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Al jefe Sobek le gustaba su oficio y era un buen policía. Como todo buen policía, tenía un agudo sentido del peligro, y en aquellos momentos lo presentía muy cerca, en el interior del Lugar de Verdad. Diez años de vanas investigaciones no habían embotado su deseo de descubrir al asesino del policía nubio y al hombre que deseaba perjudicar a Nefer el Silencioso. La misma hipótesis se repetía en su mente una y otra vez: el monstruo se ocultaba en la aldea y pertenecía al equipo comandado por Nefer el Silencioso.

Aunque, quizá, con la desaparición de Ramsés y el nombramiento de Silencioso como maestro de obras, el criminal hubiera decidido no volver a actuar nunca más. Pero Sobek no lo creía posible, y estaba seguro de que aquel demonio perseguía un objetivo concreto.

Ahora Nefer estaba más expuesto que nunca.

Forzosamente, el traidor tenía cómplices en el exterior, como el tal Abry, que no se había suicidado, sino que le habían suprimido para impedirle que hablase. ¡Abry, el administrador principal de la orilla oeste, el protector oficial del Lugar de Verdad! Su desaparición había hecho perder el rastro de una importante pista, pero tal vez Sobek lograra recuperar los hilos de la conspiración, identificando al artesano que había renegado de su juramento.

El nubio acababa de tomar, pues, una decisión que no comunicaría a nadie: utilizando todos los medios de los que disponía, iba a seguir el rastro de cada uno de los miembros del equipo de la derecha. Si era verdad que una bestia inmunda se ocultaba en su seno, seguramente acabaría cometiendo un error. Era su única oportunidad de tener éxito, y no iba a dejar que se le escapase.

—Jefe —le avisó uno de sus hombres—, ha llegado el asno.

—¿El asno? ¿Qué asno?

—Bueno… El que encargasteis, al parecer.

—¡Ah, sí, es cierto! Dile al vendedor que le pagaré esta misma semana.

Sobek escuchó los informes de los policías nubios, que no le revelaron incidente alguno. El Valle de los Reyes estaba bien custodiado y ningún sospechoso había intentado acercarse. Pero la tropa se quejaba del número de horas de vigilancia que se veía obligada a realizar, aunque la situación pareciera tranquila. Además, ese exceso de trabajo estaba muy mal pagado.

El jefe Sobek se enfadó muchísimo al oír sus palabras.

—Pero ¿dónde creéis que estáis, pandilla de imbéciles? ¡No os encargáis de la vigilancia de un almacén de grano, sino de la protección del Lugar de Verdad! Servir aquí es un honor, y el que no lo comprenda puede presentar su dimisión inmediatamente.

Las quejas cesaron, y todos volvieron a sus puestos mientras Sobek examinaba al asno.

—¿Cuánto pide el mercader?

—Una pieza de tela, un par de sandalias, un saco de centeno y otro de harina —respondió el centinela.

—¡Me está tomando el pelo! Este pobre animal es viejo y está enfermo, es incapaz de recorrer los senderos de la montaña. Que lo lleven a un palmeral para que pueda terminar sus días apaciblemente.

El mercader de asnos se inclinó ante Méhy.

—He seguido vuestras instrucciones.

—¿Entregaste un animal viejo al jefe Sobek?

—Tan viejo que apenas puede andar.

—¿Y pediste un buen precio?

—El de un asno sano.

—¿Registraron el bono de entrega?

—Naturalmente, pero con la descripción de un animal vigoroso, que vieron varios testigos cuando salió de mi cercado.

—Perfecto… Así pues, Sobek está obligado a pagarte. Sobre todo, no le acoses y deja que pase el tiempo. Tengo una buena noticia para ti, mercader: la administración te encarga un centenar de asnos. Los animales deben ser resistentes, y su precio, moderado; me preocupan mucho las finanzas públicas.

Paneb había trabajado día y noche para librarse lo antes posible de la tarea que le había impuesto el maestro de obras. A fin de cuentas, había tenido ocasión de aprender una nueva técnica, la de la escultura de estelas, y de perfeccionar un tipo de dibujo que, hasta entonces, había practicado poco.

Como el vino de Turquesa era excelente, la jaqueca del joven coloso no había durado mucho. Y como Aperti se portaba a las mil maravillas, al igual que su madre, Paneb no había lamentado, ni por un instante, la pequeña fiesta que seguía suscitando la reprobación de la aldea. El culpable estaba aislado en su taller, por lo que tenía la suerte de no oír los comadreos.

Cuando apareció Nefer el Silencioso, el pintor ayudante estaba dando una última pincelada verde en la oreja de un Osiris.

