El jefe Sobek estaba tan furioso que le costaba encontrar las palabras.
—¡Habéis oído lo que ha dicho el rey, Kenhir! Fue Abry, el administrador principal de la orilla oeste, quien intentó destruir la reputación de nuestro maestro de obras. ¡No necesito más pruebas! Ese miserable es el que intenta destruirnos desde hace tantos años.
El escriba de la Tumba estaba aterrado.
—¿Cómo un alto funcionario de su importancia ha podido comportarse de un modo tan vil? ¡Su misión consistía en proteger el Lugar de Verdad y sólo ha pensado en destruirlo!
—Redactad una queja oficial contra él.
—¿No crees que la intervención del rey sea lo bastante decisiva? Abry será acusado de mentir, de falsificar documentos y, probablemente, de un crimen de lesa majestad por haber intentado engañar al faraón. Abry no tiene posibilidad alguna de conservar su cargo, y se arriesga a una severa condena.
—Quiero aprovechar la situación para aclarar el enigma que me obsesiona: ¿es Abry el asesino del policía que estaba a mis órdenes o tenía un cómplice? Si intervenimos en el procedimiento, podré interrogarlo y hacerlo confesar.
—Sabía que ibas a decírmelo… La denuncia está lista.
—También es preciso que me autoricéis, en nombre del Lugar de Verdad, a actuar fuera de su territorio.
—La demanda acaba de ser enviada al visir.
Sobek comprendió por qué Kenhir, a pesar de su carácter difícil, había sido nombrado escriba de la Tumba. Para él, como para los jefes de equipo, el correcto funcionamiento de la aldea era lo más importante.
Dada la presencia del rey en la aldea, Sobek no podía abandonar su puesto para interrogar a Abry, aunque se muriera de ganas de hacerlo. Estaba convencido de que aquel rufián se sentiría tan desamparado que lo confesaría todo.
—Espero que no esté a la cabeza de una organización contraria al Lugar de Verdad —dijo Kenhir.
—Pues, por desgracia, yo estoy convencido de ello —objetó el policía—. Y no estoy seguro de que la amenaza que pesaba sobre nosotros haya desaparecido.
La llegada del cartero Uputy, visiblemente alterado, interrumpió la conversación.
—Tengo que daros una horrible noticia: Abry se ha suicidado en su casa, mientras su familia y sus criados estaban ausentes.
—¿Cómo se sabe que ha sido un suicidio? —preguntó Sobek.
—Abry ha dejado un papiro en el que explica las razones de su gesto. Reconoce haber mentido al rey y teme que recaiga sobre él un grave castigo, una condena a muerte, incluso. Incapaz de soportar su decadencia, ha preferido quitarse la vida, implorando perdón por sus faltas.
La pareja real se alojaba en el pequeño palacio construido por Ramsés el Grande en el interior del Lugar de Verdad, y celebraba los ritos matinales en la capilla contigua. En el mismo instante, en todos los templos de Egipto, del más pequeño al más grande, la imagen del faraón se animaba mágicamente para pronunciar las mismas palabras y realizar los mismos gestos. Los celebrantes sólo podían oficiar en nombre del faraón, moldeado por las divinidades para mantener la presencia de Maat en la tierra.
Luego, Merenptah y Nefer se dirigieron a la Casa de Vida que estaba situada junto al templo principal de la aldea. Kenhir los estaba esperando allí, con las llaves de la biblioteca sagrada que contenía «las potencias de la luz», es decir, los archivos de la cofradía compuestos por rituales y obras escritas por Thot, el dios del conocimiento, y por Sia, el de la sabiduría. Gracias a ellos, Osiris podía revivir y la ciencia de la resurrección era transmitida a los hombres.
Los más valiosos eran un libro de oro repujado y otro de plata que conservaban los decretos de creación de la cofradía y de su templo. Además, allí había diversos textos indispensables, como el Libro de las fiestas y las horas rituales, el Libro de proteger la barca sagrada, el Libro de las ofrendas y del inventario de los objetos rituales, el Libro de los astros, el Libro para rechazar el mal de ojo, el Libro de salir a la luz, el Libro de la magia brillante y los manuales para la decoración simbólica de los santuarios y las tumbas.
Pero el monarca quería consultar un documento muy distinto de todos aquéllos.
—Muéstrame el plano de las moradas de eternidad del Valle de los Reyes —ordenó a Kenhir.
