A Clara la habían llamado urgentemente para que fuera a visitar a la esposa de Userhat el León, que se quejaba de fuertes dolores en el pecho. Tras examinarla a fondo, la mujer sabia había descartado la hipótesis de una crisis cardiaca, y le había prescrito un tratamiento para regular el sistema neurovegetativo, no sin antes haberle hecho una manipulación vertebral, pues el mal estado de la espalda de su paciente era el origen de numerosos trastornos.
Cuando regresó a su casa, a media mañana, Clara se encontró a Paneb en el umbral, que estaba muy inquieto.
—Me gustaría hablar con Nefer de un problema de suministros para el taller de pintura, pero nadie sabe dónde está. Lo han visto salir del templo, tras el ritual de la mañana, pero ¿adonde ha ido luego?
—Tenía que ir a casa de los escultores.
—He pasado por allí, pero no lo habían visto.
—¿No estará hablando con Ched el Salvador?
—No, vengo de allí.
Clara y Paneb preguntaron a los vecinos, pero tampoco lo habían visto. Unos niños emitieron testimonios contradictorios, pues creyeron que se trataba de un juego.
Finalmente, tuvieron que rendirse ante la evidencia: el maestro de obras había desaparecido. Empezaba a soplar un fuerte viento, y Clara se recogió en su interior para no oír nada. Pensó intensamente en Nefer para intentar saber dónde estaba.
—No os preocupéis —dijo con voz tranquilizadora—. Ya sé adonde ha ido.
A muchas palmeras datileras les gustaba vivir con la cabeza al sol y los pies en el agua. Formaban unos muros vegetales contra el viento, llegaban a centenarias y, en otoño, ofrecían generosamente sus dulces frutos. Algunas se agrupaban entre los olivares y las viñas, otras formaban bosquecillos apartados de los caminos, pero todas eran modelos de generosidad, pues cada parte del árbol era útil. ¿Acaso no proporcionaba madera para la construcción y el mobiliario, fibras para fabricar sandalias y cestos, y sus palmas cubrían las callejas para preservar el frescor? Pero Nefer había elegido una vieja palmera solitaria, en el lindero del desierto, para meditar a la sombra de sus palmas. La leyenda afirmaba que Thot, el dios del conocimiento, había escrito en aquel lugar palabras de sabiduría, y que el faraón Amenhotep I, el fundador de la cofradía, había ido a recogerlas. ¿No obtenía el árbol su savia del océano de energía que bañaba el universo donde, durante «la primera vez», la tierra había aparecido como un islote?
El maestro de obras había ido a implorar la ayuda del dios para apaciguar el fuego que lo consumía. Aunque Ardiente fuera capaz de luchar contra las llamas, Nefer estaba convencido de que él no lo lograría. Aquella inquietud devoraba sus entrañas, y le hacía preguntarse lo mismo una y otra vez: ¿sería capaz de llevar la cofradía por el camino del éxito?
En aquellos momentos, llevar a cabo la Gran Obra le parecía un objetivo que no estaba al alcance de su mano, y no tenía derecho a mentir a quienes lo habían elegido como guía.
Decían los sabios que el auténtico Silencioso se parecía a un árbol de abundante follaje y dulces frutos que se dirigía apaciblemente a su término en un bonito jardín. El corazón de Nefer ya sólo era un árido paisaje donde la angustia y la incertidumbre habían hecho crecer malas hierbas. Iba, pues, a orar a Thot para que le preservara de inútiles palabras y le ofreciera el agua de su pozo, sellado para los charlatanes. Si su llamada no obtenía respuesta, moriría de sed, y la cofradía encontraría un maestro mejor.
—¿Has descubierto el manantial? —preguntó una dulce voz de mujer.
—¡Clara! ¿Conocías este lugar?
—Lo he visto, y te he visto a ti prosternado debajo de esta palmera.
—El dios no habla, y yo no tengo la fuerza necesaria para seguir con mi tarea.
—Escucha mejor, Nefer, y crea lo que te falte.
La mujer sabia se arrodilló y empezó a cavar en la arena con las manos. Apareció el brocal de un pequeño pozo circular. Su marido la ayudó a cavar, hasta que tocaron tierra húmeda.
—Al pie de una palmera de Thot, siempre hay un manantial oculto —dijo ella—. Haz que limpien este pozo y bebe de su agua; ésta procede de las estrellas. Apagará el fuego que te abrasa y revelará la energía que posees sin saberlo. Nada te apartará de tu tarea, maestro de obras, pues tu camino ha sido trazado por los dioses.
Entonces se abrazaron y se entregaron al inaudito lujo de una tarde de meditación y silencio a la sombra de las palmas. El maestro de obras comprendió que, sin la mujer sabia, la cofradía sólo hubiera sido un conjunto de hombres estériles, incapaces de llevar a cabo la Gran Obra.
Un fuerte viento barría el puesto de guardia, levantando nubes de arena que atacaban los ojos de los policías nubios. Sin embargo, vieron que se acercaba un carro a toda velocidad e, inmediatamente, apuntaron con sus lanzas mientras el jefe de puesto tendía el arco.
