Merenptah e Iset la Bella vivían felices momentos en el pequeño palacio del Lugar de Verdad. Lejos de la corte, de los halagadores y de los pedigüeños, la pareja real celebraba los ritos, visitaba los talleres, invitaba a su mesa al maestro de obras, la mujer sabia, el escriba de la Tumba y el jefe del equipo de la izquierda, para oírlos hablar de los trabajos y de la vida en la cofradía.
Kenhir lo sabía todo acerca de la historia de la comunidad e hizo sonreír varias veces al rey evocando los defectos de los artesanos y la profusión, en ciertas épocas del año, de los motivos para abandonar el trabajo, que él examinaba minuciosamente uno a uno.
Las tañedoras de Hator tocaron para la pareja real, que se interesó por las técnicas de los especialistas y acudió al paraje donde se tenía que construir el templo de millones de años de Merenptah. Nefer acompañó a Iset la Bella al Valle de las Reinas para mostrarle el emplazamiento de su morada de eternidad, mágicamente conectada con la del faraón.
Se estaba celebrando un banquete en memoria de los reyes que habían protegido a la cofradía, cuando el visir se presentó ante el monarca con rostro sombrío.
—¿Puedo hablaros en privado, majestad?
—¿No puedes esperar a que terminemos de comer?
—Me gustaría conocer vuestra opinión lo antes posible para transmitir de inmediato vuestras instrucciones a la capital.
La entrevista duró largo rato. Cuando Merenptah regresó, parecía preocupado.
—Mañana mismo vuelvo a Pi-Ramsés —anunció.
—¿Tendré tiempo de mostraros el primer plano que he preparado para vuestra tumba, majestad?
El rey, Nefer y Kenhir consultaron el documento depositado en la Casa de Vida. El maestro de obras se había ceñido a las reglas que estaban en vigor en la decimonovena dinastía, la de Seti y Ramsés.
—El plano me conviene y no deseo que sea modificado —sentenció el monarca—. Por lo que se refiere a la elección de los textos y las figuras, y a su distribución en las paredes, me enviarás otros planos, muy detallados. Y no lo olvides, maestro de obras: no puede haber ningún error. Cada elemento debe estar en su justo lugar.
Nefer sabía que una tumba real no se parecía a ningún otro monumento y que debía concebirse como un horno alquímico cuyo fuego producía eternidad. Inspirándose en el ejemplo de sus predecesores y asimilando todas las dimensiones de la ciencia sacra, Silencioso tendría que componer una partitura sin desarmonía alguna.
Nefer sintió pánico al entrever las enormes dificultades que entrañaba semejante obra. Para disipar aquella sensación, se puso manos a la obra consultando los papiros donde se habían conservado las palabras de los dioses.
Méhy, abrumado por el trabajo, debía dividir su tiempo entre sus dos despachos: el del cuartel general de las fuerzas armadas, en la orilla este, y el de la administración principal de la orilla oeste. Tanto en un caso como en el otro, había exigido que los locales fueran pintados de nuevo y amueblados de un modo lujoso. Como los trabajos no avanzaban con bastante rapidez, había exigido la presencia de más obreros.
A Méhy le encantaba aquella vida tan agitada: desplazarse de una orilla a otra, las citas, estudiar los expedientes, tomar decisiones… Por muy locales que fueran, sus responsabilidades se ejercían, sin embargo, en el marco de una región tan rica como prestigiosa, y le permitirían convertirse en uno de los personajes más importantes del país, sobre todo si lograba ser admitido en la corte de Pi-Ramsés.
Méhy, condenado a tener éxito en sus funciones oficiales para adquirir un prestigio de estadista, parecía uno de esos altos dignatarios satisfechos de sí mismo y de su fortuna. ¿Quién podía sospechar su verdadero objetivo?
Un oficial superior lo saludó.
—General, os reclaman urgentemente en la embajada.
—¿Ocurre algo?
—Parece que el rey se dispone a abandonar Tebas. Deben desplegarse todas las fuerzas de seguridad.
—Ahora mismo me ocupo de ello.
De hecho, la flotilla real ya no tardaría en levar anclas; Méhy tomó las disposiciones necesarias para mantener alejados a los curiosos.
El general le hizo una reverencia al rey cuando éste se embarcó, con aspecto preocupado. El visir le aguardaba en cubierta y ambos hombres se encerraron en la cabina central en seguida. Méhy conversó con varios dignatarios tebanos, intentando obtener algún tipo de información, pero nadie sabía nada y todos se preguntaban por la razón de tan precipitada marcha. Sólo un anciano que se apoyaba en un bastón dijo algo que parecía digno de interés.
—O una facción opuesta a Merenptah intenta tomar el poder en la capital, o se prepara un intento de invasión. Sea cual fuere la verdad, el cielo de Egipto se oscurece.
Paneb había asimilado las enseñanzas de Gau el Preciso y ya no cometía errores en el cuadriculado, sin ser por ello esclavo de una geometría rígida que habría desecado su mano.
