En la primera estancia de su confortable morada, Userhat el León había rendido homenaje a los antepasados depositando flores en la mesa de ofrendas y se divertía transformando un pedazo de sicómoro en un pato de alas articuladas con el que sus dos hijas jugarían durante horas.
—Te estaba esperando —le dijo al maestro de obras.
—Y yo espero que me des una explicación.
Userhat dejó el cincel y el futuro pato, y se enfrentó con Nefer el Silencioso. El poderoso torso del artesano temblaba de indignación.
—Soy el jefe escultor del equipo de la derecha, e incluso mis colegas del equipo de la izquierda me consideran su maestro. ¿No es así?
—Así es.
—En ese caso, no puedo admitir el injurioso comportamiento de Ipuy el Examinador para conmigo. Desde que sujetó un abanico para dar sombra al faraón, el muy presumido cree que todo le está permitido. Así pues, he tomado una determinación: mientras no sea excluido de la cofradía, no volveré al trabajo y el taller de escultura permanecerá cerrado.
El maestro de obras hubiera podido indignarse y recordar a Userhat que su actitud no se adecuaba a la regla de la cofradía y que no era mucho mejor que la de Paneb. Pero eso hubiera supuesto echar más leña al fuego y hubiera podido agravar la situación, cuando Silencioso necesitaba un equipo coherente para emprender dos obras importantes.
Así pues, Nefer prefirió sentarse en un taburete e intentar vaciar el absceso.
—¿Qué le reprochas a Ipuy?
El jefe escultor se sentó también.
—¿Sabes cuánto vale un buen cerdo?
—Unos dos cestos ordinarios —estimó el maestro de obras.
—Pensaba comprar tres y ofrecía un precio excelente: ¡un cesto de lujo! El trato parecía cerrado, pero el vendedor me avisó de que tenía un cliente mejor que le ofrecía… ¡una cama! Una cama sencilla, pero de todos modos… Una oferta exorbitante, que no tenía relación alguna con el valor real de los tres cerdos. ¿Y sabes quién es el deshonesto que se divierte provocando esta inflación? Ipuy el Examinador, mi colega escultor. Sabía muy bien que yo iba a comprar esos cerdos, pero él estaba dispuesto a adquirirlos a cualquier precio con tal de burlarse de mí.
—Tienes razón… Pero ¿a qué viene esta rivalidad?
—Porque no estamos de acuerdo sobre el precio de venta de una estatua de calcáreo que debemos entregar al superior de los graneros de Karnak. Ipuy exige demasiado para mi gusto, y se niega a admitir mi punto de vista. ¿Acaso no soy su superior? ¡Pues que me obedezca! De lo contrario, se acabó la escultura.
—Tienes razón.
El rostro de Userhat se iluminó.
—Te he apoyado siempre, Nefer, y no lo lamento. ¿Cuándo reunirás el tribunal para decidir la expulsión de Ipuy?
—Hay algo más urgente que eso.
—Ah… ¿Qué?
—Advertir al vendedor de cerdos de que no realice ninguna transacción más a precios tan exorbitantes. Si persiste, nadie más le comprará sus animales; y si sólo Ipuy persiste, se arruinará.
—Bien, bien… Pero ¿y el precio de la estatua?
—Ya te lo he dicho, tienes razón: se acabó la escultura. El encargo queda anulado, no entregaréis ninguna estatua al superior de los graneros. Ipuy lo habrá perdido todo y tu honor estará a salvo.
—Es cierto, pero perderemos una buena ganancia… Tal vez pudiéramos transigir.
—¿Tú, transigir con Ipuy?
—No, claro, pero de todos modos… Con tu autoridad, podrías hablarle y hacer que admitiese su error. Terminaríamos la estatua y la venderíamos al precio que tú determinaras.
—En estas condiciones, ¿aceptarías reconciliarte con Ipuy?
Userhat el León ofreció agua fresca al maestro de obras.
—En el fondo, no es un mal tipo… ¡Pero el jefe escultor soy yo!
—¿Y si fuéramos a abrir el taller?
Userhat hinchó el pecho.
—Es mi deber y estoy orgulloso de cumplirlo. Dime, Nefer… ¿crees que yo también soy algo presumido y, tal vez, más estúpido que Ipuy?
—Lo importante es la obra que debemos realizar. No tengo ganas de juzgaros, ni al uno ni al otro.