Había modelado más de un centenar de orejas: negras, como las de la ilustre reina Ahmes-Nefertari, fundadora de la cofradía femenina del Lugar de Verdad; amarillas, como las de su real marido, Amenhotep I, venerado por los constructores; de un azul oscuro, para evocar el cielo por donde circulaba el aire creado por los dioses; orejas de calcáreo, de siete centímetros de largo, cuatro de ancho y dos de grueso; y otras esculpidas en relieve o bajorrelieve en estelas que iban a depositarse en las capillas.

—Sólo te pedí diez pares de orejas como ofrenda al templo —dijo el maestro de obras.

—Le he tomado gusto… Con todas estas orejas, los dioses podrán oír las plegarias de toda la aldea.

—La magia debe actuar en ambos sentidos, Paneb; que nos escuchen, en efecto, pero, sobre todo, que les escuchemos nosotros, y tú en especial. ¿Acaso has olvidado, que un servidor del Lugar de Verdad es «el que escucha la llamada»? Si sólo te escuchas a ti mismo, puedes volverte sordo al espíritu de la aldea.

—«Escuchar es lo mejor»… ¡Pero si sólo hago eso desde hace diez años!

—Estás exagerando; además, ¿crees que un artesano termina de escuchar algún día?

—Deja de sermonearme. ¿Distribuyo yo mismo las orejas?

—¿Acaso lo dudas?

Nakht el Poderoso interrumpió a los dos hombres.

—Una tragedia —dijo penosamente—, una horrible tragedia… El niño… ¡Ha muerto!

Paneb salió del taller como una flecha y corrió hasta su casa.

¿Por qué le hería el destino de un modo tan cruel? ¡A fin de cuentas, emborracharse no era una falta tan grave contra los dioses! Sí, estaba demasiado orgulloso de su talento, y su ego se había hinchado en las últimas semanas, pero el chiquillo no era responsable de ello.

Uabet la Pura descansaba en la primera estancia.

—Paneb… ¡Pareces trastornado!

—¿Cómo ha ocurrido?

—¿De qué estás hablando?

La tomó por los hombros.

—¡Dímelo, Uabet, quiero saberlo!

—Pero… ¿de qué estás hablando?

—De mi hijo… ¿Cómo ha muerto?

—¿Qué estás diciendo? ¡La nodriza le está dando el pecho!

Paneb corrió hasta la alcoba. Aperti mamaba con avidez, sin ni siquiera tomar aliento.

—Ya se ha engordado —dijo la nodriza—; realmente tenéis un hijo muy hermoso.

Uabet la Pura se dirigió a su marido.

—Hablabas de un niño muerto…

—Nakht me ha avisado…

Aterrorizados, los aldeanos se reunieron en el lugar del drama. La mujer sabia, que había sido avisada urgentemente, sólo había podido comprobar la muerte de un muchacho que había querido jugar al equilibrista en el resalto de una terraza para deslumbrar a una chiquilla y había caído de cabeza a la calle. El destino había querido que chocara con los peldaños de una escalera.

Nadie se atrevía a tocar el cadáver. Paneb levantó dulcemente el cuerpecito desarticulado y lo mantuvo contra su pecho, como si el chiquillo estuviese dormido. Un hombre salió del grupo, con el rostro marcado por el sufrimiento.

—Es mi hijo —dijo el orfebre Thuty—. Mi segundo hijo… Sólo tenía cinco años.

—¿Quieres cogerlo?

—No, Paneb, me falta valor… Gracias por tu ayuda, gracias de todo corazón.

La madre se había desmayado y la mujer sabia la estaba atendiendo. El maestro de obras se había puesto la túnica estrellada de sacerdote de resurrección y había pedido a varios artesanos que se purificaran para ayudarle en los ritos funerarios.

Los aldeanos, muy conmocionados, se dirigieron en procesión hacia el cementerio del este donde, en su parte baja, eran enterrados los niños que morían. Unas ánforas recibían los fetos y los bebés que nacían muertos; unos cestos redondos u ovalados, a los lactantes que la muerte había arrebatado, burlándose de las protecciones mágicas.

Didia el Generoso ofreció para el hijo del orfebre un cofre rectangular, de sicómoro, con la tapa plana, que tenía guardado en su taller.

Mientras Nefer el Silencioso celebraba un corto ritual que anunciaba el regreso del niño al inmenso cuerpo de su madre celestial, Paneb envolvía el pequeño cadáver en una tela de lino y lo tendía en el sarcófago, donde Turquesa había depositado dos vasijas que contenían pan, uva y dátiles que le servirían de provisiones en los caminos del más allá.

Luego, bajaron el ataúd a una fosa, y el dios de la tierra lo absorbió para transformarlo en una barca que navegaría por las extensiones acuáticas del cosmos.

De acuerdo con su regla, los artesanos del Lugar de Verdad eran sus propios sacerdotes y no necesitaban ayuda alguna del exterior. Toda la aldea llevaría luto y nadie olvidaría las lágrimas de Paneb que, hasta el momento de separarse del muchachito, había querido creer que su calor y su energía lo devolverían a la vida.