Paneb, sobresaltado, dio un brinco.
Y entonces vio a los agresores, iluminados por la luz de la luna. Tres merodeadores de la arena, hirsutos, acababan de arrojar al suelo a Daktair, que no dejaba de gritar.
—¡Meteos conmigo, pandilla de cobardes!
Los bandidos dejaron al sabio y atacaron a Paneb.
Pero en vez de desplegarse, cometieron la equivocación de lanzarse juntos contra el insensato que les desafiaba, convencidos de que podrían clavar los puñales en su pecho sin dificultad alguna.
En el último momento, Paneb se inclinó para golpear con la cabeza el bajo vientre del atacante del centro y levantar a los otros dos agarrándolos por los testículos.
Sin dejar tiempo a sus adversarios para levantarse y recuperar el aliento, Ardiente contraatacó rápidamente. Aplastó el cráneo del primero con una piedra, le rompió el cuello al segundo y degolló al tercero con su propio puñal.
—¡No me hagas daño! —suplicó Daktair levantándose.
—¿Qué estás haciendo aquí?
—No soy su cómplice… Me… me he perdido.
—Reconoce que nos estabas siguiendo.
El sabio se llevó la mano a la sien.
—Sangre… ¡Estoy herido, gravemente herido!
—Te curaremos si nos dices la verdad.
—¡No tenéis derecho a tratarme así! Si no me curan inmediatamente, voy a morir.
—Llevémosle al campamento —le dijo Thuty a Paneb—. Si Daktair te denunciara, tendrías graves problemas.
A regañadientes, el joven coloso levantó a Daktair con una mano y se lo echó al hombro como si fuera un saco de grano.
El sabio descansaba en una tienda. Aunque espectacular, su herida era sólo superficial y no ponía en peligro su vida. Los tres hombres que había matado Paneb resultaron ser unos temibles bandidos; un soldado reconoció a dos de ellos, culpables de varios crímenes. Atacaban los campamentos en plena noche, mataban, violaban y desvalijaban. Sus cadáveres fueron abandonados para que se los comieran los chacales.
El incidente había ensombrecido el ambiente y los mineros tenían prisa por regresar a Egipto. Cuando Thuty anunció que sólo quedaban dos días de trabajo, todos se sintieron aliviados.
—Tu artimaña ha resultado muy eficaz —le dijo Paneb a Thuty—. Daktair nos siguió creyendo que le conduciríamos hasta un tesoro. Ya nos hemos librado de esa cucaracha, así que puedes hablarme con sinceridad: ¿existe realmente ese tesoro?
—La galena y el asfalto nos son, efectivamente, indispensables, pero no sólo para los usos que le dije a Daktair. Debo entregar cierta cantidad al maestro de obras.
—¿Tiene alguna relación con la Piedra de Luz?
—Podría ser… Pero no sé nada más.
O Thuty mentía o el respeto del secreto sellaba sus labios.
—El cráter al que hemos llevado a Daktair era sólo un engaño —prosiguió el orfebre—, y podría regresar allí cien veces y seguiría sin encontrar nada; pero hay otro lugar que debo mostrarte.
Ambos hombres caminaron hasta más allá del paraje minero y se aseguraron de que no los seguía nadie. Paneb advirtió que las rocas eran cada vez más negras.
—Camina con prudencia —recomendó Thuty—; el suelo resbala mucho.
—¡Se diría que la piedra es aceitosa!
—Lo es. Estamos en el monte del aceite de piedra, el petróleo, que brota de las grietas. Mira de cerca este manantial.
En la superficie, Paneb advirtió la presencia de una película de grasa que flotaba en el agua sin mezclarse con ella.
—¿Para qué sirve esa extraña sustancia?
—La anima una peligrosa energía que los antiguos nos prohibieron utilizar. El petróleo arde con facilidad, pero mancilla y apesta. En las tumbas, ennegrecería los muros y los techos. Dado el poder de destrucción que lleva consigo, sólo puede ser transformado en ungüento ritual, durante ciertas momificaciones, y utilizado en la preparación de la piedra misteriosa del Lugar de Verdad, donde sufre tal transformación que su parte nociva desaparece. Si algunos hombres tan ambiciosos como Daktair consiguieran explotar el petróleo y propagar su uso, terribles desgracias caerían sobre nuestro país. Los hombres se volverían locos, tal vez incluso los merodeadores de la arena caerían sobre Egipto y los países circundantes y tomarían el poder, acumularían riquezas y esclavizarían a la humanidad. El faraón ha ordenado que ningún técnico profano sea autorizado a utilizar esta terrible sustancia. Ahora, Paneb, formas parte de los que conocen el secreto.
Daktair era transportado por cuatro soldados en una litera, y se quejaba constantemente de dolores de cabeza. La expedición avanzaba tan rápido como podía por el camino de regreso, deseosa de encontrar de nuevo las riberas del Nilo y sus verdes paisajes, tras haber estado en la peligrosa zona donde en cualquier momento podía aparecer una pandilla de merodeadores de la arena, decididos a vengar sus muertos.