Ante la mirada de Nefer el Silencioso, Renupe el Jovial cortaba madera mientras Ipuy el Examinador afinaba, con una azuela, un pilar de «estabilidad». En una esquina del taller había una máscara funeraria y un sarcófago.
Userhat el León había terminado el esbozo de la estatua, que representaba a un dignatario arrodillado, con las palmas de las manos apoyadas en los muslos y la mirada levantada al cielo. Ahora estaba acabando el primer pulido con pasta abrasiva a base de polvo de cuarzo, que aplicaba con suavidad.
Era fascinante verlo trabajar: acariciaba la estatua, le murmuraba confidencias sobre el modo en cómo iba a darle vida y mantenía un ritmo tan regular que exigía un total dominio de su aliento y de su mano.
Userhat le dio una sierra a Ipuy.
—Ahora te toca a ti.
Sus miradas se enfrentaron. En la de Userhat había un rigor exento de animosidad; en la de Ipuy, respeto y amistad.
Examinador advirtió las líneas rojas que Userhat había trazado sobre el calcáreo, para poder definir los contornos de la estatua. Con notable seguridad de ejecución, cortó los pedazos de piedra inútiles para obtener la silueta que deseaba el jefe escultor.
La figura del hombre que oraba ya empezaba a tomar la forma definitiva.
Renupe el Jovial, contento de ver a sus colegas reconciliados, se encargó, con entusiasmo, del segundo pulido.
—Cuando hayas terminado —anunció Userhat—, haré las orejas, los ojos y las manos con una broca de sílex; Ipuy separará las piernas con la ayuda de un tubo de cobre hueco, haciéndolo girar entre las manos, y yo mismo procederé al último pulido, el más delicado, pues fijará para siempre el modelado del rostro y el cuerpo. ¡Será una hermosa estatua, compañeros, os lo prometo!
—Apresuraos a terminarla —exigió el maestro de obras—, pues no os faltará trabajo en los meses que están por venir. Necesitaremos nuevas estatuas de madera para la fiesta de Amenhotep I, nuestro fundador, y varias estatuas de culto del faraón Merenptah.
Los tres escultores deberían haber esperado aquella decisión, pero puesta en boca del maestro de obras adquiría otra dimensión. De pronto, se dieron cuenta de la magnitud y la dificultad de la obra que debían realizar.
—Necesitaremos una gran cantidad de piedras de primera calidad —avisó Userhat el León.
—Hoy mismo enviaré mensajes a las principales canteras —prometió Nefer—. También dispondréis de herramientas nuevas y de todo el material necesario.
—¿Tendremos menos días de vacaciones?
—Para seros franco, sí, es probable. El Lugar de Verdad tendrá que mostrarse a la altura de su reputación, y creo que será preciso evitar las pérdidas de tiempo.
—No vamos a aburrirnos —advirtió Jovial rascándose la cabeza—. ¿Cuándo dispondremos de un retrato oficial del rey?
—Aquí está —dijo el maestro de obras descubriendo un modelo de yeso que representaba un austero Merenptah, la nobleza de cuyos rasgos era digna de Ramsés el Grande.
—No has perdido la mano —dijo Userhat—. Tú eres el verdadero maestro escultor.
—Tú me enseñaste todo lo que sé… Cuento con vosotros para crear colosos, estatuas de pie como Osiris, estatuas sentadas y otras en posición de ofrenda.
Ched el Salvador entró en el taller y miró muy interesado todos los trabajos que estaban en curso.
—Es agradable tener colegas competentes —reconoció con leve desdén—. ¿Puedo robaros al maestro de obras por unos instantes?
En el lenguaje del pintor, aquello se trataba de una urgencia.
Sin embargo, Ched no perdió la compostura mientras ascendía hacia la tumba de Kenhir.
—Quería que vieras en seguida la última hazaña de Paneb el Ardiente.
Una preocupación más… El maestro de obras se preguntaba cuántas sorpresas le reservaba aún aquel día agotador.
Ched el Salvador se detuvo ante la pared en la que Paneb había retomado y modificado la representación del sacerdote haciendo ofrenda al dios Ptah. Estaba iluminada por una suave luz que ponía de relieve la finura del trazo y la belleza de los colores.
—Pero… ¡si es espléndido! —juzgó Nefer.
—¿Verdad que sí? Ha nacido un gran pintor.