El equipo de la derecha estaba reunido en los locales de la cofradía. El escriba de la Tumba les recordaba que la cofradía necesitaba productos raros, como la galena o el asfalto, y el maestro de obras les decía que al menos un artesano debía formar parte de la expedición. Le serían entregadas instrucciones concretas, y regresaría a la aldea con las cantidades necesarias para la realización de un trabajo secreto.
Por lo general, Thuty el Sabio se encargaba de la tarea; pero, dado su reciente luto, el maestro de obras no podía obligarlo a realizarla. Reclamaba, por tanto, un voluntario que estuviera listo para partir a la mañana siguiente.
Kenhir regresó a su despacho y, tal como se temía, Niut la Vigorosa había pasado su escoba por allí. Pero el escriba no tuvo tiempo de enfadarse, pues un mensaje del jefe de seguridad le requería urgentemente en el quinto bastión. Aunque detestaba ir de un lado a otro constantemente, el escriba de la Tumba dejó, sin embargo, sus queridos papiros.
Al jefe de seguridad le costaba dominar su nerviosismo.
—¿Conocéis la noticia, Kenhir?
—Estoy aquí para eso.
—El mercader de asnos…
—¿Acaso ha osado injuriar al tribunal y no te ha entregado los cinco asnos que te debe?
—Acaban de encontrarlo muerto, en su casa. Se ha ahorcado.
—El lamentable mentiroso no ha soportado su caída.
—¡Un nuevo suicidio, después del de Abry! —exclamó el nubio.
—¿Cómo puedes comparar a un administrador principal de la orilla oeste con un vendedor de asnos? Éste ha tenido miedo de ti y de eventuales represalias.
—Estoy convencido de que lo han asesinado para impedir que hablara. Exactamente igual que a Abry.
—¿Tienes alguna prueba tanto en un caso como en el otro? —preguntó Kenhir, irritado.
—Por desgracia, no.
—No es malo que veas conjuras por todas partes, Sobek, pues eso forma parte de tu trabajo. ¡Pero que no te obsesione hasta el punto de hacerte perder la razón! ¿Al menos podrás recuperar los asnos?
—Alguien los ha soltado y corren por todas partes.
—Quizás el propio mercader los haya soltado antes de darse muerte.
—Eso sería muy sencillo.
—¡Y lo es, Sobek! ¿No podrías tomarte unos días de descanso?
—He renunciado a ellos.
—Has hecho mal. Un poco de descanso te hubiera sentado muy bien.
—La seguridad de la aldea es mi única preocupación. Y quienes la tomaron conmigo hicieron mal en fallar.
La página del Diario de la Tumba que Kenhir debía redactar iba a ser tan larga como excepcional. Casa la Cuerda no podía presentarse voluntario porque padecía unos trastornos oculares; Fened la Nariz, porque debía llevar ofrendas a la tumba de sus padres; Karo el Huraño, porque estaba reparando la puerta de su casa; Nakht el Poderoso, porque fabricaba cerveza para la próxima fiesta; Userhat el León, porque había sido picado por un pequeño escorpión; y todos los demás tenían, también, buenos motivos para no salir de la aldea y lanzarse a la aventura.
Todos, excepto Paneb.
—Eres padre de un chiquillo —le recordó Kenhir.
—Crece muy de prisa, y Uabet se encarga muy bien de él. Pero… a fin de cuentas, ¿no seré yo el único voluntario?
—Eso me temo. Vayamos a ver al maestro de obras.
Nefer el Silencioso no ocultó su turbación.
—Gracias por tu valor, Paneb, pero no pensaba que tú… No conoces los parajes ni los productos que debes traer.
—¿Y quién los conoce?
—El más indicado para hacerlo sería el orfebre Thuty, pero su luto…
—¿Forma parte de la cofradía, sí o no? Cuando se nos confía una misión, hay que saber olvidar las alegrías y las penas. He participado de su pesadumbre, pero hoy le necesitamos. Pues supongo que no se trata de un simple paseo por el desierto… Los productos a traer son indispensables para nosotros, ¿no es cierto?
—Aunque el laboratorio y la administración de la orilla oeste no hubieran reclamado la expedición, nos habríamos visto obligados a organizaría. La Morada del Oro utiliza el asfalto y la galena por razones precisas que no puedo desvelarte.
—Iré a ver a Thuty y le convenceré de que vaya. Si somos dos, el viaje será menos penoso.
