La expedición bajó por el Nilo desde Tebas hasta la altura de Coptos, donde animales y hombres desembarcaron para tomar la pista del desierto. Ésta conducía al mar Rojo y a la península del Sinaí, rica en minas de turquesa y cobre que habían sido explotadas desde el Imperio Antiguo. Thuty, que conocía bien el lugar, desdeñó la pista que conducía a una cantera de granito y se dirigió hacia el Gebel Zeit.
Aunque en aquella región no llovía casi nunca, ésta gozaba sin embargo de cierta humedad gracias al mar Rojo, y algunos islotes de verdor crecían aquí y allá, especialmente al pie de una impresionante cadena montañosa, con picos de mil metros de altura.
La mayoría de los egipcios temían el desierto, ya que estaba poblado por criaturas extrañas y peligrosas, pero todos sabían que preservaba los cuerpos para la eternidad y que albergaba inmensos tesoros, oro, plata, y todas «las piedras puras engendradas en el vientre de las montañas». Era posible atravesar el desierto, pero no vivir en él, ya que era el más allá presente en la tierra, y era necesario cruzarlo con la ayuda de un experto guía para no caer en sus múltiples trampas.
Paneb andaba junto a Thuty que, a pesar de su frágil constitución, iba a un buen ritmo.
—Tengo la impresión de que te gusta el viaje.
—¡Más que eso! —exclamó Ardiente—. Qué magníficos paisajes… La arena parece fuego pero resulta suave para mis pies. Afortunadamente, nuestra aldea está situada en el desierto; es necesario su poder para sacudir a los hombres y librarlos de su molicie.
—¿Qué opinas del tal Daktair?
—Me da absolutamente igual. Es un pequeño funcionario, demasiado gordo, al que sus privilegios embriagan de vanidad.
—De todos modos, debes desconfiar de él. Cuando trabajaba en Karnak, me crucé con individuos como éste, aunque menos peligrosos. No es sorprendente que no le gustemos, pero tengo la sensación de que puede haber algo más grave.
Paneb miró a Thuty con asombro.
—¿Has vivido en el dominio de Anión?
—Allí aprendí a trabajar la madera preciosa, el oro y el electro, a cincelar decoraciones, a forrar con oro puertas, estatuas y barcas, y habría alcanzado un alto grado en la jerarquía si Kenhir no me hubiera llamado. El Lugar de Verdad necesitaba un orfebre experto y yo era el tercero en la lista, pues el tribunal de admisión había rechazado a los dos primeros.
—¿Por qué no te quedaste en Karnak?
—Nunca me había atrevido a llamar a la puerta de la cofradía, pero sabía que detentaba unos secretos del oficio que no se revelaban en ninguna otra parte. Acceder a ellos me parecía imposible. De modo que, cuando se presentó la ocasión, probé suerte.
—¿Habías escuchado la llamada?
—Desde el momento en que tuve el oro en mis manos… Pero ignoraba que era eso y que me hacía distinto a los demás orfebres. La cofradía lo reconoció y fui admitido en el equipo de la derecha. Qué maravilloso día… Ahora, hay que soportar el sufrimiento.
—Podrías tener otro hijo.
—No, prefiero mantener intacto el recuerdo de mi hijo, de su infancia risueña, de sus juegos, de esa felicidad que no supe retener… Y te agradezco que me hicieras salir de mi sopor para tomar parte de esta expedición. Solo, habría estado desamparado; contigo, podré cumplir esta difícil misión.
—¿Por qué temes a Daktair?
—Porque vamos a recoger un producto peligroso cuya utilización ha sido fijada por unas reglas muy estrictas. Como director del laboratorio central, podría tener la intención de violarlas.
—¿Acaso no debemos hacer que se cumplan?
—Ésa es la razón por la que podemos resultarle molestos. A priori, la expedición no tiene por qué ser peligrosa; pero desde que he conocido a Daktair, ya no estoy tan seguro de ello.
Paneb soltó una golosa sonrisa.
—¡A ver si se atreve a meterse con nosotros!
—Sólo somos dos, Paneb.
—Por lo que he podido ver, no te faltan amigos entre los mineros y los buscadores de mineral.
—Haber cruzado varias veces el desierto con los mismos hombres crea vínculos, es cierto. La mayor parte de ellos no se volverían contra nosotros.
—Tranquilo, Daktair no tiene ninguna posibilidad.
Daktair era el único que se desplazaba a lomos de un robusto asno y, a pesar de ese privilegio, bebía más que los otros caminantes. Sospechaba que el viaje no sería, precisamente, una excursión placentera, pero no había previsto que las desérticas extensiones le horrorizarían tanto.
