El maestro de obras había decidido proseguir la excavación de la tumba de Merenptah con las herramientas que le quedaban. Había explicado la situación al equipo, algunos de cuyos miembros, como Gau el Preciso o Fened la Nariz, habrían cedido al desaliento si no hubiera sido por la intervención de Paneb, que estaba convencido de que Nefer conseguiría arreglar el asunto.
Así pues, el ritmo de trabajo no había bajado.
Siete semanas más tarde, el ambiente se ensombreció. Al bajar del collado hacia la aldea para tomarse dos días de descanso, el equipo se preguntaba si volvería pronto al Valle de los Reyes.
—Con herramientas gastadas no se trabaja bien —se lamentaba Karo el Huraño.
—Tranquilízate, el maestro de obras no lo permitirá —consideró Nakht el Poderoso—. Quiero decir que se interrumpirá el trabajo.
—Eso no me gusta —dijo Fened la Nariz—. Sin duda, lo reanudaremos un día u otro, pero habremos perdido el ritmo. Un incidente como éste es una mala señal… Hay algo malo en el ambiente.
—Si la entrega de cobre no llega —afirmó Gau el Preciso—, tal vez exista un motivo grave por el que preocuparse. Si no hay metal, no hay herramientas y no hay trabajo… ¿Y si las autoridades hubieran decidido cerrar la aldea?
—Tened confianza —recomendó Paneb—. Todo se arreglará.
—¿Por qué estás tan seguro? —preguntó Pai el Pedazo de Pan.
—Porque no puede ser de otro modo. El faraón vino a la aldea y cumplirá su palabra.
—Eres muy ingenuo —objetó Casa la Cuerda—. Si se producen trastornos en la corte, Merenptah se preocupará de preservar su poder y nos olvidará.
—Y tú olvidas que el faraón no puede vivir sin morada de eternidad.
La discusión prosiguió durante todo el camino.
Al acercarse a la aldea, Paneb fue el primero en darse cuenta.
—¡Mirad, asnos!
—No te emociones —intervino Didia el Generoso—. Sin duda, se trata tan sólo de un simple convoy de alimentos.
—¡Al caer la tarde, me extraña!
El joven coloso bajó la pendiente corriendo y estuvo a punto de derribar a Obed, el herrero, que llevaba una pesada caja de madera.
—¿Es cobre?
—¡Hay suficiente para fabricar centenas de cinceles, puedes creerme! Voy a empezar ahora mismo.
El general Méhy se mantenía modestamente aparte, tras el último asno que descargaban los ayudantes del herrero. El escriba de la Tumba y el maestro de obras se acercaron a él.
—Gracias por vuestra valiosa ayuda —dijo Kenhir—; el cargamento llega justo a tiempo.
—Tengo una buena noticia para vosotros: la cantidad es mucho mayor de lo que esperabais. Indiqué que teníais previstas grandes obras y que al Lugar de Verdad no debía faltarle material en ningún momento. Las autoridades de Coptos intentaron hacer oídos sordos, pero les amenacé con proseguir mi camino hasta Pi-Ramsés y entregar un detallado informe sobre sus manejos. Mis interlocutores comprendieron que no bromeaba y se mostraron mucho más comprensivos. Lo aproveché para exigir reparaciones del perjuicio sufrido, y aquí está el resultado. Vuestro agradecimiento me conmueve, pero sólo he cumplido con mi deber.
—Escribiré al visir poniendo de relieve vuestra intervención en favor nuestro —prometió Kenhir—, y también será informado el faraón. Sabed que habéis cooperado de modo eficaz en los trabajos de la tumba real.
—Será uno de mis más hermosos timbres de gloria —afirmó Méhy—, y sin duda tendré la debilidad de alardear de ello. ¿Deseáis examinar el albarán de entrega?
—Será mejor.
Mientras Méhy entregaba el documento a Kenhir, Nefer el Silencioso se alejó sin haber dicho una sola palabra.
«Mala señal —estimó el general—; ese maestro de obras parece más desconfiado aún que el escriba, y es muy difícil saber qué piensa. Hacerle admitir que soy un aliado incondicional exigirá nuevos esfuerzos por mi parte.»
—El cartero Uputy ha traído un mensaje con el sello del rey —le dijo Niut la Vigorosa a Kenhir.
—¡Podrías haberme avisado antes!
—Acabáis de llegar —recordó la muchacha sin desconcertarse.
El escriba de la Tumba refunfuñó mientras rompía el sello. La lectura del documento lo dejó sin aliento.
—Voy a casa de Nefer —anunció.
—La cena está lista —se lamentó Niut.
—Que los platos estén calientes cuando vuelva.
La sierva se encogió de hombros, y Kenhir prefirió ignorarlo. A pesar de la fatiga, apresuró el paso, marcando su ritmo con el bastón.
Cuando entró en casa de Nefer, éste salía de la sala de duchas. Clara, agotada por una larga jornada de consultas, se había tendido en el lecho de la primera estancia.
—Lamento importunaros, pero se trata de algo muy urgente: ¡un mensaje del rey!
—Sentaos —le dijo Nefer—, os daré de beber.
