El Gebel Zeit era un pequeño macizo montañoso apartado de las pistas caravaneras. Estaba situado a trescientos kilómetros de Tebas, muy aislado y dominando el acceso al golfo de Suez. El paraje era explotado muy raramente, cuando se necesitaba galena. Daktair había oído decir a algunos mineros que ésta era tan valiosa como el oro, y se le hacía la boca agua sólo de pensarlo. Ahora comprendía mejor por qué el orfebre Thuty había ido varias veces a aquel lugar perdido, pero seguía ignorando el uso que la cofradía hacía del raro material.
—Rindamos primero homenaje a la diosa Hator y pidámosle su protección —ordenó Thuty.
Daktair maldijo aquella pérdida de tiempo, pero sabía que erradicar las viejas supersticiones no iba a ser empresa fácil. Todos los miembros de la expedición se recogieron ante unas sórdidas estelas de piedra, levantadas ante unos pequeños santuarios de piedra seca edificados entre las sumarias moradas que los mineros ocupaban durante su estancia en el Gebel Zeit. Cada cual hizo una ofrenda a la diosa, un amuleto, un escarabeo de loza, una estatuilla de mujer de terracota o un pedazo de tela de lino, y veneraron también a los dioses Min, protector de los exploradores del desierto, y Ptah, patrón de los artesanos.
Una vez concluido el ritual, Thuty distribuyó las tareas. Mandó cinco prospectores a cazar gacelas, otros cinco a pescar y recoger moluscos, y designó dos intendentes que formaron equipos de limpieza mientras empezaban a descargar los asnos y los soldados ocupaban posiciones para asegurar la protección del paraje.
Paneb se encargó de distribuir las herramientas de piedra, los picos y los percutores, la mayoría de basalto. Luego eligió a unos veinte mineros que, a pesar del viaje, dispusieran de todas sus energías para dirigirse a la mina, que estaba a unos tres kilómetros de las viviendas y los santuarios.
Sorprendido por la eficacia de los dos artesanos, Daktair ya no sabía adonde mirar para no perderse ninguno de sus movimientos. En un momento u otro acabarían revelando el objetivo de su misión y, al mismo tiempo, el secreto del que tanto deseaba apoderarse el sabio.
—Vamos —decidió Thuty—; que cuando volvamos esté lista la comida.
Daktair se unió a la escuadra que se dirigía hacia la mina; ni Thuty ni Paneb le prestaron la menor atención.
Cuanto más se acercaba al objetivo, más advertía el sabio la abundancia de minerales extraños, grises azulados unos, muy oscuros otros. Nunca había visto nada semejante y tuvo otra sorpresa al descubrir la mina, que tenía una parte al aire libre y otra subterránea. Los filones de galena estaban orientados de norte a sur. Habían sido detectados en la superficie y, luego, se habían excavado galerías hasta treinta metros de profundidad. Uno de los puntos de ataque de un filón especialmente rico se hallaba, incluso, cien metros por debajo de la superficie y adoptaba la forma de un estrecho túnel que sólo un minero de poca corpulencia podía recorrer.
Daktair estaba muy excitado, como si estuviera a punto de hacer un gran descubrimiento.
—Esas rocas… ¿son de galena?
—La galena es un sulfuro de plomo, de color gris azulado —precisó Thuty—. Las rocas que varían del pardo oscuro al negro son asfalto. ¿Quieres visitar una galería?
—¡Claro que sí!
—Vas a ensuciarte… Por tu corpulencia, sólo podremos entrar en una sala bastante ancha.
Daktair estaba tan fascinado que habría seguido al artesano hasta el fin del mundo, pero el descenso no fue fácil, y Paneb incluso tuvo que agarrarlo una vez por la cintura porque el sabio dio un peligroso traspié.
La expedición anterior había trabajado bien, y había excavado salas lo suficientemente altas como para andar por ellas sin tener que agacharse. Los orificios de ventilación, de unos treinta centímetros de diámetro, estaban dispuestos de tal modo que por ellos corriera el aire permanentemente.
Un minero arrancó un poco de mineral con un pico y lo rompió para extraer de su ganga las pepitas de galena.
—Eso es lo que llevaremos a Tebas —reveló Thuty.
—¿Para qué se usa?
—El asfalto sirve para impermeabilizar los silos, calafatear cierto tipo de embarcaciones, sellar las tapas de las jarras y poner mango a las herramientas. Aplicado como cataplasma, resulta eficaz contra la tos. La galena, en cambio, nos ofrece el más valioso de los productos: los cosméticos, que permiten que nuestras elegantes esposas se maquillen los ojos. Ellas la adoran, y sólo por eso, nuestro viaje ya estaría justificado.
Tantos esfuerzos para tan poca cosa… Daktair se sentía muy decepcionado. Pero no podía desdeñar la hipótesis más evidente: los dos artesanos se burlaban de él y le mentían descaradamente.
