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Las sacerdotisas de Hator se habían reunido delante del templo principal de la aldea. Llevaban un ceñido vestido rojo con tirantes, y cantaban un himno a la diosa, otras tocaban un tambor, mientras siete de ellas formaban un círculo en cuyo interior se encontraba Clara, la mujer sabia.

Luego se produjo un largo silencio, la decana de la cofradía apareció en el umbral del templo, y las sacerdotisas se marcharon.

—Cuando la luz creó la vida, adoptó la forma del sol, cuyos ojos se abrieron en el interior del loto —declaró—. Cuando el agua del ojo cayó a la tierra, se metamorfoseó en una mujer de sublime belleza a la que se le dio el nombre de «oro de los dioses». Ella, el sol femenino, ilumina el mundo; tú, mujer sabia, eres su hija. Pero ¿tendrás el valor de arriesgar tu vida para hacer el trabajo de un hombre, convertirte en la maestra de obras de los artesanos y la venerable de la cofradía, capaz de vencer el mal de ojo?

—El Lugar de Verdad me da la vida, y yo le doy mi vida.

—Tú, que eres la viviente de la ciudad de la Tumba, penetra en este santuario y afronta tu destino.

Clara avanzó sin vacilar. Llevaba puesta su peluca de ceremonias, con una flor de loto encima de ella.

En un zócalo de granito se levantaba la estatua de un babuino, que era la encarnación de Thot; en la mano izquierda tenía un estuche que contenía un papiro. Sus ojos rojos se clavaron en la joven que sostuvo su mirada para recoger las fórmulas de conocimiento que el dios deseaba transmitirle. La mano de piedra parecía animarse para ofrecer el documento a Clara, que lo recogió prosternándose.

—Ven hacia mí —dijo una voz femenina de inquietante tranquilidad—, y cruza mi puerta.

Más allá del babuino de Thot, había un segundo zócalo de piedra. Clara tuvo que acostumbrarse a la penumbra para distinguir la pequeña estatua de oro de un halcón coronado por un sol del mismo metal a cuyos pies se erguía una cobra con el cuello hinchado como el uraeus presente en la frente de los faraones.

Por su actitud, Clara supo que iba a atacar, pero, sin embargo, no retrocedió. Ya había tenido una experiencia similar en la cima, por lo que no dejó de mirar al reptil, dispuesta a imitar todos sus movimientos.

Pero el monstruo permanecía inmóvil.

Intrigada, se acercó.

La cobra había sido moldeada en piedra con tanto genio que parecía que estuviera viva. Entonces Clara, ya más tranquila, le tocó suavemente la cabeza.

—Toma el disco de oro —dijo la voz tranquila—, y ponlo en tu pecho. Así verás en las tinieblas.

Clara se puso el precioso símbolo, del que emanaba una dulce calidez. La oscura sala se iluminó y descubrió a siete hombres armados con cuchillos, que llevaban horribles máscaras. Sus nombres estaban escritos en el papiro: Rostro al Revés, Quemador, Calumniador, Ladrador, Rostro Cortante, Aullador y Devorador de Gusanos.

Todos juntos dieron un paso hacia la mujer sabia para rodearla. Ella levantó las únicas armas de que disponía: el sol y el papiro. Los siete demonios retrocedieron y desaparecieron, dejando paso a un ritualista que llevaba la máscara del chacal Anubis.

—Camina conmigo por el agua divina —le propuso él.

Clara lo siguió, y avanzó por un suelo de plata que evocaba la extensión acuática en la que habían aparecido las primeras formas de vida.

Anubis lavó los pies de la mujer sabia, y luego la vistió con la túnica blanca de la resurrección, tan ceñida que apenas le permitía respirar.

Después la condujo hasta el umbral de una capilla oscura.

—En este lugar se cumple la transformación del espíritu que sale a la luz entre los vivos, ¿estás dispuesta a sufrir la energía gracias a la que podrías rechazar el mal de ojo?

—Acepto la prueba.

—Ten cuidado: esa energía podría destruirte. Los Antiguos supieron captarla y preservarla en el interior de los templos, pero pocos cuerpos mortales son aptos para recibirla. Nadie sabe si podrás soportarla.

—Estoy dispuesta a hacerlo. Gracias a ella obtendré la fuerza necesaria para ayudar a la cofradía.

—Entra en esta capilla, mujer sabia, y que la diosa decida.

Avanzando con dificultades, Clara hizo frente a una estatua de Neit, cuyas siete palabras habían creado el mundo. La escultura era del mismo tamaño que la mujer sabia, y sus ojos de piedra parecían tener vida. Brillaban como estrellas, y se clavaron en la intrusa, que se detuvo a menos de un metro de la estatua cuyas manos, con las palmas vueltas hacia arriba, se tendían hacia ella.

