He aquí el culpable —le dijo Kenhir a Nefer el Silencioso.
El maestro de obras examinó un pequeño rectángulo de cobre, cubierto de cardenillo, que ocultaba parte de las fórmulas grabadas en el metal.
—Conozco esos textos —prosiguió el escriba de la Tumba rascándolos con la uña—; proceden de un manual de magia negra y provocan la descomposición de los objetos que un avaricioso no puede procurarse y que prefiere destruir.
—¿Dónde estaba el maleficio?
—Lo habían introducido en el muro del fondo de la cámara fortificada. Lo he examinado de arriba abajo. Gracias a la energía desplegada por la mujer sabia, ese pedazo de metal se ha vuelto visible y, por lo tanto, inofensivo.
—Así pues, uno de los nuestros tiene el alma lo bastante pervertida como para cometer semejante delito… ¿Y si volviera a intentarlo?
—Es evidente que lo volverá a hacer —dijo Kenhir—, pero esta vez no va a resultarle tan fácil. La mujer sabia y las sacerdotisas de Hator tenderán una red protectora sobre todos los edificios del Lugar de Verdad, y nuestro hombre no podrá cruzarla.
—Es difícil de creer… El ataque sólo puede venir del exterior.
—Ojalá fuera así, Nefer, pero la verdad es, sin duda, mucho más cruel. ¿Eres consciente de que excavar la tumba real será una empresa peligrosa?
—¿Acaso creéis que soy menos valeroso que mi esposa?
—El escriba de la Tumba se preocupa por la seguridad del maestro de obras y exige que se tomen medidas para garantizarla.
—¿Os bastará la presencia de Paneb?
—Es lo mínimo… Pero preferiría algo más.
—Debo pensar en construir, no en mi protección.
De haber existido la menor sospecha contra él, Kenhir y el jefe Sobek habrían intervenido ya. El traidor no sintió, pues, la menor angustia; seguiría trabajando en el seno de su equipo, respetando escrupulosamente las consignas del maestro de obras y reforzando los vínculos de amistad con sus colegas.
Sin embargo, había corrido un gran riesgo al insertar el maléfico rectángulo de cobre entre dos piedras de la cámara fortificada, para inutilizar las herramientas, sembrar la confusión entre los artesanos y retrasar el inicio de la obra. Temía ser sorprendido, por lo que no había podido ocultar aquel «mal de ojo» con todo el cuidado que hubiera deseado; por esta razón, su maniobra había fracasado. El escriba de la Tumba y la mujer sabia habían conjugado sus esfuerzos para rechazar el asalto, y el traidor no repetiría un intento semejante por miedo a ser descubierto.
La creación de una morada de eternidad en el Valle de los Reyes no sólo iba a suponerle un aumento del trabajo, sino también a diferir el instante en el que tomaría posesión de la fortuna que le aguardaba en el exterior de la aldea, sin mencionar la grandeza que Nefer el Silencioso tomaría si tenía éxito.
Al principio, el traidor sólo había pensado en sí mismo y en sus futuras riquezas, y esperaba que no debería luchar contra la cofradía. Pero, a lo largo de su andadura, se daba cuenta de que la confrontación se hacía inevitable. De un modo u otro, tendría que ayudar a quienes querían destruir el Lugar de Verdad para que no se levantara contra él como un implacable acusador.
Los artesanos del equipo de la derecha, vestidos con anchas fajas de tela y taparrabos de cuero, se despidieron de sus mujeres y de sus hijos. Era la hora de partir hacia el Valle de los Reyes, pasando por el collado, donde el equipo dormiría durante nueve noches antes de regresar a la aldea.
Conducidos por Nefer el Silencioso, los artesanos se recogieron ante la tumba del maestro de obras Sennedjem[5], y luego atravesaron la necrópolis para tomar un estrecho y pedregoso sendero que llevaba a la cresta de la colina del oeste. Tuvieron que caminar por el borde de un abrupto acantilado, procurando no dar un mal paso. Para Kenhir, la prueba era penosa, pero disponía de un sólido bastón y avanzaba, sin dejar de maldecir a la montaña.
A su izquierda, al oeste, la cima y su forma piramidal dominaba el panorama con toda su grandeza; a su derecha, al este, se desplegaba un magnífico paisaje, con las tumbas de los nobles, los templos de millones de años y los cultivos que se extendían hasta el Nilo.
Nefer se recreó la vista con aquella visión sublime que él esperaba embellecer con el santuario de Merenptah. Paneb, a su vez, estaba también deslumbrado; ¿sería capaz de agradecer a los dioses que le concedieran una existencia tan exaltante, jalonada por tantas maravillas?
Cuando el maestro de obras reiniciaba la marcha por el sendero, Nakht el Poderoso lo agarró del brazo.
—¡Ten cuidado, puedes caer por la pendiente! El paso es especialmente peligroso, ya ha habido accidentes. Déjame pasar delante.
—Tranquilízate, hombre, seré prudente.
Nakht pareció despechado, pero volvió a la fila y la procesión siguió su camino hasta el collado, la estación de descanso entre la aldea y el Valle de los Reyes. Allí se había levantado un poblado compuesto por setenta y ocho chozas, construidas con grandes bloques de calcáreo unidos con mortero, y unos cincuenta pequeños oratorios adosados al acantilado.
El escriba de la Tumba llevó al equipo hasta la capilla dedicada a «Anión del buen encuentro», al que le dirigieron mudas plegarias por el éxito de los artesanos.
