El artesano que traicionaba a la cofradía tenía una certeza: cuando se inauguraba una obra tan importante como la de millones de años, era preciso utilizar la Piedra de Luz. El maestro de obras la sacaría de su escondrijo, y ésa era una inestimable ocasión para descubrir su emplazamiento.
Aunque el proyecto parecía seductor, su realización se anunciaba difícil. La manipulación se produciría, por fuerza, de noche, poco antes de la salida del sol y el despertar de los artesanos. El traidor tenía que salir de casa sin alertar a su esposa y, sobre todo, sin ser descubierto por Nefer el Silencioso.
Para resolver el primer problema, el traidor pensó primero en verter un somnífero a base de hipérico en la leche caliente que su esposa bebía en la cena, pero no conocía la dosis exacta y temía fracasar. El artesano lo pensó mejor y decidió revelarle sus intenciones.
—¿Confías en mí?
—¿Por qué me haces esa pregunta? —se extrañó ella.
—Porque he decidido hacerme rico.
—Muy bien… Pero ¿de qué modo?
—No como mis colegas, que se conforman con muy poco. No puedo decirte nada más, y no deberás hacerme ninguna pregunta sobre mis negocios. No acabaremos nuestros días en esta aldea, donde se niegan a reconocer mis méritos. La paciencia no conduce a nada, y por ello tomo otro camino distinto.
—¿Y no corres demasiados riesgos?
—Sabes que soy muy prudente. Algún día viviremos en una hermosa mansión, tendremos criados, tierras y rebaños, y tú no volverás a cocinar ni a limpiar.
—Creía que la fortuna no te interesaba y que sólo te apasionaba tu oficio.
—La aldea entera debe seguir creyéndolo.
La mujer reflexionó largo rato.
El traidor la miraba. Si su esposa se mostraba reticente, se convertiría inmediatamente en un peligro para él.
—Jamás habría imaginado que te comportarías de este modo, pero te comprendo —dijo—. Más aún, te apruebo. Yo también tengo ganas de ser rica.
Su esposa no era bella ni inteligente, pero se convertía en su cómplice y cedía, como él, ante una pulsión contenida durante demasiado tiempo: el deseo de riqueza. El traidor sólo le había hablado de proyectos de futuro y de bienes ya adquiridos, sin mencionar para nada a sus socios. Cuanto menos supiera su mujer, mejor sería; pero ahora estaba seguro de que mantendría la boca cerrada y que él iba a tener las manos libres.
Afortunadamente, la noche era oscura. Oculto tras una enorme jarra de agua, el traidor tenía los ojos clavados en la puerta de la morada del maestro de obras. Si su razonamiento era acertado, el propio Nefer iría a buscar la Piedra de Luz y la llevaría hasta el acceso principal de la aldea, antes de despertar a los artesanos.
De no haber estado muy atento, el traidor no habría advertido la furtiva salida de su jefe de equipo, que había tomado la precaución de no hacer ruido.
El maestro de obras se dirigió, pegado a la fachada de las casas, hacia el local de reunión. Se dio la vuelta dos o tres veces y estuvo a punto de descubrir a su perseguidor.
Pero Nefer prosiguió su camino.
El local de reunión… El traidor había pensado en ello, puesto que cuando los artesanos estaban reunidos la piedra debía de estar en el naos; a veces se advertía su brillo.
El artesano había descartado aquel escondrijo, porque era demasiado previsible, y se había equivocado.
Nefer abrió la puerta del local con una llave de madera y permaneció en su interior durante bastante rato. Cuando volvió a salir, llevaba un pesado objeto oculto bajo un velo. El traidor experimentó un profundo sentimiento de satisfacción.
Una enloquecida idea le cruzó por la cabeza: ¿y si mataba al maestro de obras para robarle la piedra y huir con aquel inestimable tesoro?
Por desgracia, no llevaba ninguna arma o herramienta; además, el Oriente comenzaba a aclararse y la noche retrocedería de prisa. Si no conseguía derribar a Nefer de un solo puñetazo y estrangularlo, éste se defendería y pediría socorro. Era muy arriesgado.
El traidor siguió al maestro de obras para saber qué iba a hacer con la piedra. Tal vez iba a ocultarla en otro lugar más accesible que el local de reunión, antes de encontrarse con los artesanos. Pero caminaba a buen ritmo hacia la puerta principal.
Allí estaban ya el escriba de la Tumba y la mujer sabia. A sus pies, había una forma cúbica envuelta en una tela ocre que dejaba filtrar una extraña luz.
La piedra… ¡Sin duda era Kenhir quien la había llevado!
El maestro de obras descubrió su fardo: un cofre de madera del que sacó algunas placas de metal. Las examinó y luego las volvió a poner en su lugar.
El traidor se había equivocado de pista, pero ya tendría otras oportunidades.
—¿Te han seguido? —preguntó Kenhir a Nefer.
—Es posible, pero no estoy seguro.
