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La mujer sabia había solicitado a seis sacerdotisas de Hator que ayudaran a Uabet la Pura a parir en su casa. Todas mostraban semblantes circunspectos, pues sabían que la llegada al mundo de un niño era un momento muy delicado. Era preciso conseguir separarlo del cuerpo de su madre sin que fuera alcanzado por ningún maleficio, con la esperanza de que las potencias creadoras lo animaran y no abandonaran su espíritu en el instante del nacimiento.

Clara había echado grasa de pájaro e incienso al fuego; luego, había dispuesto dos piedras cubiertas de textos mágicos, según los cuales Thot fijaba la duración de la vida y el destino del recién nacido. Mientras tanto, sus ayudantes habían mitigado el dolor de la parturienta introduciendo en su vagina una pasta compuesta de leche, hinojo, resina de terebinto, cebolla y sal.

La frágil Uabet, cuyo vientre se había dilatado de un modo espectacular en los últimos días, no disimulaba su inquietud.

—¿Todo es normal?

—Tranquilízate —le dijo Clara—, el parto es inminente y ni siquiera tendremos que administrarte calmantes para atenuar el dolor. Todo va perfectamente.

—Tengo la impresión de que mi bebé es muy grande… ¿No me desgarrará?

—No, no temas. A pesar de que son pequeñas, tus caderas están hechas para parir.

Las contracciones se aceleraron. Las sacerdotisas desnudaron a Uabet y la ayudaron a acuclillarse, manteniéndole el busto erguido.

Como Clara había predicho, el niño nació sin complicaciones, y emitió un grito tan potente que alertó a buena parte de la aldea.

—¿Por qué no me dejan entrar? —dijo Paneb enojado.

—Porque el ritual del nacimiento es cosa de mujeres —respondió Pai el Pedazo de Pan—. Tu presencia sería inútil y peligrosa.

—¡Pero mi hijo está a punto de nacer!

—La mujer sabia y sus ayudantes saben lo que hacen.

—¿Cómo se educa a un niño, Pai?

—Sea como fuere, un chiquillo es siempre como un bastón retorcido que tiene dos defectos: la sordera y la ingratitud. Es preciso abrirle, en seguida, la oreja que tiene en la espalda [2], hablarle de sus deberes, hacerle comprender todo lo que debe a sus padres y enseñarle a respetar a los demás. Entonces comenzará a enderezarse y podrá ser educado.

—Si mi hijo se parece a mí, la cosa no va a resultar fácil.

La puerta se abrió, y apareció Clara, que estaba radiante.

—Un chico… Un chico magnífico que pesa, por lo menos, seis kilos.

Paneb entró en la habitación perfumada con jazmín, donde su esposa descansaba en un confortable lecho, con su enorme bebé en brazos. Tenía una hermosa mata de pelo negro y dos dientecitos. El padre, muy sorprendido, pasó el dedo índice por debajo de ellos.

—Nunca había visto nada parecido —reconoció la más vieja de las parteras—. El cordón umbilical era tan grueso que nos ha costado cortarlo.

Paneb estaba maravillado. Era evidente que su colosal hijo no entraría en la categoría de los flacuchos y los dolientes.

—¿Estás orgulloso de mí? —le preguntó Uabet con una vocecilla fatigada.

Ardiente besó a su esposa en la sien.

—¿Puedo cogerlo?

—¡Ten cuidado!

—Será un luchador, estoy seguro.

La madre proporcionaba la carne del niño; el padre, su esqueleto; y en los huesos de un muchacho se formaba su esperma. A juzgar por el tamaño de los de aquel recién nacido, Paneb podría estar tranquilo sobre sus facultades genitales.

Clara ofreció a la joven mamá miel y un pastel de nacimiento, «el ojo dulce de Horus». Una sacerdotisa majó finamente las puntas de unos tallos de papiro para obtener un polvo que mezcló con leche de la parida; luego, haría beber la mixtura al bebé antes de que fuera amamantado por una nodriza de generosos pechos.

—¿Se han tomado todas las precauciones? —preguntó Paneb.

Clara puso en el cuello del recién nacido un fino collar de lino, con siete nudos, del que colgaba un pequeño pedazo de papiro doblado, que contenía fórmulas de protección contra las fuerzas oscuras, un minúsculo diente de ajo y una cebolla.

—Sólo la luz salvará al niño de la muerte que llega sigilosamente —afirmó—. Ningún demonio brotará de las tinieblas para llevárselo, pues mantendremos una lámpara encendida durante la noche y velaremos por él.

Paneb, más tranquilo, planteó un tema esencial.

—¿Qué nombre le pondremos, Uabet?

