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La subida hacia el collado había sido tan dura como fácil el descenso hacia el Valle de los Reyes. El maestro de obras marchaba en cabeza, seguido por un Paneb loco de alegría al penetrar en «la gran pradera donde quienes habían cometido faltas no podían entrar». Y ése era, precisamente, uno de los motivos de preocupación de Nefer el Silencioso: si era cierto que uno de los miembros de su equipo había intentado echarle el mal de ojo, iba a introducir un ser maléfico en aquel lugar sagrado. Pero no estaba seguro de ello ni disponía de un método seguro para identificar al culpable; así pues, debía avanzar llevando aquel peso sobre sus hombros.

—La violencia de la luz hace brotar fuego de las piedras… ¿Soy el único que lo ve? —preguntó Paneb al maestro de obras.

—Todos lo sentimos, en distintos grados, y sabemos que nos destruirá si no somos dignos de la obra que vamos a realizar. Que la cima de Occidente nos proteja.

—¿Tú también cederás a la melancolía del ambiente?

—Tranquilízate, Paneb, tengo demasiadas cosas que hacer.

—Pero no es la magnitud de la tarea lo que temes, ¿verdad?

—Muy al contrario, eso me exalta… Tal vez haya entre nosotros un traidor con la intención de hacernos fracasar.

—¿Lo crees realmente?

—Aún no he descartado esa hipótesis.

—Si semejante monstruo existe, utilizará una estrategia sencilla pero eficaz: la emprenderá contra ti. Sin capitán, la tripulación quedaría desamparada. Pero esa serpiente ha olvidado mi presencia. Mientras yo siga vivo, nada te sucederá.

—Quisiera decirte que…

—No olvides que te llamas Silencioso.

La entrada del Valle de los Reyes era un paso bastante estrecho, abierto en la roca y permanentemente custodiado por policías del jefe Sobek, que había acudido al lugar para recibir al equipo. El nubio saludó al escriba de la Tumba y al maestro de obras, y luego identificó a cada uno de los artesanos.

—¿Algún incidente que destacar? —preguntó Kenhir.

—Ninguno. Todos mis efectivos están en estado de alerta. Ningún intruso podrá aventurarse por los parajes sin ser descubierto inmediatamente.

—Necesito tus dos mejores hombres para custodiar el taller —y la obra.

—Penbu y Tusa… Sus hojas de servicio son excelentes y nadie los cogerá por sorpresa.

Los dos nubios se presentaron al escriba de la Tumba; tenían una mirada franca y respiraban salud.

—Id —ordenó el maestro de obras.

Uno a uno, los artesanos cruzaron el paso que separaba «la gran pradera» del resto del mundo. Allí, el reinado de la luz y de lo mineral era absoluto, y lo efímero daba paso a lo eterno. Los acantilados verticales moldeaban un silencio del más allá, alimentado por el azul del cielo.

—Tú, Penbu, custodiarás el depósito del material —decretó el escriba de la Tumba—. Sólo el maestro de obras y yo mismo tenemos la llave, y nosotros distribuiremos las herramientas. Si faltara una, aunque sólo fuera una, te consideraríamos responsable de ello.

Kenhir abrió la puerta del almacén y comprobó el número de picos, cinceles, panes de color y mechas para las lámparas. Correspondía exactamente al inventario que él mismo había realizado en su última estancia en el Valle. Desconfiado, contó de nuevo y verificó el buen estado de los picos y los cinceles. Con los que había llevado el equipo de la derecha, la cantidad era suficiente para iniciar los trabajos.

El reparto del instrumental se efectuó en silencio, y Kenhir anotó en una tablilla de madera el tipo de material entregado a cada artesano que, al llegar la noche, tendría que devolverlo. No sería posible robo alguno y las herramientas dañadas se llevarían a la aldea para ser reparadas.

—Tú, Tusa —ordenó el escriba de la Tumba al policía nubio—, vigilarás la obra desde que la abandonemos hasta que regresemos. Si alguien consiguiera cruzar todas las barreras y burlar el sistema de seguridad instalado por Sobek, golpea al intruso sin avisarle, sea quien fuere. E insisto en este punto: sea quien fuere.

Junto a la puerta del almacén del material, el jefe escultor Userhat el León depositó una estela en la que se habían grabado siete orejas, que permitirían que los policías pudiesen escuchar cualquier ruido sospechoso.

Guiado por Nefer el Silencioso, el equipo de la derecha se dirigió al emplazamiento elegido para excavar la morada de eternidad del faraón Merenptah, al oeste de la tumba de Ramsés el Grande.

Fened la Nariz e Ipuy el Examinador contemplaron la roca durante un buen rato.

—No será fácil —consideró Ipuy—. ¿No podríamos empezar un poco más lejos?

—La decisión del faraón y la mía son definitivas —precisó Nefer.

—Nos arreglaremos… Pero será necesaria tanta precisión como fuerza. En este lugar la roca es caprichosa, y nos tenderá trampas.

Fened la Nariz puso la mano en una excrescencia de la piedra.

—El primer golpe de pico debe darse aquí. Su resonancia modificará la resistencia de la pared y podremos seguir las líneas de fractura con más facilidad.

El escriba de la Tumba entregó al maestro de obras un pico de oro y plata que, desde la creación del Valle de los Reyes, servía para dar el impulso ritual. Nefer lo blandió y hundió la punta en el lugar que Fened le había indicado. Luego, amplió el agujero con un escoplo de plata.

