44

La buena cocina de Niut la Vigorosa, que sabía asar las aves con inigualable destreza, devolvía la vitalidad a Kenhir. Desde que ella se ocupaba de la casa, disponía de la suficiente energía para llevar el Diario de la Tumba, vigilar los trabajos del Valle de los Reyes y proseguir su obra literaria. Tras haber terminado una nueva versión de La batalla de Kadesh en la que magnificaba el papel sobrenatural de Ramsés el Grande, estaba estableciendo una lista de los reyes que habían hecho construir un templo en la orilla oeste y daba los últimos toques a una historia de la decimoctava dinastía. Mezclando poesía, erudición y simbolismo, intentaba dar vida a las múltiples dimensiones de la extraordinaria civilización, cuyo hijo tenía la suerte de ser.

—Tenéis una visita —anunció la joven sierva.

—¡Ah, no, ahora no! ¿No ves que estoy escribiendo?

—¿Debo despedir entonces a Nefer el Silencioso?

—¡No, claro que no! Que entre.

El maestro de obras, que habitualmente estaba muy tranquilo, parecía irritado.

—El convoy de asnos encargado de traernos cobre para fabricar cinceles acaba de llegar —indicó.

—¡Excelente noticia! Lo esperábamos mañana.

—Hay asnos, pero no cobre.

—¡Imposible!

—Venid a comprobarlo.

El escriba de la Tumba abandonó su obra para dirigirse a la gran puerta de la aldea en compañía de Nefer.

El jefe de los arrieros estaba sentado en su estera de viaje, discutiendo con Obed, el herrero.

—¿Qué has hecho con el cobre que debías entregarnos? —preguntó Kenhir.

—El convoy fue registrado por la policía de Coptos y ésta consideró que el cargamento no era adecuado. Como tenía órdenes de llegar hasta aquí, he venido. Yo no quiero problemas… Firmadme la orden de misión y regresaré a Tebas.

—¿Qué no era adecuado…? ¿Qué significa eso?

—¡Yo no sé nada! Bueno, ¿firmáis?

Kenhir lo hizo, y el convoy abandonó la zona de los auxiliares para tomar la barcaza.

—¿Y yo qué hago? —preguntó el herrero con los puños en las caderas—. Sin materia prima, tendré que tocarme las narices.

—Hay picos y cinceles viejos que deben ser afilados —respondió Nefer—. Los canteros te los entregarán.

El escriba y el maestro de obras se alejaron.

—Si no nos entregan la cantidad de cobre prevista en menos de dos meses, no dispondré de bastantes herramientas de precisión y me veré obligado a interrumpir el trabajo —dijo Silencioso.

—No es la primera vez que se produce un incidente de este tipo —recordó Kenhir—, pero hoy llega en el peor momento. Sólo veo una solución: avisar a Méhy.

Los despachos de la administración central de la orilla oeste eran un verdadero hormiguero. Entraban escribas que llevaban mensajes urgentes, otros salían corriendo para transmitir a los interesados las órdenes de la jerarquía, otros recibían a los contribuyentes descontentos, campesinos que discutían el catastro o proveedores de géneros diversos que había que controlar.

Un policía armado con un bastón se dirigió a Kenhir.

—¿Quién eres?

—El escriba de la Tumba. Quiero ver inmediatamente al administrador principal.

No faltaban audaces que solicitaban aquel privilegio, y el policía los conducía hasta un escriba, que los hacía esperar más o menos tiempo antes de recibirlos. Pero aquel personaje merecía todas las consideraciones.

—Seguidme, os lo ruego.

El policía acompañó a Kenhir hasta el edificio central, donde el administrador recibía a sus huéspedes más distinguidos. Su secretario particular fue avisado de la presencia del escriba de la Tumba, advirtió de inmediato a su patrón y éste salió al encuentro de su visitante.

—¡Mi querido Kenhir, es un placer volver a veros! ¿Acaso necesitáis mis servicios?

—Es muy posible.

—Entrad, os lo ruego.

Muebles de preciosa madera, numerosas lámparas de aceite, armarios y anaqueles para los papiros y las tablillas de madera, ánforas de agua y de cerveza… El despacho de Méhy era lujoso y confortable.

—Sentaos.