—Tienes razón, tengo la garganta seca… Pero ¿quién podía imaginar algo así? Merenptah exige que se empiece a construir inmediatamente su templo de millones de años, sea cual fuere el estado de su tumba, pero ni él ni la reina pueden abandonar la capital para sacralizar el comienzo de los trabajos.
—En ese caso, ¿cómo podremos ejecutar la orden? —preguntó la mujer sabia.
—Puesto que está investido de una función religiosa, el maestro de obras representará al faraón. Y la mujer sabia, superiora de las sacerdotisas de Hator, actuará en nombre de la reina.
—¿Lo habéis leído bien? —inquirió Nefer.
—El texto no presenta ambigüedad alguna.
—¿Disponemos del ritual necesario?
—Es nuestro documento más antiguo. La prisa del rey parece indicar que necesita la energía que generará ese templo cuando esté en funcionamiento.
—Sin duda, debe librar un duro combate para preservar la herencia de Ramsés.
—Advirtamos inmediatamente al jefe del equipo de la izquierda —decidió Nefer—, y tomemos las disposiciones necesarias.
Paneb acunaba a su hijo, que estaba molesto porque le estaba saliendo un diente. La nodriza nunca había visto crecer a un niño tan rápidamente y con un carácter tan impetuoso; sólo su padre conseguía calmar a Aperti.
—Ocurre algo raro —advirtió Uabet la Pura al regresar del templo de Hator—. La mujer sabia nos ha convocado a todas para esta noche, y tus colegas están discutiendo en grupitos.
—En cuanto Aperti se haya calmado, iré a enterarme.
Aunque tuviera que compartir a su marido con Turquesa, Uabet era feliz. Allí, en su hogar, Paneb encontraba el reposo. Turquesa le embriagaba los sentidos de tal manera que Uabet había renunciado a luchar en ese campo. Fueran cuales fuesen los correteos de Paneb, siempre regresaría a la apacible morada que la madre de Aperti hacía tan coqueta y acogedora.
Pocas mujeres habrían aceptado semejante sacrificio, pero Uabet amaba al hombre que le había dado un hijo tan excepcional como él mismo. No creía que con la edad fuera a ser menos fogoso y más razonable; y pensaba que le tocaba a ella impedir que el fuego que ardía en Paneb los abrasara.
—Tienes la mirada rara —advirtió él.
—Os estaba mirando, a ti y a tu hijo…
—Me diste un apuesto mocetón, Uabet, ¡pero le cuesta mucho conciliar el sueño!
—Quizás hayas encontrado a alguien más fuerte que tú.
—Eso ya lo veremos. Ah… Por fin lo he conseguido.
El chiquillo se había dormido. Paneb lo dejó dulcemente en brazos de su madre y, luego, salió de casa.
Pai el Pedazo de Pan le interpeló.
—Acabo de despertar de la siesta… ¿Parece que hay problemas?
—No lo sé.
—Con esta historia del cobre, esperaba que por fin estuviéramos tranquilos.
La mayoría de los miembros del equipo de la derecha se habían reunido ante la casa de Nefer, y Nakht el Poderoso no ocultaba su descontento.
—¡Parece que ahora debemos excavar varias tumbas de nobles! ¿Cuándo tendremos algún día de descanso? Con la tumba real teníamos de sobras. ¿Por qué no apelar más al equipo de la izquierda?
—¿Quién te ha hablado de ello? —preguntó Casa la Cuerda.
Nakht reflexionó.
—Bueno… No lo sé. Es un rumor…
—Yo he oído otro —dijo Unesh el Chacal—. Al parecer, el rey ha ordenado que algunos de nosotros vayamos a la capital para construir un nuevo templo a Amón.
—¡Ni hablar! —interrumpió Userhat el León—. Nací en Tebas y aquí moriré.
—Yo pienso igual que tú —aprobó Didia el Generoso—. Nadie me hará abandonar esta aldea.
—¿Y si esperáramos las instrucciones del maestro de obras…? —propuso Paneb.
La evidencia sorprendió a los artesanos.
—No sabemos dónde está —indicó Renupe el Jovial—. Lo que demuestra que algo va mal.
—Estará en casa del equipo de la izquierda —supuso Karo el Huraño—. Deben ponerse de acuerdo antes de anunciarnos una mala noticia.
—¡Muy bien, vamos! —declaró Paneb.
El grupito no tuvo que recorrer mucho camino, pues Nefer el Silencioso salió a su encuentro.
—Queremos saberlo todo —exigió Casa la Cuerda muy enfadado—. ¿Van a interrumpir el trabajo del Valle de los Reyes y mandarnos a otra parte?
—¿No recomiendan los sabios que no se escuche ningún rumor?
—¿Cuál es la verdad, entonces?
—El faraón nos ha ordenado comenzar inmediatamente la construcción de su templo de millones de años. Por esta razón, los dos equipos se reunirán en el paraje para inaugurar los trabajos. Luego, volveremos a la tumba.
—¿Por qué tanta prisa? —preguntó Thuty—. ¿Acaso quiere decir que ha pasado algo en la corte?
—Como cualquier faraón, Merenptah necesita la energía que le procurará ese templo, y a nosotros nos toca hacer que el edificio tenga vida.
—¿Vendrá el rey a Tebas?
—La mujer sabia y yo mismo nos encargaremos de representar a la pareja real.