En aquella región hostil y desolada, Paneb había notado que su fuerza aumentaba. Los genios que habitaban la arena y las rocas abrasadas por el sol hacían desaparecer su fatiga y multiplicaban sus energías. Pensó en los primeros constructores que habían osado aventurarse por el desierto, para dominar el fuego de sus piedras. ¿Acaso no era Egipto un milagro, realizado día tras día, porque sabía celebrar las bodas de la tierra negra, fértil y generosa, con la potencia del desierto?
—Daktair desea hablar con nosotros —anunció Thuty.
Los dos artesanos llegaron a la altura de la litera.
—Me habéis salvado la vida… Quería agradecéroslo. Los bandidos me habrían matado si Paneb no llega a intervenir.
—¿Por qué nos seguías? —preguntó Thuty.
—Estaba convencido de que en aquel paraje se ocultaba un tesoro y de que vuestra misión era llevarlo a la aldea. No quería apoderarme de él, sólo satisfacer mi curiosidad.
—Cuando lleguemos, haz que registren todos los cestos destinados al Lugar de Verdad: sólo encontrarás bolas de galena. Ése es el tesoro: un material raro, difícil de explotar y que los técnicos utilizarán para aislar los silos donde se conserva el grano en previsión de los años malos. Te lo vuelto a repetir, sirve para fijar los mangos de algunas herramientas. Y claro está, reservaremos la cantidad necesaria para fabricar los afeites que el faraón ofrece, generosamente, a nuestras esposas y nuestras hijas.
—Pero… vuestra presencia en esta expedición rutinaria…
—Un decreto real hace que sea necesaria.
—No comprendo por qué.
Thuty sonrió.
—Pues, es muy sencillo. No confiamos demasiado en la administración que tú representas. Por esta razón, es preferible que uno de nosotros compruebe el número de bolas de galena al que tenemos derecho. Y, como tal vez hayas advertido, sabemos organizar y dirigir una cantera.
El sabio estaba desconcertado.
Los argumentos de Thuty parecían coherentes. Sin embargo, Daktair se sentía burlado en su interior.
—¿Podréis perdonar mi comportamiento?
—Claro —respondió el orfebre—. Se cuentan tantas historias absurdas con respecto a nuestra aldea… Si creyeran a los charlatanes, acabarían convencidos de que poseemos todos los secretos de la creación. La realidad es mucho más sencilla: pertenecemos a una cofradía que está al servicio del faraón, y éste es nuestro orgullo y nuestra razón de existir.
Daktair, convencido, bebió un trago de agua y se adormeció.
Se apagaban las hogueras del último campamento, encendidas en la zona de riesgo, y se preparaban para tomar la gran pista, en dirección a Coptos. Desde la víspera, Thuty había recuperado el apetito y, a pesar de la fatiga del viaje, su rostro estaba menos macilento.
—El viaje me ha ayudado mucho —le reveló a Paneb—. El sufrimiento no desaparecerá nunca, pero ahora tengo más fuerza para soportarlo. Y te lo debo a ti; es como si me hubieras dado algo de tu energía. Te lo agradezco con todo mi corazón.
—Entre hermanos, no hay que agradecer nada. Cuando un miembro de la tripulación está en dificultades, los demás deben ayudarlo para que el barco no zozobre. El maestro de obras no deja de repetirlo y me pregunto si este secreto no será tan importante como el de la Morada del Oro.
Un centinela hizo sonar su trompeta de alarma.
—¡Los merodeadores de la arena! —gritó un minero, aterrorizado.
—¡Calma! —ordenó la poderosa voz de Paneb—. Los soldados y los prospectores formarán un círculo en cuyo interior estaréis a salvo. Tenemos armas y sabremos defendernos.
La seguridad de Ardiente tranquilizó a los mineros, y la maniobra se llevó a cabo limpiamente. Paneb rompió el círculo para ver al enemigo. Eran un centenar, armados con arcos y puñales, y su jefe iba montado en una mula negra. Eran barbudos, melenudos, llevaban ropas de colores chillones y estaban dispuestos a combatir.
Habría numerosas víctimas en uno y otro bando, y el resultado del combate se anunciaba desfavorable para los egipcios.
Paneb avanzó con una piedra en cada mano.
Un arquero disparó una flecha. Ardiente aguardó que cayera hacia él para lanzar la primera piedra y romperla en dos; luego lanzó la segunda hacia el jinete.
A aquella distancia, el bandolero no podía ser alcanzado y sus hombres se divirtieron ante la fanfarronada del egipcio.
La piedra ascendió muy arriba en el cielo sin perder velocidad y luego cayó sobre la cabeza del jefe de los merodeadores de la arena, que cayó al suelo. Como no se levantaba, uno de ellos se apoderó de sus armas y de la mula, y emprendió la huida, seguido inmediatamente por sus camaradas.
Los vítores aclamaron la hazaña de Paneb.