A las cuatro de la tarde, un guardián de la puerta relevó al otro, apostado desde las cuatro de la madrugada. Se instaló en la choza que había junto a la entrada principal del Lugar de Verdad.
El trabajo no era muy duro, y el salario se completaba con las entregas de leña que tenían que hacer los dos guardianes. Así cobraban una pequeña remuneración cuando servían de testigos durante las transacciones comerciales entre artesanos o cuando se pactaban contratos.
Un hombrecillo se acercó.
—Soy mercader de asnos.
—Mejor para ti, amigo.
—Los auxiliares me han dicho que podías hacer de ujier y reclamar los plazos no pagados.
—¿De qué artesano te quejas?
—No se trata de un artesano.
—¡Lárgate con viento fresco, pues!
—De todos modos, debes de poder ayudarme… Quiero denunciar al jefe Sobek.
—¡Al jefe Sobek! ¿Por qué razón?
—Porque no me paga lo que me debe.
—¿Estás seguro de lo que dices?
—Tengo todas las pruebas necesarias y te pido que lleves mi denuncia al tribunal de la aldea.
—¡Pero Sobek es el jefe de seguridad!
—¿Sabes cómo se reconoce a un policía? Porque nunca paga sus deudas, tanto si se trata de un bote de grasa como si se trata de un asno.
El tribunal del Lugar de Verdad llevaba, como nombre simbólico, el de «asamblea de la escuadra y del ángulo recto»[4], y podía reunirse en cualquier momento, incluso en los días de fiesta, si era urgente. Por lo general, lo componían ocho miembros, uno de los dos jefes de equipo, el escriba de la Tumba, el jefe de seguridad, un guardián, dos artesanos veteranos y dos mujeres. La asamblea trataba tanto los asuntos privados como los públicos, y registraba tanto las declaraciones de sucesión y las adquisiciones como las ventas de fincas rústicas. El tribunal era totalmente independiente y tenía poder para ordenar investigaciones a fondo y dictar condenas, fuera cual fuese la falta cometida. Si el asunto le parecía demasiado complejo, lo transmitía directamente al tribunal del visir, la más alta instancia jurídica del país.
Al no poder ignorar la denuncia del vendedor de asnos, Kenhir lo recibió en el exterior de la aldea, en el pequeño despacho que se había acondicionado en la zona de los auxiliares.
—Hacer una acusación contra el jefe de seguridad es muy grave —le advirtió al mercader—. Su reputación de probidad está muy bien establecida.
—La reputación es una cosa, y los hechos, otra. Tengo la prueba de que Sobek es un ladrón y quiero que sea condenado.
—Ya sabes a lo que te expones… Si la prueba no es válida, recibirás un severo castigo.
—Cuando se exige un derecho, nada debe temerse de la justicia.
—Así pues, ¿quieres seguir adelante con la denuncia?
El mercader afirmó con la cabeza.
Bajo la presidencia del escriba de la Tumba, el maestro de obras, el guardián que había recibido la denuncia, la mujer sabia, Uabet la Pura, un policía nubio, Thuty el Sabio y Userhat el León formaron el tribunal que, excepcionalmente, se instaló ante la gran puerta del recinto. Cuando el acusador y el acusado pertenecían a la cofradía, el tribunal se reunía en el patio del templo principal.
En el presente caso, tanto el uno como el otro pertenecían al exterior, y no podían, pues, ser recibidos en el corazón de la aldea. Puesto que el cargo de jefe de seguridad estaba bajo la autoridad del escriba de la Tumba, Sobek debía ser juzgado por el tribunal local.
Los jurados se habían puesto pesadas vestiduras almidonadas para la ocasión, y llevaban grandes pelucas que modificaban su aspecto y su fisonomía. Si el demandante esperaba poder identificar a un artesano, había perdido el tiempo.
Según el sistema judicial en vigor, el acusado y el acusador debían comparecer personalmente ante el tribunal y exponer sus respectivos puntos de vista, tomándose el tiempo que fuera necesario. El mercader y el jefe de seguridad estaban sentados en unos taburetes. Tanto el uno como el otro parecían muy seguros de sí mismos y evitaban mirarse a los ojos.
—La parcialidad es la abominación de Dios —declaró Kenhir—. Este tribunal actuará para con quien le es cercano del mismo modo que para con aquel a quien no conoce. No se mostrará injusto con el débil para favorecer al poderoso y sabrá proteger al débil del fuerte, distinguiendo la verdad de la mentira. Imploremos al dios oculto que interviene en favor del infeliz angustiado para que ilumine este tribunal y pueda pronunciar la sentencia adecuada.
