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Sobek se consumía, prisionero en su propia casa. Había caído en una trampa tan simple como diabólica, y no tenía posibilidad alguna de salir airoso de ella. Sería acusado de robo y mentira, sería condenado a varios meses de prisión y perdería su cargo. El tribunal se mostraría extremadamente severo, ya que un jefe de seguridad debería haber demostrado una honestidad por encima de cualquier sospecha. Y en el fondo había sido así, pero el cepo se apretaba alrededor de su cuello, y acabaría estrangulándole. La cólera, sin embargo, no le impedía ver con claridad: quienes deseaban la destrucción del Lugar de Verdad habían comprado al vendedor de asnos y organizado aquella conjura, destinada a quitar de en medio a Sobek y sus nubios. Nombrarían a otro jefe de seguridad, otro equipo de policías y, sin sospecharlo, la aldea ya no estaría protegida.

No podían matarlo, porque la muerte de Sobek provocaría que se abriera una investigación y haría sospechar la existencia de una conjura. El escriba de la Tumba exigiría que se reforzaran los efectivos y cerraría, más aún, el área sagrada. El método ideal, pues, consistía en desacreditarlo a él, el policía íntegro y molesto.

—El tribunal va a pronunciar la sentencia —le anunció uno de sus hombres, desolado.

El anochecer era dulce y tranquilo. Sobek caminó con pasos lentos para saborear mejor sus últimos instantes en aquel lugar de tan austera apariencia, pero al que tanto había amado. El Lugar de Verdad se había convertido en su patria, un espacio de armonía que había sabido preservar permaneciendo siempre alerta. Y ahora caía por culpa de un viejo asno…

El mercader ya estaba sentado en su taburete con una sonrisa en los labios. Sobek advirtió que la mujer sabia no había vuelto a su sitio.

—Prefiero permanecer de pie para escuchar la sentencia.

—Hela aquí —dijo Kenhir.

El nubio cerró los ojos.

A un largo silencio le sucedió el ruido de unos cascos golpeando el suelo, como si un asno se acercara lentamente al tribunal.

Sobek volvió a abrir los ojos, se dio la vuelta y vio a la mujer sabia que conducía un viejo cuadrúpedo de pelaje desgastado, acariciándole la cabeza.

—¡Es éste…! ¡Sí, es éste! —exclamó Sobek—. Preguntádselo a mi subordinado, él lo reconocerá también.

—Ya lo ha hecho —dijo Clara.

—¿Cómo lo habéis encontrado?

—He ido al palmeral y he interrogado a los campesinos, con muy pocas esperanzas, pues temía que hubieran matado al viejo asno. Afortunadamente para ti, el deseo de ganancias fue más fuerte. El cómplice del mercader conservó el animal para intentar engañar a un nuevo comprador.

El escriba de la Tumba miró con severidad al acusador.

—¿Qué puedes responder a eso?

—¿Qué demuestra que este asno viejo es el que se entregó al jefe Sobek? ¡Lo podéis haber sacado de cualquier parte!

—De ningún modo —repuso la mujer sabia—. Habría podido explicarlo tras las declaraciones contradictorias, pero era preferible mantener la información en secreto hasta ahora.

El mercader titubeó.

—¿Qué queréis decir?

—¿En qué fecha concreta fue entregado el asno que vendisteis al jefe Sobek?

—Hace dieciocho días, exactamente.

—Los asnos son animales indispensables —recordó la mujer sabia—; sin ellos, Egipto no se habría convertido en un país rico, pero a veces son animados por la exaltación de Set. Por ello, cualquier asno que penetre en los dominios del Lugar de Verdad debe ser apaciguado mágicamente. Como es habitual, el policía solicitó la intervención de una sacerdotisa de Hator para que le pintara un jeroglífico en la parte interior del muslo delantero izquierdo, y sólo lo llevó al palmeral tras haber cumplido con esta exigencia ritual. El jeroglífico varía en función de las estaciones y las fiestas. Hace dieciocho días, como puede atestiguar toda la cofradía, el signo elegido era un mechón de cabellos rizados. El tribunal puede comprobarlo.

Userhat el León levantó con delicadeza la pata del viejo asno y mostró al mercader el signo, pintado con tinta roja.

—Te lo advertí —le recordó Kenhir—. Has formulado una falsa acusación contra el jefe de seguridad de la aldea y has dicho muchas mentiras para que lo condenaran. ¿Reconoces los hechos?

—No, no… No soy responsable…

—¿Te atreves a negarlo aún?

El vendedor de asnos agachó la cabeza.

—No, imploro vuestro perdón… Simplemente, deseaba obtener ganancias fácilmente.

—En primer lugar, el tribunal te condena a entregar cinco asnos al jefe Sobek.

