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Con ocasión de las fiestas de coronación en Tebas, el visir estaba autorizado por el rey a condecorar a quienes hubieran servido bien a su país en el anterior reinado, y lo aprovechaba para realizar diversos cambios y nombramientos.

Aunque no tratara aún con los personajes influyentes de la corte de Merenptah, Méhy no se inquietaba demasiado por su suerte. Había sabido que los hombres del visir estaban haciendo preguntas acerca de él a los oficiales superiores; pero el comandante no tenía nada que temer, pues gozaba de una gran popularidad entre ellos. Sólo obtendrían, pues, testimonios favorables que forzosamente se traducirían en un ascenso en la jerarquía militar. En lo referente a las gestiones que Méhy realizaba como tesorero principal de Tebas, nadie tenía nada que reprocharle. Gracias a él, la ciudad y la provincia se habían enriquecido.

Puesto que el viejo general en jefe de las fuerzas tebanas acababa de retirarse, Méhy podía esperar obtener el cargo, que forzosamente debía ser atribuido a un escriba que conociera perfectamente el funcionamiento del ejército. Los faraones habían desconfiado siempre de los militares y preferían poner civiles a la cabeza de las fuerzas armadas, por miedo a que a un loco por la guerra se le fuera la cabeza.

El mundillo de los dignatarios deseosos de complacer al nuevo poder sólo tenía dos preocupaciones: ¿sería sustituido el alcalde de Tebas, y quién sería nombrado administrador principal de la orilla oeste en vez de Abry?

Cuando el visir apareció en la sala del consejo, las apuestas proliferaban. Era evidente que el nuevo faraón imprimiría su marca en la región tebana, e impondría a algunos fieles procedentes del Norte, lo que decepcionaría las ambiciones locales. La ciudad del dios Amón conocería profundos trastornos que no dejarían de producir un serio rechinar de dientes y la formación de una oposición más o menos febril, alimentados por los resentimientos de los despechados.

El visir comenzó con la entrega de condecoraciones, que iban desde del collar de oro a simples anillos. Luego llamó al comandante Méhy, que se inclinó ante él.

—Méhy, sois nombrado general en jefe de las tropas tebanas. Deberéis ocuparos del bienestar de las tropas, del correcto estado del material y deberéis dirigiros regularmente a Pi-Ramsés para entregar al rey un informe detallado.

Permanecer en la capital y acercarse al poder… Méhy estaba encantado. Por medio de un juramento, se comprometió a cumplir los deberes de su cargo y volvió a las filas de los altos funcionarios, que le dirigieron condescendientes sonrisas. Como el faraón era el jefe supremo de los ejércitos, y el visir, su brazo derecho, el rimbombante título de «general» disfrazaba la poca importancia que en realidad tenía. Méhy abandonaba la esfera de influencia para convertirse en un dignatario perezoso y bien pagado.

Por fin se abrió el expediente del alcalde de Tebas y las decisiones del ejecutivo dejaron boquiabiertos a los cortesanos: el alcalde era mantenido en su puesto, al igual que el conjunto de sus consejeros, a quienes se añadía un nuevo tesorero principal, un escriba tebano de costumbres conservadoras.

A Méhy le gustó la habilidad política de Merenptah. Al evitar el temido cambio, se ganaba la simpatía de la rica región tebana y no debería temer ningún tipo de sublevación por su parte. Dicho de otro modo, estaba lo bastante preocupado por los problemas que se planteaban en el Norte como para no crearlos en el Sur.

Quedaba por cubrir el cargo de administrador principal de la orilla oeste, un nombramiento especialmente delicado después de la trágica desaparición de su titular.

—Que venga el general Méhy —dijo el visir pausadamente.

Rumores de asombro recorrieron la concurrencia. Incluso el propio Méhy vaciló un instante, creyendo haber oído mal. Pero las miradas que convergían en él le incitaron a presentarse ante el primer ministro de Egipto. Éste le confió el cargo del difunto Abry, y el general recién ascendido no tuvo más remedio que aceptar.

El visir había concedido a Méhy el privilegio de mantener una entrevista privada con él en el jardín de palacio, a la sombra de las perséas y los sicómoros.

—No esperabais vuestro nombramiento como general, pero os ha sorprendido que os atribuyéramos el cargo de administrador principal de la orilla oeste, ¿no es cierto?

—Son dos cargos de gran responsabilidad, y creí que iban a ser asignados a personas distintas.

—El rey y yo mismo pensamos lo contrario, dados los acontecimientos que acaban de producirse. Abry era un adversario declarado del Lugar de Verdad e intentó engañar al soberano levantando falsas acusaciones y manipulando algunos documentos. ¿Ese comportamiento es fruto de una locura individual o de una conspiración cuyas ramificaciones ignoramos? Aún es imposible responder a esta pregunta, pero debemos pensar en lo peor y tomar las precauciones necesarias. Durante los últimos años del reinado de Ramsés, supisteis reorganizar las tropas tebanas; tanto los oficiales como los soldados os están agradecidos. Vuestra autoridad no será discutida y podréis, pues, encargaros de la seguridad de la región siguiendo las directrices de la capital.

