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Serketa llevaba el pelo teñido de color caoba, y su opulento pecho, más atractivo que nunca, estaba apenas cubierto por un velo de lino. Cuando su marido entró en casa, ella comenzó a excitarlo con movimientos insinuantes.

—¿Crees que estoy guapa esta noche?

Méhy lanzó a lo lejos sus papiros contables.

—Eres una verdadera hembra —dijo manoseándole los pechos.

—¿Has tenido un buen día, dulce amor mío?

—¡Excelente!

—El poder te sienta tan bien…

Como de costumbre, Méhy desgarró el velo de lino y se comportó como un macho cabrío en celo. Así le gustaba a ella, brutal e insaciable. La vida era sólo violencia y siempre era preciso mostrarse el más fuerte; gracias a su total complicidad, Méhy y Serketa no temían a ningún adversario.

—Ya no tenemos ninguna información seria sobre el Lugar de Verdad —deploró ella.

—De todos modos, sabemos que la cofradía ha iniciado la excavación de la tumba de Merenptah en el Valle de los Reyes.

—¿Y de qué nos sirve eso? Ninguno de sus secretos ha caído en nuestras manos.

—Paciencia, leona mía… Sabes muy bien que nuestra posición oficial nos prohíbe dar cualquier paso en falso. No desespero de conseguir confidencias pero, para lograrlo, es preciso que el escriba de la Tumba y el maestro de obras tengan realmente confianza en mí.

—Se te ha ocurrido una idea, ¿no es cierto?

—Una idea genial, ya verás.

Con su hijo en brazos y un pequeño mono verde encaramado en su hombro, Paneb veía bailar a las sacerdotisas de Hator que acompasaban sus movimientos a los de Turquesa, cuya gracia y soltura deslumbraban a Ardiente.

Al monito se le consideraba un genio bueno. Era libre de ir de casa en casa, donde degustaba los mejores alimentos, y le gustaba mucho jugar con los niños. Se había encaramado al hombro de Paneb para poder examinar de cerca al chiquillo y tocar delicadamente su cabeza. Aperti se reía y daba grititos de satisfacción, por lo que su nuevo compañero de juegos seguía haciéndole monerías para provocar la intervención del padre.

Paneb llevaba el amuleto que le había dado Ched el Salvador, y tenía la sensación de ver la realidad con mayor amplitud y precisión, como si la abordara desde varios ángulos al mismo tiempo. Así, disfrutaba mejor de la danza de las siete sacerdotisas, destinada a proteger la aldea y el trabajo de los artesanos mágicamente.

Sin desvelar «el secreto de las mujeres del interior» más que a los miembros de la cofradía, las siete danzarinas, que llevaban unos taparrabos cortos y abiertos por delante, iban tocadas con pelucas de largas trenzas que sujetaban un globo de loza evocando el sol.

Turquesa llevaba un bastón acabado en una mano que sujetaba un espejo. Giró sobre sí misma e hizo frente a las demás danzarinas. Una de ellas adelantó la pierna izquierda y se contempló en el espejo, que otra sacerdotisa ocultó con ambas manos. Turquesa dirigió entonces la superficie reflectante hacia el cielo, para que recibiera los rayos del sol y los irradiara a su alrededor.

—No nos contemplemos a nosotras mismas —salmodió la hermosa sacerdotisa—, y volvamos nuestro espejo hacia la luz. Así estaremos protegidas del mal.

Tras haber examinado durante largo rato al pequeño Aperti, Clara se lo devolvió a su padre.

—Tu hijo goza de una excelente salud, Paneb.

—¿Estás segura?

—Está muy sano y fuerte como un roble. En la aldea no hay ningún niño como él.

—¡Mejor así! En cuanto aprenda a andar, le enseñaré los rudimentos de la lucha.

Clara no tuvo tiempo de expresar su opinión sobre aquel programa educativo, pues Unesh el Chacal entró en su gabinete con muy mala cara.

—Me duele la parte de arriba de la espalda —explicó—. He debido de lastimarme algún músculo a fuerza de manejar el pico.

La mujer sabia posó la mano derecha en el lugar dolorido.

—Se te ha salido una vértebra del sitio —diagnosticó—. Voy a ponértela bien.

Siguiendo las instrucciones de la terapeuta, Unesh cruzó las manos por detrás de la nuca. Clara pasó los brazos por debajo de los del paciente y, haciendo palanca y tirando hacia ella, hizo que le crujiera la espalda.

—Noto una sensación de calor en todo el cuello —advirtió Unesh.

—Excelente.

—Esta técnica me interesa —dijo Paneb—. ¿Me la enseñarías?

—Para serte franca, pensaba coger un ayudante, porque tus colegas son demasiado fuertes para mí. La mujer sabia que me precedió me enseñó los gestos adecuados, pero yo no tengo fuerza para llevarlos todos a cabo. Si deseas que te enseñe las manipulaciones que libran la espalda de dolores, necesito a alguien con quien ensayar.

