Paneb hubiera derribado al escuerzo de buena gana, pero no podía desobedecer las órdenes de Kenhir, tanto menos cuanto la imprevista convocatoria le intrigaba. Así pues, siguió a Imuni, cuya envarada actitud le exasperaba.
—Te lo advierto, Paneb, el escriba de la Tumba está de muy mal humor.
—Como siempre.
—Si es por tu culpa, no me gustaría estar en tu lugar.
—Tranquilo, Imuni, no es por mi culpa.
Ardiente apresuró el paso y el escriba ayudante se vio obligado a correr.
Niut la Vigorosa estaba barriendo el umbral de la hermosa mansión de Kenhir.
—Te está esperando —le dijo a Paneb.
Imuni intentó seguirle, pero Niut atravesó su escoba ante la puerta.
—Tú no. Ha dicho: «Paneb y nadie más».
Imuni, muy ofendido, dio media vuelta mientras Ardiente entraba en el despacho donde estaban el escriba de la Tumba, el maestro de obras y la mujer sabia.
—¿He sido convocado ante un tribunal?
—En vez de decir tantas tonterías —respondió Kenhir—, siéntate y pon atención.
Esta vez, el escriba de la Tumba parecía realmente preocupado.
—Debo informaros de una catástrofe, pero tenéis que prometerme que guardaréis silencio absoluto sobre lo que voy a revelaros.
Nefer, Clara y Paneb dieron su palabra.
—Las herramientas más valiosas se guardan en una cámara fortificada de la que el maestro de obras y yo tenemos una llave —precisó Kenhir—. Para evitar robos, hemos mantenido un sistema de cierre que había puesto a punto un maestro carpintero bajo el reinado de Amenhotep III.
—¿Robos? —preguntó Paneb, extrañado—. ¿Robos aquí, en la aldea?
—Los hombres sólo son hombres y acabo de tener otra prueba de ello: alguien ha intentado penetrar en nuestra cámara fortificada.
—Es increíble…
—Lamentablemente, así ha sido. El ladrón rompió el sello de arcilla en el que yo había impreso el sello de la necrópolis, luego intentó serrar el primer barrote de madera. Entonces advirtió que ponía en marcha un segundo dispositivo de cierre y debió de sospechar la existencia de un tercero. Temió ser sorprendido y renunció, pero las huellas de su paso son muy visibles.
—Si no fuera el escriba de la Tumba quien hace semejante acusación —declaró el maestro de obras—, no creería ni una palabra. Pero debemos rendirnos a la evidencia y ser conscientes de que entre nosotros hay un sinvergüenza. O, por lo menos, alguien lo bastante avaricioso para intentar apropiarse de los bienes de la cofradía.
—Es un delito muy grave —afirmó Kenhir—. ¿Debemos avisar al jefe Sobek?
—¡El asunto nos concierne sólo a nosotros! —protestó Paneb—. Resolvámoslo sin intervención exterior.
—Sólo confío en vosotros tres —confesó el escriba de la Tumba—. El maestro de obras y la mujer sabia son el padre y la madre de esta cofradía; y tú, Paneb, no estabas en la aldea cuando se produjo el intento de robo.
—Thuty también…
—Es cierto, pero podría ser cómplice del ladrón.
—¿Y yo no?
—Nunca ayudarías a un malhechor.
—Tal vez no haya que dramatizar —consideró Nefer—. No podemos dudar de que haya habido tentación y falta, pero el culpable no se atreverá a repetirlo.
—¿No estás siendo demasiado optimista? —preguntó Kenhir.
—Mañana reuniré a todos los miembros del equipo de la derecha, tras haber consultado con el jefe del equipo de la izquierda, para distribuir las tareas en nuestras dos grandes obras, y quiero creer que la magnitud del trabajo que debemos realizar nos levantará el ánimo a todos.
«Tiene que haber hombres como Nefer para tocar el cielo —pensó Kenhir—, y tiene que haber otros como yo para mantener los pies en el suelo.»
—¿Qué opina la mujer sabia? —preguntó.
—Tenemos que tener confianza en la obra y vigilar a los hombres.
Paneb se dirigió primero al vivero, que estaba dispuesto en un estanque donde unos especialistas criaban percas, mújoles, mormíridos y otros peces reservados a la cofradía. De este modo, fueran cuales fuesen las condiciones de pesca en el Nilo, en la aldea podían comer siempre pescado fresco. El vivero del Lugar de Verdad estaba rodeado de sauces y sicómoros que preservaban, en cualquier estación, el frescor del agua. La administración de la orilla oeste controlaba rigurosamente el vivero.