—Sigo convencido de que quien lanzó el mal de ojo sobre las herramientas intentará descubrir el escondrijo de la Piedra de Luz.
—Y suponiendo que lo consiga, ¿de qué le serviría ese descubrimiento? No podría huir con ella.
—Lo intentará —estimó Kenhir—, y debemos multiplicar las precauciones. Si te ha seguido, ha descubierto que se equivocaba de presa; y muy pronto comprenderá que le hemos burlado porque nos hemos vuelto muy desconfiados.
—Razón de más para que no haga nada que nos permita identificarlo. Admito que un criminal se oculta en la aldea, pero creo que tiene las manos atadas.
—Eres demasiado optimista —juzgó Kenhir.
—¿Acaso olvidáis la irradiación de la mujer sabia? Ella sabrá protegernos de cualquier atentado, provenga del interior o del exterior.
Una serie de violentos puñetazos quebró la tranquilidad del amanecer. Paneb recorría la aldea golpeando todas las puertas para despertar a los que aún dormían.
—Salida inmediata —gritaba el joven coloso—. Yo mismo iré a buscar a los retrasados.
Tras haber engullido un enorme desayuno compuesto de tortas calientes, leche fresca, queso y oca confitada, Paneb había besado a su esposa y a su hijo. Estaba de un humor excelente, y se prometía devolver la alegría a quien careciera de ella.
Cuando estaba comenzando su recorrido, distinguió a alguien que ponía pies en polvorosa, como si quisiera escapar. ¿Un marido infiel con prisa por regresar a casa o el brujo que merodeaba por la aldea para propagar sus maleficios?
Durante una cena, la mujer sabia y el maestro de obras no habían dejado de recordarle la triste realidad que debían admitir: había un traidor entre los artesanos que estaba decidido a perjudicar a la cofradía.
Paneb estaba muy dolido, pero por fin había decidido abrir los ojos. Incluso en el seno de una élite como la del Lugar de Verdad, los hombres serían siempre hombres y algunos olvidarían, incluso, sus deberes sagrados.
Esta toma de conciencia no había disminuido, en absoluto, el entusiasmo de Paneb, pues ningún traidor, por muy hábil que fuera, conseguiría impedirle realizar la obra mientras siguiera brillando la Piedra de Luz.
Y aquella piedra estaba allí, ante él.
—Si aún hay alguien durmiendo en la aldea, prometo no beber ni una gota más de vino.
—Deberías ser más prudente, Paneb —recomendó la mujer sabia—. Supón que yo haya administrado un poderoso somnífero a alguno de mis pacientes…
—Mi promesa no tendría valor alguno, puesto que no tenía conocimiento de los hechos.
—Tus análisis jurídicos dejan mucho que desear —estimó Kenhir.
—Creo que lo he visto —dijo el joven coloso con súbita gravedad.
—¿Hablas del traidor? —preguntó Nefer.
—Sí, creo que era él.
El maestro de obras notó que se le hacía un nudo en la garganta.
—¿Lo has identificado?
—No, sólo he visto a alguien que corría. Sin embargo, cuanto más lo pienso, más seguro estoy que era él.
Clara intentó leer en el pensamiento de Paneb para percibir algo que hubiera podido descuidar, pero no había rastro alguno de aquel fantasma.
—De modo que, efectivamente, ha seguido al maestro de obras —concluyó Kenhir.
—¡Es extremadamente peligroso! —protestó Paneb—. ¿Por qué no me habéis llamado para proteger a Nefer?
—Porque había decidido servir de cebo —explicó éste.
—¡Es una locura! ¿Cómo puedo velar por ti, en estas condiciones?
—Mi vida no corre peligro. El triste personaje no tiene más objetivo que robar nuestros tesoros y, tal vez, dañar nuestros trabajos.
—Siempre tan optimista —deploró Kenhir.
Los artesanos se reunían. Con su habitual frialdad, el jefe Hay había solicitado a los del equipo de la izquierda que llevaran los objetos indispensables para la ceremonia de inauguración de la obra; y se organizó la procesión, con el maestro de obras a la cabeza.
La jornada se anunciaba cálida. Paneb iba cargado con una decena de grandes odres, y lamentaba que avanzaran con tanta lentitud, mientras que el apacible ritmo favorecía a Pai el Pedazo de Pan y Renupe el Jovial, cuyas panzas crecían día tras día.
—La noche ha sido corta —se lamentó Renupe.
—¿Hiciste una fiesta? —preguntó Paneb.
—Con mi mujer, comimos y bebimos un poco… Esta mañana tengo jaqueca. Es por culpa de todo ese trabajo que nos espera. En cambio, tú eres tan fuerte que ni te enteras…
—Esforzarte te ayudará a ponerte en forma.
—Al parecer, vamos a utilizar la Piedra de Luz —supuso Renupe.
—Eso parece.
—¿Nunca te has preguntado dónde se guarda? —No, nunca.
—No eres curioso, Paneb.
—¿Y tú?
—En el fondo, yo tampoco. Todo eso es sólo cosa del maestro de obras.