16

Abry, el administrador principal de la orilla oeste, estaba presente entre los dignatarios que habían permanecido en el exterior de la aldea, y oyó las aclamaciones de los aldeanos. Las primeras fueron en honor del rey, y luego se coreó el nombre de Nefer.

El alto funcionario no necesitaba oír más. Era evidente que su intento se había saldado con un completo fracaso y que el maestro de obras había conseguido salir airoso de todas las acusaciones. Al respaldarlo en su cargo, Merenptah desautorizaba a Abry y ratificaba la existencia del Lugar de Verdad.

El administrador, profundamente indignado, se dirigió rápidamente a su carro, empujando y pisoteando a todos los que estaban en su camino.

—¿Os ocurre algo? —le preguntó uno de sus colaboradores.

—El calor, no me encuentro bien… Necesito descansar.

—Venid a tumbaros a la sombra un momento.

—No, prefiero regresar a casa.

—El rey puede enojarse, si advierte vuestra ausencia.

Abry no respondió, subió a su carro y ordenó al soldado que lo conducía que se pusiera en marcha.

Varios notables advirtieron el incidente y se extrañaron. El administrador debía de tener un motivo de excepcional gravedad para comportarse de aquel modo.

La casa de Abry estaba vacía. Su mujer había sido invitada al palacio real de Tebas, donde la reina recibía a las grandes damas de la provincia, los niños participaban en los festejos que se organizaban a orillas del Nilo y los criados gozaban de dos días de vacaciones.

Esta vez, el abismo se abría bajo sus pies.

Abry estaba seguro de que algún chismoso recordaría a Merenptah que anteriormente él ya había intentado que desapareciera el Lugar de Verdad y que sólo la benevolencia de Ramsés le había permitido conservar su cargo. El nuevo faraón no daría pruebas de tanta clemencia, tanto menos cuanto había corrido el riesgo de cometer una injusticia basándose en los informes falsos que había redactado Abry.

La desgracia recaería sobre él, la decadencia pública, el exilio, en el mejor de los casos; en el peor, la pena capital… Abry temblaba sólo de pensarlo. Abrumado por dolorosas bocanadas de calor, salió de su casa para sentarse a la sombra de un quiosco lleno de flores, junto a la alberca de los lotos blancos y azules.

Y allí tomó una decisión: si tenía que precipitarse al abismo, no lo haría solo. El comandante Méhy, manipulador y chantajista, era el culpable de todo aquello. Si no tenía posibilidad de salir indemne de la tragedia, Abry lo diría todo y el principal culpable también sería castigado. Magro consuelo, es cierto, pero era su última oportunidad de hacer justicia.

—Abry… ¿Estáis solo?

Como si le hubiese picado un insecto, el administrador se levantó de un salto y se volvió rápidamente hacia el bosquecillo de adelfas de donde procedía la voz femenina.

—Soy yo, Serketa… Sobre todo, no deben vernos juntos.

—Claro, claro… Tranquilizaos, no hay nadie en la casa.

Serketa estaba irreconocible; la peluca, el maquillaje y el vestido hacían que pareciese otra mujer distinta.

—Méhy me ha enviado para que os ayude.

—Ah…

—La situación es molesta, pero ha encontrado la manera de arreglarlo todo.

—¡Eso es imposible!

—No seáis tan pesimista. Aquí tengo un documento que apaciguará la cólera del faraón.

Abry, incrédulo, le echó un vistazo al papiro que le presentaba Serketa.

Y se quedó perplejo al leer aquello. Él, el administrador principal de la orilla oeste, explicaba que había intentado mancillar el Lugar de Verdad y calumniar a su maestro de obras porque desde siempre detestaba aquella institución que escapaba a su control. Torturado por los remordimientos, no le quedaba más remedio que suicidarse.

Abry, atónito, tomó conciencia de otra realidad mientras Serketa enrollaba el papiro.

—¡Se diría… que es mi caligrafía!

—Me ha sido fácil imitarla y pondré vuestro sello, que autentificará este desolador testamento.

—¡No tengo intención de suicidarme, y voy a denunciaros, a vos y a vuestro marido!

—Eso es lo que me temía, mi querido Abry, y por eso me ha parecido conveniente intervenir en seguida.

Animada por una fría cólera, Serketa empujó violentamente al administrador, que cayó en la alberca de los lotos.

Abry era muy mal nadador y, envuelto en sus vestidos de fiesta, ofreció muy poca resistencia a Serketa, que le mantuvo la cabeza bajo el agua hasta que dejó de agitarse.

Serenándose, la mujer dejó el testamento en el despacho del dignatario, que no había tenido más remedio que quitarse la vida por su crimen de lesa majestad.