Sin embargo, Gau le había corregido diversos detalles en repetidas ocasiones, y le había reprochado sus cálculos aproximados. Algunas veces, Paneb discutía sus correcciones; otras, le daba la razón, pero a menudo demostraba lo acertado de su punto de vista cuando pintaba.
Aunque Pai el Pedazo de Pan aceptaba de buena gana que Paneb se convirtiese en el ayudante de Ched el Salvador, que seguía paso a paso los progresos de su discípulo y no toleraba imperfección alguna, no ocurría lo mismo con Unesh el Chacal. Hacía ya mucho tiempo que había reconocido el genio de Ched y su superioridad sobre los dibujantes que le preparaban el trabajo, pero no estaba dispuesto a obedecer al joven Paneb, fueran cuales fuesen sus dotes.
Antes de llevar a Paneb al Valle de los Reyes para que trabajara en la decoración de la tumba de Merenptah, Ched el Salvador quería hacerle pasar por una prueba decisiva. Si fracasaba, nunca sería un verdadero pintor. Había pedido, pues, a los tres dibujantes que prepararan el ángulo de una pared, en la vasta tumba que ocuparía Kenhir. Y le encargó a Paneb que representara a un artesano, vestido con la túnica blanca del sacerdote puro, que ofrecía incienso al dios Ptah.
Cuando llegó con sus pinceles, sus cepillos y sus colores, la pared todavía no estaba preparada. Unesh estaba apoyado contra el muro, mordisqueando una cebolla, y sus rasgos recordaban, más que nunca, a los de un chacal.
—¿Dónde están los demás?
—Gau el Preciso está mal del estómago y Pai el Pedazo de Pan tiene un buen resfriado. Yo me corté, tontamente, un dedo mientras cocinaba. Hay días así, donde todo sale mal. Y por desgracia para ti, Ched examinará pronto tu pintura, que ni siquiera estará comenzada…
—Gracias por haberme esperado aquí para avisarme. Deberías regresar a casa.
—Tienes razón, mi herida podría infectarse. Voy a que me curen.
Paneb debería haberse resignado y admitir la derrota, pero prefirió luchar, aun sabiendo que estaba vencido de antemano. Trazó él mismo la cuadrícula, tras haber comprobado la buena calidad del revoque, preparó los colores y, violando toda regla, pintó directamente al personaje, sin dibujo preliminar. El tiempo ya no contaba y, aun cuando Ched apareciera para contemplar el fracaso de su discípulo, éste habría luchado hasta agotar todas sus posibilidades.
Transcurrió la mañana, luego el comienzo de la tarde, y Ched seguía sin aparecer. Paneb tuvo tiempo de completar su obra, aguzar uno u otro trazo y de comprobar el equilibrio de la escena.
De pronto, mil defectos le saltaron a la vista.
—¿Estás satisfecho con tu obra? —preguntó Ched con los brazos cruzados.
—No, sólo es un esbozo.
—Cuando pintes, debes situarte al mismo tiempo de cara, de perfil y de tres cuartos; suprime las perspectivas engañosas que disminuyen la fuerza vital, no utilices el claroscuro, asocia múltiples puntos de vista insistiendo en los rasgos esenciales, el rostro de perfil, el ojo de cara, el torso de cara en toda su anchura, las caderas de tres cuartos, con el ombligo visible, los brazos y las piernas de perfil… Plasma un espacio que no existe y haznos ver la realidad oculta. Cuando dibujes un halcón, reúne en una sola imagen varios momentos de su vuelo; cuando se trate de una figura humana, debe quedar al descubierto el conjunto de sus características, y no olvides que nuestra obra no se inscribe en el tiempo; estamos obligados a encarnar los instantes eternos. Nunca evocamos un momento concreto, pues el día es lo que cuenta, como fruto de la luz. A ti te toca vivir en el movimiento inmóvil, sea cual fuere el eje de tu mano. Y respeta la jerarquía de los seres: el faraón es de mayor tamaño que los hombres, pues es el gran templo que alberga a su pueblo; el propietario de unas tierras es más grande que sus servidores, pues tiene más responsabilidades que ellos y debe seguir así. En cuanto a una sacerdotisa como la que veo en esta pared, debería mirar ligeramente hacia el cielo.
Paneb memorizaba todo lo que le decía Ched el Salvador.
—Para ser una pintura que ha sido realizada tan de prisa, he visto cosas peores… Pero tendrás que ser capaz de rectificarla. Y, si no, ¡imagínate la cara de Kenhir!
Todo lo que hervía en el corazón de Paneb desde que era un adolescente iba a poder expresarse por fin, puesto que el pintor acababa de abrirle los ojos a otra realidad, más intensa, más bella y más vital que el mundo aparente.
Pai el Pedazo de Pan irrumpió en la tumba.
—Paneb, ven en seguida… ¡Tu mujer está dando a luz!