—¡Cinco! Eso es mucho, yo…

—Y no es todo. Le ofrecerás también dos días de trabajo por semana durante cinco años; si faltaras, una sola vez, a este deber, la pena se doblaría inmediatamente. ¿Deseas apelar ante el tribunal del visir?

—No, no…

—Jura, entonces, respetar esta sentencia.

El condenado juró con voz casi apagada.

—Ahora vete, y mañana por la mañana trae los cinco asnos.

Roto, el mercader se alejó.

—¡Habría que detenerle! —estimó Sobek.

—Si tienes otra acusación, organizaremos un nuevo proceso.

—¿No habéis comprendido que los enemigos de la cofradía han intentado deshacerse de mí?

—¿Eres consciente de la gravedad de tus palabras y de lo que implican?

—¡Seamos realistas! Si me hubieran destituido, ¿a quién habrían nombrado para protegeros?

—Tranquilízate, Sobek. ¿Olvidas que el jefe de seguridad es nombrado por el visir?

—¿Y por qué no van a manipularlo también a él?

—El proceso te ha trastornado. Ve a descansar, ya hablaremos más tarde.

Mientras el nubio regresaba a sus cuarteles, despechado, Kenhir le preguntó a la mujer sabia algo que hacía mucho rato que quería preguntarle.

—No había oído hablar de esa costumbre mágica…

—Consultad a Uabet la Pura —respondió Clara sonriendo—; la idea ha sido suya. Pero lo importante era encontrar el asno y obtener la confesión del cómplice del vendedor.

—Bien hecho… ¿Debemos creer en las obsesiones de Sobek?

La mujer sabia tomó la mano del maestro de obras.

—El cielo se cubrirá de oscuras nubes y los rayos podrían herirnos… Pero ¿acaso las sacerdotisas del Lugar de Verdad no son capaces de conjurar la mala suerte?

El vendedor de asnos no podía conciliar el sueño. Había sido el peor día de su vida, cuando esperaba triunfar sin dificultades.

Aquella misma noche, el emisario del general Méhy le pagaría lo acordado, pero sería una flaca compensación vistos todos sus problemas. La severa sentencia del tribunal no sólo le empobrecería, sino que también arruinaría su reputación.

Méhy tenía que indemnizarle e impedir que le impusieran cualquier otra condena, pues el jefe Sobek no dejaría de reclamarla. Enojado, éste se encarnizaría con su acusador y, si lograba que lo detuvieran, lo interrogaría sin miramientos y acabaría obteniendo su confesión.

Pensándolo bien, debía dirigirse de inmediato a casa del general y colocarse bajo su protección.

Al salir de la cabaña contigua al establo, el mercader se encontró con una campesina.

—¿Qué estás haciendo aquí?

—Soy la esposa de Méhy.

—Pero… ¡vais vestida como una mendiga!

—No quería que me reconocieran.

—¿Sois… sois el emisario?

—Has trabajado para nosotros y debes ser recompensado, tal y como habíamos acordado.

—¡El tribunal no ha condenado a Sobek! Han encontrado el viejo asno y los jueces han descubierto todo el plan… Ahora, tendréis que ofrecerme protección.

—¿Has hablado de Méhy?

—No, creen que soy el único responsable de todo… Pero si Sobek me detiene, lo confesaré todo para salvar mi pellejo.

—Tranquilízate —le dijo Serketa—. El fracaso es lamentable, pero cualquier pena merece ser compensada. Por eso recibirás lo que te prometimos.

—¿Y luego me protegeréis?

—Irás a un lugar donde ya no tendrás nada que temer del jefe Sobek.

El vendedor de asnos, más tranquilo, admiró las dos placas de plata que la mujer acababa de poner sobre un arcón para la ropa. ¡Una verdadera y pequeña fortuna! A pesar de sus sinsabores, había hecho bien aceptando la proposición del general. Mientras el mercader se recreaba la vista con aquellas riquezas, Serketa se puso detrás de él.

Sacó una larga y fina aguja del bolsillo interior del tosco vestido, y la hundió con un golpe seco en la nuca del cobarde, justo entre dos vértebras. Tras haberse entrenado con animales y una reproducción de una cabeza humana, Serketa llevó a cabo con total éxito su primera experiencia de verdad.

El vendedor de asnos sacó la lengua, emitió una especie de estertor, extendió los brazos para agarrarse al vacío y se derrumbó, muerto.

Serketa recuperó la aguja, que había hecho brotar un poco de sangre, y la limpió con cuidado, para no dejar rastro alguno de su crimen. Como su víctima no iba a gozar de una momificación de primera clase, nadie advertiría el minúsculo agujero. Luego, soltó los asnos y, con una de las cuerdas, colgó al vendedor de la viga maestra del establo. El mercader no pesaba más muerto que vivo.

Serketa recuperó las dos placas de plata y desapareció en la noche.