Unesh intentó desaparecer, pero Paneb lo agarró del hombro.

—Estoy seguro de que te duele otra cosa y de que te presentas voluntario.

—¡No, no, estoy muy bien!

—Debemos sacrificarnos, siempre, por el bien de la comunidad. ¿Acaso no tienes confianza en mí?

—Cómo decirlo, yo…

—Gracias por tu cooperación, Unesh —dijo Clara con una hermosa sonrisa y una gentileza que excluía el rechazo.

La mujer sabia enseñó a Paneb cómo tratar las malas posturas y las desviaciones de la columna vertebral, de origen cervical, dorsal o lumbar. Le enseñó los gestos necesarios para curar un lumbago o una tortícolis, le reveló que cada vértebra correspondía a un órgano y podía causar múltiples trastornos, que iban desde la arritmia cardiaca a los ardores de estómago.

Paneb demostró tener dotes excepcionales, y asimiló fácilmente las enseñanzas de Clara, y consiguió, incluso, devolver la cadera de Unesh a su lugar, que le hacía sufrir desde mucho tiempo atrás.

—Por todos los dioses —exclamó su primer paciente—, me has devuelto la juventud. Nos serás útil en las obras. Bueno, regreso a casa.

Tras la marcha de Unesh, más enérgico que nunca, Clara reveló a Paneb otros secretos del oficio.

—Necesitaremos varias sesiones de perfeccionamiento. Haré que trates a algunos pacientes durante tus días de descanso, y, luego, serás autorizado a manipularlos sin mi presencia.

—¡Estoy tan contento de poder ayudarte!

—Tu fortaleza es un don del cielo, Paneb, pero no te impongas por la fuerza o, de lo contrario, se te impondrán por la fuerza.

Clara iba a cerrar su gabinete cuando Ched el Salvador salió de la oscuridad.

—¿Puedes concederme unos instantes?

—Pues claro, pasa.

El pintor se escurrió hacia el interior como si temiera ser visto.

—¿Qué te sucede, Ched?

—Nada grave… Sufro un poco de los ojos y mis párpados están doloridos.

Tras examinarlo, la mujer sabia dio al pintor un pequeño bote que contenía una pomada compuesta por hojas de acacia machacadas, serrín de madera, galena y grasa de oca.

—Por la noche —le dijo—, la aplicas en los párpados y los cubres con un apósito. Además, con una pluma de buitre hueca, deberás ponerte en cada ojo tres gotas de un colirio de áloe y sulfato de cobre tres veces al día. Aliviará la irritación, pero no hará milagros… Porque no me lo has dicho todo.

Ched miró a Clara como si no la hubiera visto nunca antes. Tenía el aspecto de una reina.

—¿Puedo mentirle a la mujer sabia?

—¿Acaso no conoces la respuesta a tu pregunta?

—Me gustaría que las lámparas estuvieran apagadas.

Clara hizo reinar la oscuridad.

—Lo mismo ocurre con la vida —dijo Ched el Salvador con voz cansada—. Nace de lo invisible, se alimenta de luz y vuelve a las tinieblas, donde se disuelven las formas, ya se trate del granito más duro o del sentimiento más tierno. Mi discípulo Paneb lo ignora aún, pues está convencido de que su fuerza será inagotable y que le permitirá vencer en cualquier combate. Se equivoca, pero ¿de qué le serviría ser más lúcido? Es mejor que destruya paulatinamente los obstáculos, hasta que su voluntad y sus puños sean inútiles. Sólo entonces comprenderá que se ha agitado sin actuar y que la muerte es la más acogedora de las amantes. Pero primero debe abrir nuevos caminos, pintar como nadie ha pintado nunca y creer que el hombre puede ser creador. Habrá que ayudarle, Clara, no permitir que lo dominen los demonios, pues el Lugar de Verdad necesitará a Paneb.

—¿Estás perdiendo la vista, no es cierto?

—Te has convertido en nuestra madre y tienes que amar a cada uno de tus hijos, aunque uno de ellos pierda cualquier esperanza. A menos que no puedas darme una…

—No tengo derecho a mentirte: es una enfermedad que conozco pero que no sé curar. La evolución será lenta, incluso conseguiré frenarla, pero nada más.

—¿Qué dios es lo bastante cruel como para infligir ese castigo a un pintor? Sin duda no he venerado bastante la cima de Occidente, pero es demasiado tarde para los remordimientos. Sobre todo, que nadie sepa nada. Me llamo Ched el Salvador y no quiero que me socorran.

—Deberías acudir a los oftalmólogos de Tebas y Menfis.

—Para qué… Ellos no tienen tu magia. Sufriré mi suerte mientras no me convierta en un tullido y sólo aceptaré tus cuidados si me los prodigas en el mayor secreto. Nadie debe saberlo.

—Sólo hay un ser al que no puedo ocultarle nada.

—Tu marido, nuestro maestro de obras… Es Silencioso y confío en él.

—En estos momentos, no tengo el medio para curarte, Ched. Pero no me doy por vencida.