Junto al estanque había un almacén de sal utilizado por los pescaderos que abrían el lomo de las más hermosas piezas, las vaciaban y las dejaban secar al sol, antes de salarlas. La fritada y los pescados pequeños se amontonaban en cestos, mientras que los grandes eran colgados de unos bastones que llevaban dos repartidores.
Paneb se dirigió hacia un pescadero que, con un gran cuchillo muy afilado, la emprendía con una enorme perca, mientras otro de sus colegas preparaba mojama, una deliciosa comida compuesta de huevas de mújol saladas.
—Salud, amigo. Soy Paneb, el marido de Uabet la Pura. Necesito un cesto de pescado fresco y una jarra de pescado seco para la nodriza de mi hijo.
—Me da igual quien seas, no te lo puedo dar. Tenemos órdenes concretas: entregar los pescados del vivero a la aldea y hacer que el ayudante del escriba de la Tumba anote la cantidad exacta. Está prohibido proporcionar alimento directamente a un artesano.
—¿Y no se puede hacer una excepción con una nodriza?
—Ninguna excepción.
Paneb podría haber abatido al pescadero y a sus colegas, pero consideró preferible no sembrar el pánico en la apacible asamblea que, además, trabajaba bien para la aldea.
—Ve hasta el río —le aconsejó su interlocutor—; allí, los pescadores se mostrarán más comprensivos.
Sentado a la sombra de un sicómoro, un viejo pescador reparaba las mallas de su red, mientras sus colegas utilizaban distintas técnicas para capturar los peces. Unos utilizaban la red con copo, un gran achicador que se componía de dos tallos cruzados y reforzados por un travesaño; el artilugio era fácil de utilizar pero, cuando estaba lleno de peces, exigía unos musculosos brazos para retirarlo del agua.
—Dime, abuelo, ¿dónde puedo comprar pescado por aquí?
—Aquí, no; mis muchachos trabajan para los sacerdotes del templo de Ramsés el Grande.
—¿Dónde puedo encontrar a los que pescan para el Lugar de Verdad?
—En el canal, un centenar de metros más al norte.
Seis hombres, distribuidos en dos equipos, uno en la orilla y el otro en una barca, habían tendido una larga red a través del canal. Los extremos de la red terminaban en punta, y tenía un sólido cable a ambos lados.
—¡Apretad fuerte, holgazanes! —ordenó el patrón, un barbudo con una gran panza.
—¿Crees que nos estamos divirtiendo? —repuso otro más feo aún.
—¡Vamos, a recoger!
Recogieron mújoles, anguilas, carpas blancas y oxirrincos; la operación había sido un éxito.
—Vaciad la red, matad los pescados que aún se mueven y ponedlos en los cestos que he colocado al pie del sauce. ¡Y de prisa!
El joven coloso se acercó.
—Me llamo Paneb y quisiera comprarte pescado fresco.
El patrón lo miró desde abajo.
—Mi nombre es Nia… ¿Qué precio estás dispuesto a pagar?
—El precio normal: un amuleto por cada cesto de mújoles pescados hoy.
Nia se palpó el vientre.
—De acuerdo… ¿Llevas el amuleto encima?
—Aquí está.
Estaba tallado en una cornalina que Paneb había traído del desierto, y la figura representaba un tallo de papiro florecido, símbolo de la prosperidad.
Nia lo sopesó y cerró la mano.
—Soberbio, realmente soberbio… Tu amuleto merece, en efecto, un cesto de mújoles.
—Dámelo entonces.
—Me gustaría poder hacerlo, pero no es posible. Lo siento, muchacho… No vendo mi pescado a cualquiera. Pero lo que se da no se quita. Además, todos mis empleados son testigos: nunca me has dado un amuleto. Será mejor que te largues.
Los cinco pescadores se reunieron detrás de su patrón.
—¿Así tratáis a un artesano del Lugar de Verdad?
Nia soltó una carcajada.
—He dicho que te largues… de lo contrario, vas a perder la afición al pescado.
El puño de Paneb se hundió con tanta violencia en la panza de Nia que éste salió despedido hacia atrás y chocó con sus aliados. Los dos primeros que se levantaron fueron derribados por el joven coloso, y los demás salieron corriendo.
Paneb puso un cesto vacío en la cabeza del patrón y le pateó las posaderas.
—Cojo mi pescado fresco y te dejo el amuleto, Nia. Ojalá te enseñe a ser menos deshonesto.