Para transportar el material funerario de Ramsés el Grande habían sido necesarios más de cien soldados, ochenta portadores de ofrendas procedentes de los templos vecinos, cuarenta marineros y doscientos dignatarios, sin contar los dos equipos del Lugar de Verdad y las sacerdotisas de Hator.

Los artesanos que ejercían de sacerdotes se habían puesto túnicas de lino nuevas y sandalias de papiro. De acuerdo con la regla, se habían abstenido de mantener relaciones sexuales la víspera de los funerales y habían consumido alimentos refinados.

El más orgulloso de todos era Ipuy el Examinador. Acababa de terminar la decoración de su tumba, gran parte de la cual estaba consagrada a las actividades cotidianas, como la pesca o el lavado, y había sido elegido como porta abanicos a la derecha del faraón. Llevaba la túnica estrellada del «sacerdote de resurrección», encargado de abrir la boca, los ojos y los oídos de la momia para transformarla en soporte de una regeneración cotidiana, en el secreto de la morada de eternidad.

Cargado con un gran lecho de madera dorada, Paneb estaba maravillado ante los fabulosos tesoros que acompañarían al difunto faraón en su viaje hacia el más allá: estatuas de oro de divinidades, arquillas que contenían metales preciosos, perfumes, ungüentos, telas, alimentos momificados, cetros, coronas, capillas y naos de diversos tamaños, barcas, espejos, mesas de ofrendas, arcos, bastones arrojadizos, papiros, un carro desmontado y muchas otras ofrendas. El mundo de Ramsés quedaría así asociado a la transmutación del alma real.

Los objetos fueron depositados a la entrada de la tumba, iluminada por un centenar de lámparas. A los servidores del Lugar de Verdad, que eran los únicos autorizados a penetrar en ella, les correspondió colocarlos en el lugar adecuado, en las salas y las capillas de la última morada de Ramsés.

Reinaba un silencio absoluto cuando Merenptah procedió a los ritos de resurrección sobre la momia que el maestro de obras, el jefe del equipo de la izquierda y los canteros habían instalado en el sarcófago. Nefer dirigió la delicada maniobra de la colocación de la tapa de piedra, que sellaba el destino póstumo del Hijo de la Luz.

Merenptah ordenó a los artesanos que salieran de la tumba, a excepción de Nefer. El rey se dirigió hacia el extremo del santuario, más allá de la sala del sarcófago, y comprobó que la obra, cuyos detalles menores, sin embargo, habían sido estudiados con gran cuidado, terminaba en la roca desnuda.

—Más allá de lo que pueden concebir los humanos —dijo el faraón—, está lo no conocible, la matriz de la que hemos brotado y a la que regresaremos, si hemos andado por el camino recto. ¿Has animado el sarcófago con la Piedra de Luz, maestro de obras?

—«El señor de la vida» se ha convertido, él mismo, en la piedra de luz que mantendrá intacto el ser de Ramsés por los siglos de los siglos.

Merenptah pensó en el fiel Ameni, el secretario del difunto faraón. El escriba, muy anciano, se había retirado a Karnak para escribir la vida de Ramsés, que sería difundida en todos los países donde la gente sabía leer para contribuir a su gloría.

El rey colocó una lámpara en la cabecera del sarcófago. Brillando con suave luz, permitiría al alma-pájaro alimentarse de ella antes de atravesar la prueba de la noche y lanzarse hacia el sol.

La llama brotó, y una aureola luminosa rodeó la cabeza del sarcófago. A medida que Nefer apagaba las demás lámparas, la piedra del «señor de la vida» absorbía su energía para convertirse en un foco de luz cada vez más potente.

Cuando los dos hombres salieron de la tumba, el sarcófago derramaba su fulgor en el santuario, cuyas tinieblas no eran ya hostiles sino fecundas.

El maestro de obras cerró la puerta de la morada de eternidad, donde, lejos de la mirada de los hombres, los textos jeroglíficos y las escenas rituales vivían por sí mismas, y permitían que Ramsés siguiera reinando, en lo invisible, sobre su país y su pueblo, al que ahora mostraría el camino de las estrellas.

Finalmente, Nefer colocó el sello de la necrópolis, formado por nueve chacales que posaban victoriosos sobre unos enemigos atados y decapitados. Gracias a la presencia de Anubis, ninguna fuerza nociva podría cruzar la puerta.

—Debes saber que nunca he dudado de ti, de tu honradez y de tu competencia —reveló Merenptah al maestro de obras—. Te he impuesto una dura prueba para que toda tu cofradía te considerara digno de llevar el delantal de oro.