

La Piedra de Luz estaba constantemente vigilada, y nadie la había tocado hasta el momento. Al terminar la inauguración, el maestro de obras la había cogido de nuevo para colocar en su lugar la primera piedra del naos, el centro vital del edificio que se construiría en primer lugar, para que se celebraran allí los ritos matinales.

«Protocolo, puro protocolo antañón —pensó Daktair—; los verdaderos secretos siguen ocultos en el interior de la aldea.»