Cómo no iba a maravillarse Clara ante los regalos que la cofradía acababa de ofrecer al maestro de obras para festejar que había sido reconocido por el rey? El asunto se había preparado con el mayor secreto, y Renupe el Jovial, con su cabeza de genio malicioso y su gran panza, había sido designado para presentar al ama de casa los objetos que llevaban Nakht el Poderoso, Karo el Huraño, Casa la Cuerda, Pai el Pedazo de Pan y Didia el Generoso.
Comenzó por una soberbia silla de maestro de obras. Tenía un respaldo muy alto y unas patas en forma de garras de león que descansaban sobre cilindros. El asiento era de paja, tan sólido que perduraría a través de los siglos; la decoración consistía en espirales, rombos, lotos y granadas que enmarcaban un sol, para simbolizar el perpetuo renacimiento del pensamiento del arquitecto. Como complemento indispensable, presentó una silla plegable, cuyas extremidades eran cabezas de pato que atrapaban los barrotes con el pico; una marquetería de marfil y ébano decoraba la pequeña obra maestra.
Otra silla de respaldo curvo e inclinado se componía de veintiocho piezas de madera ensambladas con espigas y muescas; las patas eran unas garras de león que descansaban sobre unas pezuñas de toro para encarnar el esplendor y el poderío, y estaban decoradas con una parra y unos hermosos racimos de uva que evocaban los ritos del prensado, durante los que el vino se asimilaba a la sangre de Osiris resucitado.
Además, les llevaron varios taburetes con el asiento de cuero, mesas bajas y rectangulares, mesillas compuestas por una bandeja circular colocada sobre un pie central que se ensanchaba en la base, varios arcenes para la ropa, vestidos y herramientas, cestas para el pan, pasteles y fruta, capazos ovoidales, oblongos y cilíndricos hechos con nervaduras de tallo de palmera o junco, tan bien atadas que su solidez era a toda prueba… Clara presenció una verdadera procesión de regalos.
—Es mucho, demasiado…
—No ha terminado todavía —dijo Renupe el Jovial mientras Casa la Cuerda llevaba un soberbio y pequeño armario de cedro del Líbano.
Tenía forma de naos y descansaba sobre cuatro patas cortas.
—Aquí podrás poner tus pelucas —indicó Renupe levantando la tapa—. Mira, el interior está provisto de travesaños para sostenerlas. El cierre está asegurado por una cola de milano en la parte exterior de la tapa y una varita en la parte posterior; alrededor de los dos pomos que sirven para tirar, podrás atar un cordel con un sello para estar segura de que la mujer de la limpieza no cede a la curiosidad. Ah, también hay esto…
Pai el Pedazo de Pan dejó sobre una mesita una arquilla para joyas, de cartón estucado y pintado. La delicada arquilla era cilíndrica y tenía una tapa cónica, y estaba adornada por un loto abierto.
—¡Esto es una locura! No puedo…
—Y éste es nuestro último regalo.
Entonces entró Paneb con una sonrisa en los labios, llevando sobre sus espaldas un soberbio lecho nuevo.
—Clara, solicito la excepcional autorización de penetrar en tu alcoba.
El objeto era de tanta calidad que, por lo menos, valía cinco sacos de cereales. Los artesanos habían realizado un trabajo perfecto, del somier a los travesaños, pasando por los paneles de la cabecera y los pies, donde figuraba la risueña faz de Bes, protector del sueño.
—¿Qué está ocurriendo aquí? —preguntó Nefer, inmóvil en el umbral de su morada.
—La cofradía ha decidido convertir nuestra casa en un palacio —respondió Clara, conmovida—. Mira… ¡Nos invaden los regalos!
Al igual que su esposa, el maestro de obras se quedó boquiabierto.
—Así es como tiene que ser —concluyó Renupe el Jovial—. Lo importante es respetar la costumbre: cuando se tiene un buen jefe, es preciso ocuparse de él porque piensa demasiado en los demás.
—Aceptaréis un vaso de vino, por lo menos.
—He aquí una prueba más de que hemos elegido bien.
Paneb se ocupó de servirlo.
—Merenptah ha aprobado definitivamente el emplazamiento de su tumba en el Valle de los Reyes, donde hemos pasado la mañana —reveló Nefer a Clara—. Esta noche, la pareja real desea verte.
—¿A mí? Pero ¿por qué…?
—Para coronar a la mujer sabia.