La roca emitió un extraño sonido, parecido a un canto, quejumbroso y lleno de esperanza al mismo tiempo.

Fened sonrió; una vez más había tenido buen olfato.

Nakht el Poderoso le dio el primer golpe verdadero a la roca con un pico de piedra dura. Sus colegas lo imitaron, pero sólo Paneb se mostró tan eficaz. Molesto, Nakht golpeó con más fuerza, pero Ardiente no tuvo que hacer ningún esfuerzo para igualarle. La competición duró largo rato y fue Nakht quien se fatigó primero.

—Vosotros dos, descansad —ordenó el maestro de obras—. Los demás utilizad los picos ligeros.

Éstos, que pesaban de uno a tres kilos, tenían un núcleo de bronce en una envoltura de cobre que amortiguaba el choque e impedía que el metal se fracturase.

Y las jornadas de trabajo se sucedieron, exaltantes; los canteros emplearon pesados rascadores con mangos de madera y cinceles de cobre para desprender la roca a pequeños fragmentos. Poco a poco, fueron apareciendo los estratos blancos de calcáreo superpuestos estriados por capas de sílex más oscuras, y la visión alegró a Nefer: la roca era de buena calidad y sería un excelente soporte para la escultura y la pintura.

A la izquierda de la entrada de la tumba, Kenhir había hecho excavar una hornacina con una inscripción desprovista de ambigüedad: «Sitio del escriba Kenhir». Desde allí, sentado a la sombra, podía observar la marcha de los trabajos.

—A excepción de Ched el Salvador —le dijo a Nefer—, todos los miembros del equipo trabajan con empeño; la entrada monumental va tomando forma y ya falta poco para iniciar el descenso.

—No es bueno que corramos mucho, o la roca podría sufrir daños —anunció Nefer—. Sin duda perderemos tiempo, pero evitaremos graves errores. Y Ched no está de brazos cruzados: está preparando la futura decoración de la tumba y realiza numerosos esbozos.

—Siempre hace lo mismo… Sin embargo, cuando se pone delante de una pared no vacila lo más mínimo. ¡Qué extraño carácter!

—¿Acaso Ched no cumple con su trabajo?

—Ciertamente, ciertamente… Pero su extravagante comportamiento no me gusta demasiado.

—¿Podéis reprocharle algo en concreto?

—No… todavía.

—Dicho de otro modo, sospecháis que puede perjudicar a la cofradía.

—Es sólo una impresión muy vaga… Tal vez no debería haberte hablado de ello.

—En absoluto, no debéis ocultarme nada; aunque lo que deba saber me desgarre el corazón, siempre será mejor que la ignorancia.

—De acuerdo, Nefer… Pero deberás estar preparado para recibir crueles desilusiones. No todos los hombres, ni siquiera los del Lugar de Verdad, están a la altura de lo que esperas de ellos.

—Pero, si la obra se lleva a cabo, ¿qué importa eso?

—¿Y si no se lleva a cabo?

—Así pues, pensáis que voy a fracasar.

—Sinceramente, no lo sé… Pero he tenido pesadillas y temo que esta obra termine de un modo trágico. Y la agresión del mal de ojo confirma mis temores.

—¿No lo destruyó la mujer sabia?

—Me gustaría creerlo.

—Seguid siendo escéptico, desconfiado y pesimista, Kenhir; así no tendré mejor aliado.

El escriba de la Tumba masculló unas palabras incomprensibles y se arrellanó en su asiento de piedra. Gracias a su vigilancia, no había desaparecido ninguna herramienta y se habían afilado puntualmente.

Su verdadero motivo para esperar era Nefer el Silencioso. Deseaba admirar su rigor y su paciencia, y su mando propio de un jefe.

La perforación de la roca avanzaba al ritmo que él había decidido, y examinaba cada pulgada de la roca como si le fuera la vida en ello. Los artesanos eran conscientes de que el maestro de obras no aceptaría ningún tipo de imperfección y, por ello, ponían todo su empeño en la realización de la obra.

Con una palabra o con un gesto, Nefer resolvía una dificultad o evitaba un error. Los canteros comprobaban que su maestro de obras tenía el sentido de aquella roca, tan caprichosa a veces, que percibía sus respiraciones, y sabía someterla a su plan sin humillarla.

Ya habían excavado más de cinco metros. Les tocaba a Paneb y Unesh el Chacal recoger los restos para llenar unos sacos de cuero que cargarían en sus hombros o sobre unas narrias montadas sobre patines de madera y jaladas por cables, mientras Karo el Huraño y Nakht el Poderoso manejaban el pico.

Llevado por su impulso, Nakht estuvo a punto de perder el equilibrio y la punta de su herramienta rozó la sien de Huraño.

—¡Podrías haberme matado, imbécil!

Furioso, Huraño amenazó a Poderoso con el puño. Paneb se lanzó a sus piernas para impedir que cometiese lo irremediable, mientras Nefer ponía a Nakht contra la pared.

—¿Te atreverás a levantar la mano contra tu maestro de obras?

Nakht se calmó, y Paneb permitió que Karo se levantara.

—Reconciliaos inmediatamente —ordenó Nefer—. El incidente se ha terminado y no volverá a repetirse.