—Perdonad mi curiosidad, pero ¿acaso teméis que haya disturbios en Tebas?

—En Tebas no, pero los libios y los asiáticos siguen siendo potenciales agresores. Y las tribus nubias del Gran Sur, a veces, ven cómo despiertan sus instintos belicosos. Por eso, Tebas debe seguir siendo una zona pacífica y estable que, como ya hemos visto, podría verse amenazada por algunos agitadores como Abry. Las riquezas de la orilla oeste son inmensas… ¡Cuántos tesoros albergan las tumbas reales y los templos de millones de años! Si determinados malhechores pensaran en apoderarse de ellos con la ayuda de altos funcionarios corruptos y si su abominable empresa tuviera éxito, ¿qué sucedería en Egipto? Tendréis que velar por las riquezas de la orilla occidental de Tebas, Méhy, y dispondréis tanto del poder administrativo como de la fuerza armada para conseguirlo. A nuestro modo de ver, es una misión esencial. Debéis saber que os observaremos con la mayor atención.

—Intentaré mostrarme digno de vuestra confianza.

—No bastará con intentarlo: exigimos que la orilla oeste quede preservada de cualquier agresión, venga de donde venga. ¿He hablado bastante claro?

—Podéis contar conmigo.

—A la menor sospecha, a la menor alerta, debéis avisar inmediatamente a la capital. El caso de Abry no debe repetirse.

Mientras el visir se alejaba, el general Méhy se sintió conmovido, durante unos instantes, por los caprichos del destino y sintió ganas de reír. A él, al principal adversario del Lugar de Verdad, le encargaban que lo protegiera mejor que nadie.

Por un lado, recogía los frutos de un trabajo a largo plazo, obteniendo grandes poderes; pero, por el otro, estaba atado de manos y pies, incapaz de atacar de frente al bastión del que tanto deseaba apoderarse. ¿Tenía que renunciar, por ello, a sus grandes designios y limitarse a ser un noble tebano de limitadas ambiciones?

Su cómplice, Serketa, no se lo perdonaría nunca, y él mismo conocía la magnitud de sus posibilidades, que no se reducían a responsabilidades locales, por muy importantes que fueran. Sencillamente, tenía que cambiar de estrategia para lograr sus fines y apoderarse de la Piedra de Luz y de los demás secretos del Lugar de Verdad. Pero ese cambio de actitud exigía mucha destreza.

La suerte le sonreía casi milagrosamente y el camino se despejaba, aunque nuevos obstáculos pudieran retrasar su marcha hacia delante.

—¿Deseáis algo, general? —le preguntó un soldado.

Méhy salió de su ensimismamiento, que le había llevado a vagar por el jardín, hasta uno de los puestos de guardia.

—No, no…

—Permitidme que os diga lo orgullosos que estamos los militares tebanos de servir a vuestras órdenes.

—Te lo agradezco, soldado. Gracias a vosotros seguiremos haciendo un buen trabajo.

Méhy sentía un soberano desprecio por los militares, pero desde el comienzo de su carrera sabía cómo utilizarlos, halagándolos y ofreciéndoles los privilegios que esperaban.

Muchos notables aguardaban el final de la entrevista del visir con Méhy para felicitarlo y darle todo su apoyo. El general disfrutó con sus cumplidos. Fueran o no mentirosos sus labios, pronunciaban agradables palabras que le apetecía saborear.

De regreso en su vasta y lujosa mansión, Méhy recibió el homenaje de sus criados, orgullosos de servir a un dueño tan poderoso. Y su más hermoso regalo fue la mirada incitadora de su esposa Serketa, que le invitaba a seguirla a sus aposentos.

—¿No estás harto de todas esas mundanidades, dulce amor mío?

—¡Me divierten! ¿Acaso no es agradable ver que reconocen tu valor?

Serketa se tendió sobre unos almohadones y desnudó su pecho lentamente.

—¿Has tenido dificultades para eliminar al estúpido de Abry, dulzura?

—Ninguna, y yo tenía razón: estaba dispuesto a denunciarnos. En el futuro, en tu nueva posición, tendremos que mostrarnos especialmente prudentes al elegir a nuestros aliados… Porque espero que tus dos nombramientos no te hayan hecho renunciar a nuestros grandes proyectos.

—Por supuesto que no… Pero tú misma acabas de evocar la necesidad de ser prudentes. En efecto, cualquier paso en falso sería fatal para nosotros.

Serketa se desperezó como un felino.

—La aventura se está poniendo muy interesante… ¡Y tenemos numerosas armas a nuestra disposición!

Sin poder resistirlo, Méhy abrazó a su cómplice con rudeza, pero en su cabeza había un solo pensamiento: siempre que no retrocediera nunca, ni siquiera ante el crimen, el éxito estaba al final del camino.