Con un humor de perros, el sabio había intentado, en vano, un plan para librarse del joven coloso. Le sentía más desconfiado que una fiera y capaz de reaccionar con violencia. ¿Y cómo podía deshacerse de él sin levantar las sospechas del orfebre? Si Paneb se negaba a proseguir, Daktair no podría echar mano a uno de los importantes secretos de la cofradía.
Tenía que esperar, pues, a que hubieran recogido los productos. Luego, ya vería.
Los mineros redujeron el paso.
—¡No he ordenado detenerse!
—Ya no avanzan.
Enojado, Daktair avanzó hasta el principio de la fila.
Thuty se había sentado en un bloque de piedra, con la espalda al sol. Hombres y animales bebían agua.
—¿Qué ocurre?
—Una detención imprevista —repuso el orfebre—. En principio, no va a ser muy larga; nos vendrá bien descansar un poco.
—¿Dónde está tu compañero?
—Se ha ido, hacia aquel montículo, con dos buscadores de piedras preciosas.
—Pero… ¡éste no es el objetivo de la expedición!
—Ve a dormir un poco.
—¡Llama inmediatamente a esos hombres!
—Esperemos tranquilamente a que vuelvan. Cuanto más te muevas, más sed tendrás.
Thuty ofreció un higo a Daktair, que lo rechazó y regresó a su lugar, a la retaguardia del grupo. Ningún minero le mostraba una especial simpatía, y muchos de ellos acudían para compartir con el orfebre los recuerdos de anteriores expediciones.
—¡Fabuloso! —exclamó Paneb al regresar del montículo—. Mira lo que me han permitido recoger los prospectores.
Ante los ojos de Thuty, esparció unos cristales en forma de dodecaedros que ocultaban cornalinas, jaspes rojos y granates. Algunos granates ya se habían desprendido de su ganga y parecían rosarios de esferas.
—No se han burlado de ti —consideró el orfebre.
—Nuestros amigos creen que no es necesario enseñar estas piedras a Daktair y hacer que un escriba las registre. A fin de cuentas, sólo son guijarros grandes.
—Desde un punto de vista profano, es cierto. Y hay que llenar tanto papeleo…
—Tal vez pudiéramos repartirlas. Daktair debe de impacientarse.
Un soldado se acercó a los dos artesanos.
—Hemos descubierto a tres merodeadores en la colina… Han estado observándonos durante unos instantes, antes de desaparecer. Sin duda, son exploradores.
—¿Debemos prever un ataque? —preguntó Paneb.
—No forzosamente… Esos bandidos son unos cobardes y sólo atacan las caravanas que están mal protegidas. Sin embargo, tomaremos las precauciones que sean necesarias. Algunos arqueros permanecerán a vuestro lado y estableceremos turnos de guardia por la noche.
Se pusieron en marcha de nuevo, con un paso más lento, no sin observar los alrededores con el miedo de ver aparecer una pandilla armada.
Con el transcurso de las horas, el temor se desvaneció, tanto más cuanto ninguno de los pozos que jalonaban la pista había sido obstruido o ensuciado.
La intendencia estaba asegurada, y la moral de la tropa era excelente. Paneb, que había llevado a hombros a un joven minero que padecía una insolación, se había ganado todas las simpatías, y nadie se lamentaba ya del ritmo que imponía Thuty.
Los prospectores consultaban sus mapas, y llenaban sus bolsas de cuero con muestras de minerales y las etiquetaban cuidadosamente.
—Será nuestra última noche al raso antes de llegar al paraje, mañana a mediodía —anunció Thuty—. Esta noche, festín para todos: cecina de buey y vino tinto.
Mientras los mineros entonaban cantos en honor del faraón y de la diosa Hator, soberana de los metales preciosos, Daktair se aproximó a los dos artesanos.
—No hemos cruzado palabra durante todo el viaje… Creo que ya va siendo hora de firmar la paz —sugirió el sabio.
—¿Por qué no? —respondió Thuty—. Siéntate y bebe.
—Alcohol no, gracias.
—Pues te pondría de mejor humor —sugirió Paneb.
—Supongo que pondremos manos a la obra mañana mismo.
—Eso es —aprobó el orfebre.
—¿No sería hora de que me dijerais cómo pensáis proceder? Estoy aquí para ayudaros y hacer que os beneficiéis de mi ciencia.
—No lo dudamos, Daktair, pero será mejor que te preocupes por nuestra seguridad.
—¡Los soldados se encargan de eso! Lo que me interesa es la naturaleza y la cantidad de los materiales que llevaremos a Tebas.
—Es hora de dormir —decidió Thuty.