—Tengo prisa y debo ir directamente al grano.

—¿Algún problema grave?

—El cargamento de cobre que debía recibir el Lugar de Verdad ha sido detenido en Coptos.

—¿Por qué razón? —preguntó Méhy, sorprendido.

—Por no ser adecuado.

—¿No tenéis otras indicaciones?

—Desgraciadamente, no. La cofradía necesita el cobre para fabricar ciertas herramientas y proseguir su trabajo.

—Lo comprendo, lo comprendo… ¡Pero deberían haberme informado del incidente!

—Así pues, ¿no estabais al corriente?

—De haber sido así, querido Kenhir, habría intervenido sin demora. Temo que alguno de mis subordinados haya cometido una falta grave. ¿Podéis concederme unos instantes? Voy a aclarar este asunto.

Por la furibunda mirada de Méhy, el escriba de la Tumba comprendió que no le gustaba demasiado ser cogido en falta.

Las sombras invadían el patio cuando Méhy regresó a su despacho como una tromba. Llevaba un papiro en la mano.

—En efecto, me habían enviado un documento informándome de cierto litigio referente a vuestro cargamento de cobre, pero el responsable de las relaciones con la región de Coptos lo clasificó entre los «no urgentes». Sobra deciros que ese funcionario ya no forma parte de mis servidores. Aprenderá de nuevo su oficio en una oficina de provincias y velaré, personalmente, para que se le impida cualquier ascenso durante varios años. Os presento mis excusas, Kenhir; sean cuales fueren las faltas de mis empleados, me considero responsable de ellas.

—¿Sabéis por qué el cargamento ha sido declarado no adecuado?

—Un estúpido error administrativo… El patrón de la explotación minera no rellenó correctamente el albarán de transporte, y la policía de Coptos se temió un fraude. Ha abierto una investigación que puede durar varios meses.

—¡Varios meses! Eso causaría una catástrofe… ¿Qué podéis hacer?

—Redactar una queja en términos muy duros y ordenar a la policía de Coptos que envíe inmediatamente a Tebas el cargamento de cobre.

—¿Y esa gestión tiene posibilidades de ser efectiva?

Méhy puso mala cara.

—Tal vez, pero no es seguro… Y, sobre todo, no impedirá que la investigación siga su curso.

—¿Podéis obtener un nuevo cargamento de cobre?

—Imposible. Os habían atribuido esa cantidad y no otra. Las cuotas se fijan de un modo bastante estricto, y yo no tengo poder para modificarlas.

—Pero está en juego el Lugar de Verdad —recordó Kenhir—; ¿no podríais hacer una excepción?

—Si sólo dependiera de mí, ya estada hecho. Pero la decisión depende de un sistema administrativo cuya complejidad conocéis.

—Me veré, pues, obligado a dar una muy mala noticia al maestro de obras —deploró Kenhir.

—Tal vez quede una solución —insinuó Méhy.

—¿Cuál?

—Dirigirme personalmente a Coptos. Hablaré con las autoridades y les expondré nuestro punto de vista. El éxito no está garantizado, pero procuraré mostrarme convincente.

Méhy enrolló el papiro donde se comunicaba el motivo del litigio y se dirigió hacia la puerta de su despacho con paso marcial.

—Saldré inmediatamente —decidió—, y espero no regresar con las manos vacías.

—Pase lo que pase, Méhy, la cofradía os estará muy agradecida.

—¿Acaso no tengo el deber de protegerla? Perdonadme por acortar así nuestra entrevista, pero no puedo perder ni un minuto.

Méhy salió corriendo al patio, llamó al auriga de su carro y se puso en camino inmediatamente, muy satisfecho de la estratagema que había puesto a punto con tanta minucia. No le costaría nada resolver un problema que él mismo había planteado y se erigiría en el salvador de los artesanos.

Era evidente que Kenhir no sospechaba nada. Méhy había representado tan bien su comedia que el escriba de la Tumba había caído en la trampa. Al maestro de obras le presentaría al general como el mejor defensor del Lugar de Verdad, capaz de salir de su despacho y abandonar todos sus asuntos para correr en su ayuda.

Y cuando regresara a Tebas, a la cabeza del convoy que traería el cobre, Méhy alcanzaría la categoría de un héroe.