Depositario hasta entonces de aquel secreto inestimable que le había legado su predecesor, Ramosis, el escriba de la Tumba, lo reveló al rey y al maestro de obras. El papiro había sido clasificado, con un falso título, en la categoría de los viejos archivos.
El escriba lo desenrolló sobre una mesita, y de él salieron los planos de las tumbas de los Valles de los Reyes y de las Reinas, y su emplazamiento en los parajes. De este modo, los sucesivos maestros de obras podían excavar en un lugar virgen y no perforar un antiguo panteón.
—Por lo que se refiere a mi templo de millones de años —decretó el monarca—, lo construiréis en el lindero de las tierras cultivadas, al noroeste del de Amenhotep III y al sur del Ramesseum. ¿Qué proponéis para mi morada de eternidad?
Nefer reflexionó durante largo rato, estudiando el plano sobre el que figuraban numerosas indicaciones técnicas.
—Es preciso tener en cuenta la calidad de la roca y las orientaciones deseadas por los anteriores faraones para componer un conjunto armónico… Por eso propongo este emplazamiento, al oeste de la tumba de vuestro padre Ramsés el Grande y claramente por encima, en la ladera de la montaña.
—Tu elección es excelente, maestro de obras. Pero debes ser muy consciente de que vas a intentar expresar la Gran Obra y no te está permitido fracasar.
La música era la distracción favorita de los aldeanos. Cada cual tocaba, más o menos bien, la flauta, el arpa portátil, el laúd, el tamboril o la cítara, y no se concebía trabajar sin ser acunado por una melodía, más indispensable aún durante las fiestas y los banquetes.
Y puesto que era conveniente festejar por todo lo alto la coronación de Merenptah y la del maestro de obras, las orquestas no dejaban de tocar y la aldea se transformaba en una gran sala de conciertos. Los hombres se mostraban menos dotados que las mujeres, puesto que las sacerdotisas de Hator eran depositarias de la música sacra cuya práctica formaba parte de su iniciación. El mejor conjunto estaba formado por una arpista, una flautista y una tocadora de tamboril, cuyos ritmos encantaban a pequeños y mayores. Incluso Kenhir el Gruñón a veces sentía ganas de bailar aunque, evidentemente, su dignidad le impedía hacerlo.
Paneb dejó de escuchar a la pequeña orquesta cuando una sensual melodía captó su atención.
La voz de la tañedora de lira era suave como la brisa vespertina. Tenía una larga cabellera negra que le caía sobre los hombros y que le cubría la mayor parte del rostro, los ojos pintados de negro y verde, y llevaba un cinturón de cuentas separadas por cabezas de leopardo de oro, tobilleras en forma de garras de ave de presa y un vestido corto y transparente.
Pellizcaba con habilidad las ocho cuerdas de su instrumento, fijadas con grapas de cobre a la caja de resonancia, hueca y plana, con dos brazos en codo de desigual longitud. Pasaba de un pizzicato a un trémolo sin aparente esfuerzo, y estrechaba la lira contra su pecho para detener las vibraciones cuando cantaba pianíssimo para expresar deliciosos matices.
Cuando Paneb se le acercó, la tañedora retrocedió paso a paso, sin dejar de tocar y cantar, y lo llevó hacia un rincón apartado.
Finalmente se detuvo y él se le acercó más, casi hasta tocarla. Entonces la reconoció.
—¡Turquesa!
—¿Cuándo le serás fiel a tu esposa, Paneb?
—Nunca se lo prometí y ella no me lo ha pedido nunca.
—¿Comprendes al menos por qué toco esta música?
Y, entonces, él la besó con pasión.
—¡Para atraerme, y lo has conseguido!
—Toco para conjurar el peligro y el mal. La intervención del faraón no bastará para apartarlos de la aldea. Y tú, Paneb, eres lo bastante loco para no temerlos y enfrentarte a ellos sin más. Por lo tanto, toco la música que aprenden las sacerdotisas de Hator para disipar el mal y, así, te envuelvo con su magia.
—¡Eres realmente sorprendente, Turquesa!
—Creías conocerme bien, ¿no es así?
—¡Claro que no! Pero, de todos modos, sé tocar tu cuerpo como si fuera una lira…
Paneb dejó el instrumento en el suelo con inesperada delicadeza.
—Tengo que decirte algo que te concierne —afirmó con gravedad.
—¿Qué?
—El vestido que llevas no te va a servir de nada.
Turquesa no se resistió cuando él la desnudó; luego la tomó en sus brazos y la llevó hasta su casa, donde hicieron cantar su deseo al unísono.