La madre debía elegir. Podía atribuirle uno que sería utilizado durante los primeros años de su existencia y mantener otro en secreto; éste sólo sería revelado cuando el niño pusiera de manifiesto su cualidad principal.

—Bastará un solo nombre —decidió Uabet la Pura—; nuestro hijo se llamará Aperti[3], «el que tiene mucha fuerza».

A medianoche, un gran escándalo inundó las calles de la aldea. Al principio fue sólo la voz de un hombre borracho, luego, otra más vacilante y, por último, una tercera que intentó repetir, empeorándola, la zafia melopea de sus dos compañeros.

Los tres juerguistas proclamaron con tanta fuerza su amor al vino, a las mujeres y a la libertad que despertaron a toda la aldea, e hicieron que los niños lloraran y los perros ladraran.

Harta, la esposa de Pai el Pedazo de Pan salió para identificar a los alborotadores y ordenarles que se callaran.

Cuál no sería su sorpresa al descubrir a su marido, jadeante, colgado del brazo de Paneb, al igual que el escultor Renupe el Jovial, incapaz de mantenerse en pie sin la ayuda del joven coloso.

Aterrado al ver a su esposa, Pai cayó pesadamente al suelo.

—Puedo explicártelo todo… Hemos festejado el nacimiento del hijo de Paneb y…

—¡Entra en casa inmediatamente!

—Somos hombres libres —declaró orgullosamente Renupe el Jovial—, y aún no hemos terminado de festejarlo.

La matrona abofeteó al escultor, incapaz de responder, y cogió a su marido por el cuello y tiró de él, hasta el punto de arrancarle un grito de dolor.

Paneb soltó una carcajada, empezó a cantar otra vez mientras vaciaba una jarra de vino y se detuvo delante de la casa de Turquesa.

Y entonces se le ocurrió una idea tan divertida que sorprendería a la aldea entera.

Cuando la hermosa Turquesa abrió la puerta de su casa, había una multitud delante de ella. Estaban contemplando el retrato de cuerpo entero que Paneb —que ahora estaba dormido en medio de la calleja— había hecho de su amante. La había representado desnuda y tocando el laúd. Sólo llevaba puesto un delicado cinturón de cuentas, cuya finura sólo servía para subrayar las admirables formas de la joven.

La gente hacía comentarios, que no eran precisamente elogiosos, y acusaban a Paneb de tener «la boca inflamada» y el corazón demasiado ardiente. Nakht el Poderoso comenzó a borrar la escandalosa obra.

—¿Sabéis qué fechoría se ha atrevido a cometer? —clamó una sacerdotisa—. ¡Ha robado vino de las mesas de ofrendas destinadas a los muertos!

—Dejad de decir idioteces —intervino Turquesa—. Todo lo que Paneb ha bebido procede de mi bodega. Sólo una persona podría ofenderse por su pintura: yo. Y no lo estoy. ¿Acaso es un delito estar de fiesta?

—¡De ese modo, sí! —objetó la esposa de Pai el Pedazo de Pan—. Hasta hoy, la aldea ha vivido tranquilamente, y ese alborotador de Paneb no va a romper esa tranquilidad.

—¿Acaso tú no has sido nunca joven? —le preguntó Turquesa.

—¡Nunca me emborraché hasta perder el conocimiento y estoy orgullosa de ello! Este gamberro no merece ningún tipo de indulgencia.

Ched el Salvador se acercó. Como siempre, se había perfumado e iba impecablemente afeitado.

—No olvidéis que se ha convertido en mi ayudante y que le espera un trabajo muy duro. Por mi parte, considero necesario olvidar el incidente.

Se inició un animado debate entre los aldeanos. Y la conclusión, proclamada por Casa la Cuerda, se impuso por sí misma:

—¡Recurramos al maestro de obras! Él encontrará la solución.

Nefer el Silencioso, que había trabajado hasta muy avanzada la noche en el plano de la tumba de Merenptah, acababa de llegar en ese preciso instante al lugar del tumulto.

Ante la acumulación de testimonios contradictorios, al maestro de obras le costó un poco forjarse una opinión clara sobre el asunto. La intervención de Turquesa, que fue breve y precisa, le ilustró algo más.

—Dispersaos —ordenó—, y dejadme solo con Paneb.

Al ver el rostro colérico de Silencioso, la esposa de Pai el Pedazo de Pan estaba convencida de que el juerguista iba a pasar un mal momento.

El maestro de obras puso un poco de agua de una gran jarra en una copa y roció el rostro de Paneb, cuyo sueño no se había visto turbado por los gritos de los aldeanos.

Ardiente se despertó sobresaltado y se incorporó, dispuesto a defenderse.

—¿Quién se atreve…?

—Tu jefe de equipo, Paneb. Aquél a quien debes respeto y obediencia.