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El cortejo real cruzó «los cinco muros» ante la atenta mirada de los policías encargados de la seguridad de la aldea. Aunque el faraón estaba protegido por su guardia personal, el jefe Sobek había ordenado a sus hombres que velasen por si se producía algún incidente.

En el área donde trabajaban no faltaba ni un solo auxiliar. El herrero y el alfarero, situados en primera fila, tuvieron la suerte de ver de bastante cerca al nuevo monarca, que tenía la gran responsabilidad de suceder a Ramsés el Grande.

Merenptah tenía el rostro ovalado, la frente ancha, grandes orejas, una nariz larga, delgada y recta, y unos labios muy gruesos. Llevaba una peluca redonda adornada con el uraeus, la cobra de oro encargada de destruir a los enemigos del monarca. Iba vestido con un taparrabos plisado, sujeto por un cinturón cuya hebilla tenía forma de cabeza de pantera. En sus muñecas llevaba brazaletes de oro.

Junto al rey, que tenía sesenta y cinco años, iba la reina Iset la Bella, que llevaba el mismo nombre que la madre del soberano, la segunda esposa de Ramsés el Grande. Había dado dos hijos al faraón, uno de los cuales llevaba el temible nombre de Seti, «el hombre del dios Set», que un solo faraón, el inmenso Seti I, padre de Ramsés, se había atrevido a adoptar.

La reina, que tenía sesenta años, iba muy elegante. Llevaba una túnica de lino de excepcional finura, y una cruz egipcia, símbolo de la vida, en la mano derecha. La pareja real iba acompañada por el visir y numerosos representantes de la jerarquía civil y religiosa.

Plantado ante la puerta principal de la aldea, el guardián, perfectamente afeitado y perfumado, no sabía cómo sujetar la lanza y el garrote.

El visir dio al rey un extraño delantal de oro que contenía el secreto de las medidas y las proporciones, y que permitía trazar el plano de un templo. Y la superiora de las sacerdotisas de Luxor colgó una figurita de Maat en el extremo del gran collar de oro de la reina.

—Guardián —dijo el rey—, tienes ante ti al señor del Lugar de Verdad y a la representante en la tierra de la ley de la armonía. Que le sea abierta la puerta de esta aldea.

Encantado al recibir una orden concreta, el guardia obedeció y volvió a cerrar en seguida, dejando fuera al cortejo oficial.

Nefer el Silencioso, que llevaba un pesado bastón con el extremo en forma de cabeza de carnero coronado por un sol, se separó de la masa de los aldeanos, que se habían congregado para recibir a la pareja real. El símbolo marcaba la presencia en la pequeña comunidad de Amón, el dios oculto. Hacia él ascendían las plegarias y a él, en primer lugar, debían dirigirse las súplicas.

La angustia oprimía los corazones de los aldeanos, y el rostro austero, casi hostil, de Merenptah, la intensificaba aún más.

Mientras observaba el paso del faraón, a Paneb se le pasó por la cabeza que el nuevo rey no debía de ser un personaje fácil de convencer.

El maestro de obras llevaba una peluca con las trenzas dispuestas en radios, a partir de lo alto de la cabeza, y sujeta por una ancha cinta. Se había puesto un taparrabos de ceremonia y llevaba un echarpe rojo en bandolera. El jefe del equipo de la izquierda y el escriba de la Tumba le habían confiado la tarea de preparar un discurso.

—Majestad, la morada de eternidad de Ramsés el Grande está lista para recibir su cuerpo de luz. Pongo el Lugar de Verdad a Vuestra disposición.

El discurso había terminado. A pesar de la gravedad del momento, Paneb no pudo evitar una sonrisa. «Realmente merece el nombre de Silencioso —consideró—, pero es evidente que está equivocado; un rey debe de esperar mayores halagos.»

—Dios creó el cielo, la tierra, el aliento de vida, el fuego, las divinidades, los animales y los hombres, que sólo son uno de los elementos de la creación y no su coronación —dijo el faraón—. Es el escultor que se modeló a sí mismo, el modelador que nunca fue modelado, el único que recorre la eternidad. Ni el oro más puro puede compararse con su esplendor. Todo lo que se mide es su catastro, y el codo real mesura las piedras de sus templos. Dios pone el cordel en el suelo y coloca los edificios en su lugar. Ninguno de los muros levantados en esta tierra debe estar privado de Su presencia, pues sólo Él expresa la verdadera potencia. Al crear los mundos, el arquitecto divino se hizo perceptible y transmitió el secreto de su obra; aquí, en el Lugar de Verdad, se enseña que sólo se realiza lo que Dios construye. ¿Es así como vive y piensa esta cofradía, maestro de obras?

—Lo juro, por el nombre del faraón.

Kenhir se estremeció. Las palabras pronunciadas por el rey demostraban su profundo conocimiento de la cofradía, pero habían obligado a Nefer a comprometerse gravemente, y a correr el más grande de los riesgos. Si el monarca tenía reproches concretos que dirigirle, podría tratar de perjuro al maestro de obras y condenarlo a la pena capital.