El carro frenó bruscamente, y los dos caballos se encabritaron y relincharon. Del vehículo descendió un hombre robusto, de ancho pecho. Se dirigió hacia los guardias, muy seguro de sí mismo, como si sus armas no existieran.
—Soy el general Méhy, administrador principal de la orilla oeste. Avisad al maestro de obras de que he llegado.
Un nubio corrió hasta el quinto fortín para avisar a Sobek, que decidiría qué había que hacer.
El jefe de seguridad ordenó al guardián de la puerta que informara a Nefer, que abandonó el trazado del plano de la tumba de Merenptah para ir al encuentro de aquel visitante de rango.
Iba acompañado por Negrote, que estaba encantado con el imprevisto paseo. El maestro de obras no se había arreglado; llevaba la cabeza y los pies desnudos. Iba vestido con un simple taparrabos y parecía un modesto obrero, en comparación con Méhy, cuya ostentosa elegancia revelaba su riqueza.
—Gracias por haber aceptado la entrevista, Nefer.
—¿Qué deseáis?
—¿Podríamos hablar en privado?
—Seguidme.
El maestro de obras se alejó del puesto de guardia y recorrió un centenar de metros por el seco lecho de un ued. Méhy, que detestaba el desierto, tuvo cuidado de no estropear sus hermosas sandalias de cuero. El perro, generalmente tan exuberante, se mantenía a buena distancia del general y lo observaba con desconfianza.
—Aquí estaremos tranquilos —dijo Nefer—, pero no puedo ofreceros más asiento que un bloque de piedra.
—Me conformaré con ello… Encontrarme con vos supone tal privilegio que las condiciones materiales no importan.
—Tenéis tan poco tiempo como yo, Méhy. ¿Y si fuerais al grano?
—Se trata de un expediente delicado y confidencial que soy incapaz de tratar sin vuestra ayuda… Daktair, el director del laboratorio central, acaba de confeccionar una lista de productos que necesita. La mayoría de ellos no plantean dificultad alguna. Pero no ocurre lo mismo con el asfalto y la galena, que reclama con urgencia porque las existencias están agotadas. Según él, la penuria se explica por la falta de una expedición que debería haberse organizado si Ramsés el Grande no nos hubiera abandonado.
—Suponiendo que yo dispusiese de esos productos, estarían exclusivamente reservados al Lugar de Verdad.
—En ese punto, estamos totalmente de acuerdo, claro está.
—En ese caso, la entrevista ha terminado.
—No vayáis tan de prisa. Sin duda, sabéis que, durante estas expediciones, un artesano del Lugar de Verdad siempre era asociado a los mineros para dar indicaciones técnicas y tomar la parte reservada a la cofradía.
—Estáis bien informado.
—Simplemente he consultado los informes oficiales; y éste es el núcleo del problema: Daktair solicita autorización para dirigir un grupo de soldados y mineros hasta los parajes donde se recogen estos productos, y no veo razón alguna para negárselo. Pero es imposible llevar a cabo la empresa sin la presencia de un miembro de la cofradía que sólo vos podéis designar.
Mientras el maestro de obras se tomaba tiempo para pensar, Méhy lo observaba fijamente. Sin duda alguna, el hombre era de la raza de los grandes: tenía el rostro grave, la mirada profunda, una fuerte personalidad, poder de decisión, rigor de palabra… A la cabeza de la cofradía había un verdadero jefe que, sin duda, sería un temible adversario.
En aquel instante, en el desierto hostil, ante el maestro de obras a quien veía por primera vez, Méhy tomó plena conciencia del combate que debía librar. El general sentía que sus fuerzas se multiplicaban ante la idea de obtener la victoria sobre un enemigo digno de él y de someter, por fin, aquella orgullosa cofradía que se había atrevido a rechazarlo.
—¿No podemos retrasar la expedición? —preguntó Nefer.
—Según Daktair, no; pero me someteré a vuestra decisión.
El maestro de obras no podía privar de aquellos productos a la región tebana, y él mismo los necesitaba para un uso muy concreto.
—Designaré a un artesano —anunció—; la expedición deberá estar lista para partir dentro de cinco días. Preparad diversos asnos robustos.
—¡Me habéis salvado la vida!
—Deseo que el trabajo en los parajes de explotación se haga lo más rápido posible.
—Daré órdenes estrictas. Una vez más, gracias… ¿Me haríais el honor de aceptar una invitación a cenar?
—Lo siento, pero he apartado de mi existencia cualquier mundaneidad.
Tan hábil como un corzo, Negrote saltó de piedra en piedra para regresar a la aldea. Nefer lo siguió.
Si hubiera tenido un arco, y hubiera estado seguro de poder actuar con absoluta impunidad, Méhy le habría disparado, de buena gana, una flecha en la espalda al maestro de obras. Pues era preferible no afrontar de frente a un guerrero de su talla.