Daktair no podía estarse quieto. Se mesaba sin parar los pelos de la barba, y contaba una y otra vez los doscientos asnos y los cien mineros dispuestos a partir, flanqueados por unos treinta prospectores especializados en la búsqueda de minerales y piedras preciosas. Estaban acostumbrados al peligro, a resistir a las penalidades; habían establecido sus propios mapas y representaban también el papel de protectores contra eventuales ataques de los «merodeadores de la arena», nómadas crueles y saqueadores. Daktair había exigido la máxima seguridad, y, por ello, veinte soldados experimentados les echarían una mano en caso de agresión.
La pista estaba jalonada por pozos, pero se habían calculado ampliamente las reservas de agua y alimentos. Se había examinado cuidadosamente el estado de salud de cada asno, los cestos eran nuevos y los arreos también.
Ya sólo faltaba el artesano del Lugar de Verdad.
—¡Cuánto tiempo va a hacernos perder aún! —dijo Daktair, indignado—. ¡A fin de cuentas, no vamos a pasar todo el día esperándole!
—¿Deseáis que vaya a la aldea? —preguntó uno de los prospectores.
Las miradas se clavaron en una pequeña embarcación que intentaba atracar. Maniobraba de un modo vacilante, y embarrancó dos veces antes de alcanzar la orilla. De la embarcación saltaron dos pasajeros muy distintos, un joven coloso y un hombre de edad indefinida, casi flaco, que parecía que fuera a romperse.
Los soldados los rodearon en seguida y los amenazaron con sus garrotes.
—¿Quiénes sois? —preguntó Daktair, agresivo.
—¿Acaso no se ve? —se extrañó el joven coloso—. Un marino aficionado que está aprendiendo a navegar… Por ser mi primera travesía, no lo he hecho mal del todo.
—Regresa al lugar de donde vienes, muchacho. Esto es una zona militar.
—¿No es el punto de partida de una expedición?
Daktair se sintió turbado.
—Estás bien informado… ¿Quién te lo ha dicho?
—El maestro de obras del Lugar de Verdad.
—¡Esperaba a un artesano, no dos!
—Me llamo Paneb, y éste es mi compañero, Thuty.
—Tengo que saber algo más sobre vuestros grados y vuestra competencia.
—Pues no te vamos a decir nada más.
—¿Sabes con quién estás hablando? Soy Daktair, el director del laboratorio central de Tebas y el jefe de esta expedición. Me debes total obediencia y te ordeno, pues, que satisfagas mis exigencias.
Paneb miró, uno a uno, a los soldados. Thuty comprendió que su compañero se disponía a lanzarse a la brega y que no sería, forzosamente, vencido.
—Tranquilo, Paneb… —le murmuró—. Recuerda que tenemos una misión que cumplir.
—Es cierto, no tengo derecho a dejarme llevar. Bueno… sólo nos queda regresar a casa.
El joven coloso se volvió hacia la pequeña embarcación.
Daktair se abalanzó sobre Paneb y lo agarró por la muñeca.
—¿Adonde vas?
—Suéltame inmediatamente o no respondo de mis actos.
La amenazadora mirada de Paneb obligó al sabio a obedecer.
—Thuty y yo regresamos a la aldea.
—Pero… ¿no debéis partir conmigo?
—Contigo, pero no a tus órdenes. Somos hombres libres y sabemos lo que debemos hacer.
Daktair se enfadó muchísimo.
—Te recuerdo que soy el jefe de esta expedición y que no podrá tener éxito sin una muy estricta disciplina.
—Aplícala a tus subordinados; nosotros sólo dependemos del Lugar de Verdad. Si no eres capaz de comprenderlo, serás el responsable del fracaso de esta misión.
—¿Vas a desvelarme, al menos, nuestro destino?
—Lo conocerás cuando llegue el momento. Estamos de acuerdo, pues: Thuty irá delante y nos mostrará el camino.
—¡Desprecias mi autoridad, Paneb!
—Pero ¿qué dices? Simplemente, me importa un bledo.
—No estoy acostumbrado a que me hablen en ese tono. Lo quieras o no, la expedición está bajo mi mando y no puedo tolerar tu actitud.
—Entonces, vete sin mí.
Daktair se volvió hacia Thuty.
—Espero que tú seas más razonable que tu amigo.
—De acuerdo con la voluntad de nuestro maestro de obras —dijo el orfebre pausadamente—, conduciré esta expedición hasta las minas, pero hay una condición no negociable: aplicar las instrucciones que yo he recibido. Sean cuales fueren tus títulos y tus prerrogativas, o lo aceptas o te quedas en Tebas.
Daktair, atónito, comprendió por qué era tan difícil luchar contra aquella cofradía.
—Dejemos estas vanas discusiones y marchémonos ya —decretó Paneb.