—Un país o una cofradía sólo pueden dirigirse siendo justo y con la ayuda del don y la ofrenda —prosiguió Merenptah—. Cuanto más rico se es, más generoso debe mostrarse uno. El faraón, a quien los dioses ofrecieron las Dos Tierras para hacerlas prósperas, se preocupa por el bienestar de cada uno de sus súbditos. Os seguiré procurando, a vosotros, los artesanos del Lugar de Verdad, las herramientas, los alimentos, la ropa y todo lo necesario para que llevéis a cabo la obra de Maat, viviendo felices en vuestra aldea. Para festejar mi coronación, os serán entregados nueve mil panes, innumerables cuartos de carne, veinte jarras grandes de aceite y cien de vino.

A Paneb le dieron ganas de dar saltos de alegría, pero el nerviosismo reinaba entre todos los presentes, y nadie se atrevía a abrir la boca. Pese a las excelentes noticias, que permitían creer en la supervivencia de la aldea, sus habitantes todavía sentían que una pesada amenaza gravitaba sobre ellos.

—El papel de esta cofradía, su razón de existir, es encarnar en la materia el plan de los dioses —recordó Merenptah—. Para conseguirlo, necesita jefes capaces de dirigir y orientar a los que están bajo su mando. Un verdadero jefe debe servir a la obra y a su cofradía, pilotar la nave y manejar el gobernalle sin desfallecer; debe mostrarse grande en su función como un pozo rico en agua fresca y benefactora. Aquél que autorizara al ignorante o al imbécil a efectuar un trabajo para el que es incompetente no merecería gobernar. La misma sanción caería sobre el jefe de equipo que se comportara como un tirano y se concediera privilegios a sí mismo.

La tensión iba aumentando con las palabras de Merenptah.

Todos habían comprendido que los agravios anunciados por el faraón eran otras tantas acusaciones que se hacían contra Nefer el Silencioso.

Clara miró a su marido para transmitirle toda la intensidad de su amor en aquel instante en el que corría el riesgo de ser destruido por el fuego real.

—El administrador principal de la orilla oeste me ha entregado un muy severo informe sobre ti, Nefer. Lo he leído atentamente y su conclusión es formal: debes dimitir a causa de tus faltas.

—Si eso es lo que deseáis, majestad, os debo obediencia. Pero ¿puedo saber qué se me reprocha?

—En primer lugar, el enriquecimiento personal en detrimento de la cofradía.

Kenhir se adelantó.

—Majestad, como escriba de la Tumba y responsable de la administración del Lugar de Verdad, puedo aportar la prueba de que esta acusación carece de todo fundamento. De acuerdo con nuestra regla, Nefer ocupa una morada que le fue atribuida con la aprobación del visir, a la que se añaden una sala de consulta y un laboratorio, indispensable para la mujer sabia, su esposa. Al igual que Ramosis, nuestro venerado escriba de Maat, el maestro de obras habría podido adquirir campos y rebaños con toda legalidad, pero en cambio se ha consagrado exclusivamente a su trabajo.

—Que así conste, escriba de la Tumba. Según los documentos que me han sido entregados, Nefer no fue designado por la unanimidad de los artesanos y se comporta como un déspota, sin vacilar en utilizar la fuerza y la amenaza para asentar su tiranía.

—Eso es completamente falso, majestad —dijo Paneb muy indignado—. Todos los aquí presentes hemos reconocido a Nefer como maestro de obras. ¡Él es el único que lamenta esta decisión!

—Tu opinión es insuficiente —estimó el monarca—. Que cada cual se exprese con toda libertad sobre el comportamiento del maestro de obras.

Ched el Salvador fue el primero en tomar la palabra y confirmó las entusiastas declaraciones de Paneb, que se había jurado castigar a los que mintieran sobre Nefer.

Pero el coloso no tuvo que hacerlo, pues ninguno de los artesanos ni de las sacerdotisas de Hator formularon la menor crítica contra Nefer el Silencioso. Incluso el traidor elogió los méritos del maestro de obras, por miedo a llamar la atención. Y Kenhir concluyó afirmando que la cofradía había sabido designar al hombre justo y competente que necesitaba.

Sin embargo, la última decisión debía tomarla el faraón, y estaba en su mano poder desautorizar a cualquiera de sus altos funcionarios.

—Mi padre, Ramsés el Grande, me advirtió acerca de los pérfidos ataques que no dejarían de abrumar al Lugar de Verdad —reveló el rey—. Presentía que su maestro de obras sería calumniado para arrojar el descrédito sobre el conjunto de la cofradía y provocar su desaparición. No me ha sorprendido, pues, el documento difamatorio que me entregaron justo antes de mi visita, pero quería oíros a todos para asegurarme de la solidez de los vínculos que os unen: ahora ya estoy tranquilo. Acércate, Nefer.

El faraón puso el delantal de oro a Silencioso.

—Te delego mi soberanía sobre el Lugar de Verdad y te confío dos tareas prioritarias: excavar mi morada de eternidad en el Valle de los Reyes y levantar mi templo de millones de años en la orilla de occidente.

Cuando el rey Merenptah dio el abrazo a Nefer, los gritos de alegría pudieron por fin brotar del corazón de los artesanos.