El escriba de la Tumba miró al acusador y, luego, al acusado.
—Exijo un lenguaje claro, que todos comprendan, sin retorcidos argumentos ni explicaciones embrolladas. Formula tu acusación, mercader.
—El jefe Sobek me encargó un asno. Nos pusimos de acuerdo en el precio y le fue entregado. Sin embargo, ahora se niega a pagarme la suma convenida: una pieza de tela, un par de sandalias, un saco de centeno y un saco de harina. La factura fue debidamente registrada y no puede ser discutida.
—¿Qué respondes a eso, Sobek? —preguntó Kenhir.
—El mercader es un ladrón y un mentiroso. Me fue entregado un asno, es cierto, pero se trataba de un animal viejo y enfermo. Así pues, no tengo que pagar nada y soy yo quien debería haberle denunciado.
—Eso es falso —repuso el mercader—. El asno que entregué era un macho joven y vigoroso, en perfecto estado de salud. Además, aquí tengo un documento firmado por testigos cuando hice la factura.
El mercader entregó al presidente del tribunal una tablilla de madera en la que, con caracteres cursivos, se describía el asno y se indicaba su precio. En ella figuraban los nombres de tres testigos que certificaban la validez de las indicaciones.
—Yo también tengo un testigo —objetó Sobek—: el policía que vio el viejo animal y al que ordené llevarlo a un palmeral para que terminara allí sus días apaciblemente.
—¿Tienes algún documento escrito?
—¡Claro que no! ¿Por qué iba a tomar semejante precaución?
—Que Userhat el León vaya a buscar al policía para que testifique —exigió el escriba de la Tumba.
El subordinado de Sobek compareció ante el tribunal. Estaba muy impresionado y le costaba encontrar las palabras.
—¿Recuerdas un asno que le fue entregado al jefe Sobek?
—Ah, sí, sí… Era un asno.
—¿Joven o viejo?
—Muy viejo… Apenas podía andar.
—¿Qué te ordenó el jefe Sobek?
—No estaba contento, porque había encargado un animal joven y vigoroso. Entonces me ordenó que lo llevara a un palmeral. Tras haber cumplido con el reglamento de salida, obedecí la consigna.
El presidente del tribunal se volvió hacia la mujer sabia, cuya intervención aguardaba, pero ella no dijo nada. Kenhir prosiguió.
—Será fácil averiguar la verdad. Ve a buscar al animal y tráenoslo inmediatamente.
Gracias a la protección de los parasoles y a las bebidas frescas, esperar no había sido una prueba muy dura. El mercader demostraba mucho optimismo, como si no debiera temer nada de aquella gestión. Su seguridad comenzaba a turbar a Sobek, que, sin embargo, estaba seguro de que obtendría su absolución y una severa condena para el tramposo. ¡Muy inconsciente tenía que ser para burlarse así del tribunal!
El policía, jadeante, se presentó de nuevo ante Kenhir.
—¿Dónde está el asno?
—Lo… Lo he buscado y no lo he encontrado.
—¿No te habrás equivocado de palmeral?
—No, elegí el más cercano. Además, su propietario tiene varios asnos… Pero el viejo no estaba donde yo lo dejé.
El mercader parecía eufórico.
—No cabe duda de que el jefe Sobek y su subordinado han inventado esta historia para no pagar por un asno que estaba perfectamente sano, y que habrán ocultado en algún lugar. El jefe Sobek creía que un modesto comerciante como yo no se atrevería a llevarlo ante la justicia y que podría salir airoso de su delito. Pero acaba de demostrarse la verdad y pido reparación, indemnización, pena y destitución de ese policía deshonesto.
—¿Qué puedes decir en tu defensa? —preguntó Kenhir al nubio.
—¡Qué este mercader es un mentiroso!
—Añado a mis acusaciones la de difamación —prosiguió el vendedor de asnos—, de la que son testigos todos los miembros de este tribunal.
—¿Tenéis algo más que añadir?
—¡Qué se haga justicia! —exigió el mercader.
—Soy inocente y he sido víctima de una maquinación —protestó Sobek, furioso—. Dejadme interrogar a este bandido y confesará.
—¡Ya basta, jefe Sobek! Unos policías os acompañarán a un fortín donde esperaréis el veredicto.