A Clara le hubiera gustado prepararse tranquilamente para la ceremonia, pero no tuvo tiempo de hacerlo. Perdida en aquella morada poblada de muebles nuevos, su mujer de la limpieza le hizo perder un tiempo precioso. Luego fueron a verla una niña que sufría un principio de bronquitis, un cantero con dolor de muelas y una madre de familia que perdía el pelo. La mujer sabia consiguió calmar sus males, que conocía perfectamente y que sabría curar. Pero habían transcurrido las horas y la noche no tardaría en caer.
Clara pensó en aquella que le había precedido y le había enseñado tanto antes de desaparecer en la montaña, uniéndose a la diosa del silencio. La sentía junto a ella, exigente y protectora.
Nefer regresó apresurado de la Casa de Vida, donde había estudiado los planos de las tumbas reales para elaborar un proyecto y someterlo a Merenptah. Estaba absorbido por sus investigaciones, y sólo las había interrumpido cuando las luces del poniente iluminaron los papiros.
—Perdóname, llego tarde.
—¡Y yo peor!
Sin embargo, robaron unos instantes para besarse antes de ponerse los vestidos de ceremonia.
La pareja real recibió a la mujer sabia en el templo del ka de Ramsés el Grande.
Por respeto hacia su padre, cuyo reinado había durado sesenta y siete años, Merenptah no construiría un edificio como aquél en pleno Lugar de Verdad sin antes haber afrontado la prueba del poder durante un largo período de tiempo. Como su edad hacía poco probable semejante eventualidad, se contentaría con ese santuario, modesto y espléndido a la vez, para mejor asociarse al destino póstumo del magnánimo faraón.
A la izquierda del monarca, la gran esposa real, Iset la Bella; a su derecha, el maestro de obras Nefer el Silencioso. Sentadas en los bancos de piedra que estaban dispuestos a lo largo de las paredes, las sacerdotisas de Hator, ataviadas con una larga túnica blanca.
—Que vayan a buscar a la mujer sabia —ordenó Merenptah.
Turquesa se inclinó ante la pareja real, salió de la sala de columnas y se reunió con Clara, que acababa de ser purificada por dos sacerdotisas. La vistió con una túnica plisada de lino, blanca y rosa, que le llegaba hasta los tobillos, le puso un ancho collar de oro y finos brazaletes del mismo metal, y la tocó con una peluca negra sujeta por una cinta coronada por un loto.
Luego, Turquesa condujo a Clara hasta el lugar sagrado, donde se mantuvo ante el faraón y la reina con las manos cruzadas sobre el pecho.
—Se llama «Mujer» al padre y a la madre de las divinidades, la matriz estelar de donde proceden todas las formas de la vida —declaró Iset la Bella—. Sin ella, ni Egipto ni esta cofradía existirían. Lo divino sólo se encarna si la mujer de los orígenes es capaz de atraerlo y fijarlo. Es mi papel en la cima del Estado y es el tuyo, Clara, en el Lugar de Verdad. Si este último desapareciese, el país estaría en grave peligro. Te toca perpetuar la vida que corre por las venas de esta comunidad, mantener el fuego que le permite crear.
Iset la Bella se levantó para poner sobre la peluca de Clara un fino aro de oro.
—Gracias a tu presencia, mujer sabia, el sol brilla con toda su fuerza y la muerte se aleja. Debes saber ligar las palabras y los sonidos, de modo que los rituales se celebren y se consagren las ofrendas; debes saber unir a los seres para que formen un cuerpo cuya coherencia sea indestructible.
El maestro de obras entregó a la reina una cola de milano de oro, y ella lo puso sobre el corazón de Clara.
—Sé la madre de la cofradía, aliméntala y cúrala. Mantén la paz y la armonía entre los humanos y los dioses, que se irritan fácilmente contra nuestras debilidades y nos abruman con enfermedades y accidentes; aprende a descifrar en el momento adecuado los mensajes de lo invisible, identifica el origen de los males, prepara los remedios, domina los venenos. Sé «la que conoce y sabe».
Clara vaciló un instante, mientras la reina regresaba a su trono. Al formularle sus deberes, éstos adquirían, de pronto, una magnitud de la que no había tomado aún conciencia. Tuvo miedo, miedo hasta el punto de renunciar y confesar a la pareja real que era una simple mujer, incapaz de cumplir semejante función.
Pero su mirada encontró la de Nefer que, en aquel instante, no la contemplaba sólo como un marido, sino también como el maestro de obras del Lugar de Verdad. Y descubrió en sus ojos tanta confianza, amor y admiración que quiso mostrarse digna de él.
—Por recomendación de la gran esposa real y con el acuerdo unánime de las iniciadas presentes en este templo —declaró el faraón—, te nombramos superiora de la comunidad de las sacerdotisas de Hator del Lugar de Verdad.