Paneb descubría con asombro aquel lugar extraño, poblado de estelas en las que se veía a los adeptos del Lugar de Verdad venerando a las divinidades. Era evidente que el collado no sólo estaba destinado al descanso sino, sobre todo, a la meditación y al contacto con las potencias invisibles que allí reinaban.
—El viento sopla con fuerza y la voz de Amón se hace más perceptible —le dijo Kenhir—. Si no nos permitiera encontrarnos con él, seríamos incapaces de hallar nuestro camino. Vayamos a instalarnos.
Cada choza, cuyo techo estaba formado por ramas y piedras planas, comprendía dos pequeñas estancias. En la primera había un banco de piedra en el que se había tallado un sitial en forma de U, a veces con el nombre de su propietario inscrito; en la segunda, desprovista de ventana, había otro banco de piedra en el que el ocupante extendía una estera.
La choza del escriba de la Tumba era la más grande y confortable, ya que tenía una habitación más que le servía de despacho. Estaba situada en la parte este del poblado, bien protegida del viento y el sol.
—¿Alguien tendría la bondad de barrer mi choza? —preguntó Kenhir.
—A vuestro servicio —respondió Paneb.
Pai el Pedazo de Pan, Renupe el Jovial, Casa la Cuerda, Nakht el Poderoso y Unesh el Chacal depositaron en las chozas las provisiones para dos días que habían llevado consigo. Desde la mañana siguiente, y hasta el final de su período de trabajo, unos auxiliares con vigilancia policial les llevarían todo lo necesario.
Karo el Huraño y Gau el Preciso distribuyeron las jarras de agua mientras Didia el Generoso y Thuty el Sabio ponían pan, cebollas, pescado seco e higos en una gran piedra plana que serviría de mesa común. En el pueblo del collado estaba prohibido cocer los alimentos y encender fuego. Ahí, las condiciones de vida eran mucho más duras que en la aldea, y hacían añorar y apreciar mejor la comodidad de una morada y el calor de un hogar.
Fened la Nariz, Ipuy el Examinador y Userhat el León penetraron en los modestos talleres del collado para moldear estatuillas de artesanos orando que se depositarían en las capillas, y amuletos en forma de herramientas, como el nivel, la azada o la escuadra, que cada artesano llevaría al cuello para protegerse de los genios malignos que merodeaban por la montaña.
Sólo Ched el Salvador estaba sin hacer nada. Estaba sentado en el umbral de su choza, dibujando una mesa de ofrendas cargada de vituallas.
El maestro de obras se le acercó.
—Sé lo que estás pensando —le dijo el pintor—, pero te equivocas. Es bueno que uno de nosotros no esté ocupado en bajas tareas para mantener el espíritu libre.
—Y suponiendo que admito tu punto de vista, ¿no soy yo quien debe designar a ese hombre?
—¿Acaso no soy el mejor observador del equipo? Mientras dibujo, velo.
—¿Crees que nos acecha algún peligro?
—Esta montaña no es muy favorable a la presencia humana… Será mejor permanecer alerta.
Paneb había terminado de limpiar la choza del escriba de la Tumba y empezaba con la que le habían atribuido.
—Aquí se debe dormir de maravilla —le dijo al maestro de obras—. Pero pasaré mi primera noche contemplando el cielo. Qué fabuloso lugar… Se puede sentir la presencia de quienes estuvieron aquí antes que nosotros. Meditaron en este lugar antes de crear sus obras maestras, y se alimentaron con el silencio y la grandeza de la cima de Occidente. Me gustaría quedarme aquí para siempre.
—Es un mundo intermedio, Paneb, y nadie puede vivir permanentemente aquí.
—¡A comer! —clamó Pai el Pedazo de Pan.
Los artesanos comieron pero, a excepción de Paneb, no manifestaron demasiado apetito. Todos eran conscientes de la pesada tarea que les esperaba, pues trabajar en el Valle de los Reyes no se parecía a ninguna otra labor. Los humanos no tenían allí su lugar y era precisa toda la magia de la iniciación vivida en el Lugar de Verdad para osar aventurarse en aquel sitio y, más aún, excavar la roca sin importunar a las potencias del más allá. Cada artesano era consciente de que un fracaso arruinaría su carrera y pondría en cuestión la propia existencia de la aldea.
—¿Por qué tenéis esas caras tan largas? —dijo Paneb, irritado—. Se diría que pronto vais a morir de una muerte indigna.
—Tú no eres consciente de las pruebas que están por venir —repuso Gau el Preciso.
—¿Qué pruebas? Estamos juntos, vivimos con un mismo corazón y participamos en una aventura que nos hará tocar la eternidad. ¿Qué más se puede pedir?
—Mi discípulo no carece de humor —observó Ched el Salvador—, y hace bien fustigando nuestros temores.
—¡Porque tú no temes nada! —se rebeló Casa la Cuerda.
—Tal vez sea el que más se preocupa de todos nosotros, pero ¿de qué serviría mostrarlo?
—Sigo sin comprenderos —prosiguió Paneb—. Preocupación, miedo, temor… ¿Cómo pueden obsesionaros semejantes sentimientos? Lo desconocido es tan poderoso como el amor y es preciso zambullirse en ello con todas nuestras fuerzas.
—En vez de hablar tanto —observó Kenhir—, id a descansar. Nos pondremos en marcha hacia el Valle de los Reyes dentro de cuatro horas.