De pronto, Clara vio los dos rayos de luz que brotaban de las manos de piedra, y que iban dirigidos hacia su corazón; dos líneas onduladas que hicieron vacilar a la joven. Aquella energía circuló por los canales que componían su ser, pero era tan intensa que Clara no estaba segura de poder soportarlo durante mucho tiempo.

Ahora le tocaba a la diosa interrumpir la prueba, y la mujer sabia no debía evitarlo. ¿Acaso no era preciso ser animada por aquella potencia para vencer el mal de ojo?

Kenhir no le había ocultado nada a Nefer el Silencioso.

Antes o después, una mujer sabia debía hacer frente a Neit para saber si su energía vital era de la misma naturaleza que la de la diosa. Pero, por lo general, se preparaba para la prueba durante largos períodos de meditación y no se encontraba con la estatua en una situación de urgencia.

—Alguien intentó penetrar en la cámara fortificada —dijo Kenhir a Nefer—, pero fracasó. El mal de ojo es el responsable del deterioro de las herramientas. Si no podemos deshacernos de él, no conseguirás excavar la tumba del rey.

—¿Por qué no recurrimos a un mago de la corte?

—¿Quién va a tener más posibilidades de conseguirlo que la mujer sabia? Como madre de la cofradía, luchará con todas sus fuerzas para salvarla.

—Nadie lo duda, Kenhir, pero es mi esposa, la persona a la que más quiero, y a la que habéis puesto voluntariamente en peligro sin advertírmelo.

—Lo admito, pero era mi deber. Cuando las circunstancias lo exigen, el escriba de la Tumba debe olvidar a los individuos para pensar sólo en la cofradía. Nuestro único objetivo, el de todos, es crear la morada de eternidad del faraón; el Lugar de Verdad permanecerá estéril mientras el mal de ojo siga trabando la mano de los artesanos.

Para Nefer, el escriba de la Tumba adquirió su verdadera dimensión. No era un simple gestor de la aldea, sino también, y del mismo modo que los dos jefes de equipo, el garante de sus compromisos esenciales.

—Aunque vuestra decisión me haya sumido en la angustia, Kenhir, no voy a oponerme a ella.

—Y haces bien, maestro de obras. En caso contrario, Clara te desaprobaría, y lo sabes.

Nefer miró el templo donde su esposa era sometida a una irradiación de energía que pocos seres podían soportar. ¿Volvería a ver viva a aquella mujer de dulce sonrisa, mirada tranquilizadora e ilimitado amor?

—Estoy tan nervioso como tú —murmuró Kenhir— y pienso que la ley a la que estamos sometidos, a veces, es muy dura.

Turquesa y Uabet la Pura salieron del santuario sosteniendo a Clara, que se había cambiado el ceñido vestido blanco por una prenda más ancha, sujeta al talle por un cinturón rojo. Tenía los ojos entornados, y parecía incapaz de mantenerse de pie sin la ayuda de las dos sacerdotisas.

Nefer quiso correr hacia ella, pero Kenhir lo retuvo.

—Espera un poco… Es preciso que absorba la luz.

La mujer sabia abrió los ojos, como un ser que nacía a una realidad nueva. Contempló el sol por unos instantes y recuperó su equilibrio.

Las dos sacerdotisas se apartaron, Clara vio a Nefer que, esta vez, corrió a tomarla en sus brazos.

—Creía que me moría —le dijo ella—. La energía de la diosa era tan intensa…, pero me ha salvado de las tinieblas.

—Ven a descansar.

—Más tarde… Vayamos ahora a la cámara fortificada.

—¡Pero estás agotada!

—Debo restituir lo que se me ha ofrecido inmediatamente.

Los artesanos vieron pasar a la mujer sabia, cuya serenidad les tranquilizó.

Las herramientas habían sido colocadas en el suelo, ante la cámara fortificada. Ya nadie se había atrevido a tocarlas, por miedo a que se rompieran aún más al atraer la energía negativa del mal de ojo.

Clara quemó incienso en la estancia cerrada, para purificarla y expulsar cualquier fuerza de destrucción, luego magnetizó, una a una, las herramientas, demorándose en las que tenían algún defecto, por pequeño que fuera. Las grietas se cerraron y el cobre brilló con un nuevo fulgor.

—El mal de ojo ha desaparecido —afirmó—, y ya no impedirá los trabajos de la cofradía.

Aclamada por los artesanos, Clara se acurrucó contra el maestro de obras, que ya no sabía qué sentimiento prevalecía en él, si el amor o la admiración por su esposa.