Guardándose mucho de manifestar su desconfianza, Daktair asistió al trabajo de los mineros, se desplazó a su aire por las galerías accesibles y se aventuró, incluso, por un estrecho túnel que acababa de ser excavado, sin conseguir descubrir nada insólito.
Desdeñando las horribles pepitas de galena, espió los hechos y los gestos del orfebre y de su compañero que, por desgracia, se distribuían las tareas y sólo se encontraban, al caer la noche, en su pequeña cabana, para dormir en sólidas esteras de viaje. ¿Cómo podía saber lo que hacía Paneb cuando Daktair espiaba a Thuty, y viceversa? El sabio había conseguido sobornar a dos mineros, pero sólo le proporcionaban informaciones que no tenían el menor interés.
Bajo la dirección de Thuty, extraían galena; bajo la de Paneb, se catalogaban las pepitas, se guardaban en cestos para el transporte, se limpiaban y se repartían las herramientas.
Los dos servidores del Lugar de Verdad utilizaban su experiencia como hombres de cantera. Organizaban el trabajo adaptándose a las condiciones particulares de cada jornada y economizando al máximo los esfuerzos de los obreros, por lo que su popularidad aumentaba entre ellos día tras día.
Si el secreto sólo se refería a un producto de belleza y a un adhesivo de restringido empleo, los esfuerzos desplegados eran irrisorios. Daktair se negaba a admitir que se hubiera equivocado; el Lugar de Verdad era una institución demasiado importante para entregarse a tan superficiales actividades. Si los dos artesanos participaban en la expedición, con instrucciones concretas de su maestro de obras, si habían abandonado la aldea sabiendo que su cara y su nombre serían, en adelante, conocidos, tenía que haber una razón seria.
De modo que Daktair cambió de estrategia. Durante el día, se concedió largos períodos de descanso; por la noche, permanecía despierto para observar la cabana de ambos artesanos, con la esperanza de que se descubrieran por fin.
Y después de tres interminables vigilias, su paciencia se vio recompensada.
Cuando todo el campamento dormía, Paneb y Thuty lo abandonaron sigilosamente y se encaminaron hacia la mina.
Daktair los siguió.
Rodearon uno de los puestos de guardia y se dirigieron hacia una colina que no se hallaba en la zona explotada.
Daktair vaciló. Si tropezaba, sería descubierto inmediatamente, y sería incapaz de defenderse del joven coloso. Pero era la única oportunidad de descubrir lo que estaban tramando los artesanos.
Afortunadamente, no caminaban muy de prisa, como si vacilaran sobre el camino que debían seguir. Pero entonces Daktair se dio cuenta de que estaban evitando a los centinelas. Pasaron muy lejos, por detrás del último, que no los descubrió, y comenzaron el ascenso a la colina.
Daktair hizo lo mismo.
De pronto, se detuvieron, como si se hubieran encontrado con un adversario invisible. Paneb se separó de Thuty y cogió una piedra. Cuando levantó el brazo, Daktair creyó que el joven coloso iba a golpear a su compañero. ¿Habría decidido librarse de él para apoderarse, solo, del tesoro?
Paneb arrojó la piedra violentamente, y luego siguieron caminando.
Cuando el sabio pasó por el lugar donde se había producido el incidente, vio el cadáver de una cobra negra, con la cabeza destrozada. El miedo le atenazó la garganta. El desierto era el dominio de los reptiles y los escorpiones y, por lo general, nadie se desplazaba por allí de noche.
Muy a su pesar, Daktair los seguía por inercia, porque se veía incapaz de encontrar el camino hasta el campamento. Ya no se atrevía a mirar a su alrededor y clavaba los ojos en la espalda de los artesanos, con el temor de oír un siniestro silbido.
El ascenso a la colina fue penoso. Daktair estuvo, por dos veces, a punto de resbalar en las rocas húmedas.
Una vez en la cima, los dos hombres desaparecieron.
«La entrada de una mina —pensó el sabio—; han debido de meterse en una galería donde está oculto el tesoro que deben llevar a la cofradía.»
Daktair se olvidó de las serpientes, las resbaladizas piedras y el desierto hostil, y trepó hasta la cima.
Se tumbó boca abajo y, entonces, los vio.
No había ninguna entrada de mina, sino una especie de cráter; Thuty y Paneb lo observaban. Pero ¿qué habría allí?
Daktair abrió los ojos de par en par, pero no conseguía ver nada. ¿No se habrían extraviado los dos hombres?
Lo que heló la sangre del sabio no fue el silbido de una serpiente, sino el de una flecha que le rozó la sien y le hizo una herida.
En cuanto se volvió, Daktair vio a tres hombres armados con puñales que corrían hacia él.
—¡Socorro! —gritó.