Paneb dejó a los dos muchachos delante de los policías del primer fortín. Uno gemía y el otro seguía inconsciente.
—No os preocupéis, no son postulantes. Vigiladlos, ahora mismo vuelvo.
El Lugar de Verdad estaba perfectamente limpio, adornado y lleno de flores. Las casas blancas brillaban con todo su esplendor, y los aldeanos se habían puesto vestidos de fiesta de tornasolados colores.
Sin responder a los chiquillos que querían jugar con él, Paneb corrió hasta la morada del maestro de obras, donde fue recibido por Negrote. Cuidadosamente cepillado, el perro negro resplandecía.
—¡Clara, necesito ayuda! —gritó Ardiente.
Entonces apareció Nefer.
—Estamos vistiéndonos… El faraón no tardará en llegar.
—Lo sé, pero se trata de algo urgente. Si la mujer sabia no interviene, puedo tener muchos problemas.
—¿Tu urgencia no puede esperar a mañana?
—Pues no… Y estaría bien que Clara fuera con algún material, yo lo llevaré, claro está. Los dos tipos que debe curar están bastante tocados.
El primero tenía una profunda herida en la ceja. Clara la examinó y advirtió que el hueso no había sufrido daños graves. Manteniendo unidos los bordes de la herida, la cosió con hilo, colocó dos tiras adhesivas y aplicó un apósito impregnado de miel y grasa. Para evitar las secuelas, le recetó un bálsamo compuesto por leche de vaca y harina de cebada, que debía aplicarse varias veces al día hasta que la herida estuviera completamente curada.
El segundo sufría una fractura de nariz y había perdido mucha sangre. La mujer sabia lo limpió con suaves lienzos, colocó luego un apósito de lino empapado de miel en cada orificio de la nariz y dispuso dos tablillas cubiertas de lino para sujetarla. A continuación, le prescribió un régimen alimenticio que aceleraría el proceso de cicatrización. Los dos muchachos, felices al haber sido tan bien cuidados, se alejaron sin protestar. Estaban convencidos de que recobrarían la salud, y no tenían el menor deseo de volver a encontrarse con el joven coloso de los puños duros como una piedra.
—Gracias, Clara. No sé qué hubiera hecho sin ti…
—Una madre tiene a veces hijos difíciles, Paneb, y tú sabes conseguir que no te olviden.
—Se han portado como unos imbéciles a pesar de mis advertencias. A fin de cuentas, yo no soy responsable de la estupidez de los demás.
—Vamos a prepararnos. ¿No querrás perderte la llegada del faraón?
Tebas, la de las cien puertas, estaba en efervescencia. La flotilla real ya no tardaría en atracar en el embarcadero principal, y todos los notables asistirían al acontecimiento. La población se amontonaba en la ribera para aclamar a la pareja real, en cuyo honor se organizaría una gran fiesta. Beberían cerveza fuerte y consumirían los manjares ofrecidos por palacio. A la tristeza de haber perdido un monarca de la talla de Ramsés el Grande le sucedía el gozo de ser gobernados por Merenptah, cuya presencia en Tebas era garantía de la continuidad del poder y del mantenimiento de las tradiciones.
Tras haber sido recibida por el sumo sacerdote de Amón, la pareja real aceptaría el homenaje del alcalde de la capital del Sur, y atravesaría el Nilo para dirigirse a la orilla oeste, donde sería acogida por las autoridades locales, antes de dirigirse al Lugar de Verdad y al Valle de los Reyes para presidir los funerales de Ramsés.
Aquel bonito programa no alegraba al comandante Méhy, que estaba tan nervioso que no dejaba de comerse las uñas.
—Merenptah es, efectivamente, el conservador que temíamos —le dijo a su esposa, que estaba sopesando qué collar ponerse.
—¿Realmente te sorprende, dulce amor mío?
—A fin de cuentas, había esperado algo mejor… El rey podría haberse hecho representar por el sumo sacerdote de Anión, pero va a venir personalmente e, incluso, con la reina y toda la corte. Y si se limitara a hablar con algunos viejos dignatarios… Además, visitará la maldita aldea y reforzará los privilegios de los artesanos.
—No te desesperes y cámbiate de camisa. La que llevas no es lo bastante elegante.
—¡Te tomas el asunto a la ligera, Serketa!
—¿De qué sirve lamentarse? Todos sabemos que ningún faraón igualará a Ramsés. Tendremos enfrente, pues, un adversario mucho menos peligroso, manipulable, tal vez.
—¿Tienes algo en mente?
Serketa hizo algunos melindres.
—No es imposible…
—Explícate.
—Primero, cámbiate de camisa. Quiero que parezcas un dignatario elegante y rico, admirado por los hombres y del que se enamoran todas las mujeres. Pero si una sola se acerca a ti, le sacaré los ojos.
El comandante Méhy apretó las muñecas de su esposa hasta hacerle daño.
—¡Explícate, y pronto!
—Gracias a nuestro informador, sabemos que Nefer se ha convertido en el indiscutible maestro de obras de la cofradía. ¿Por qué no arruinar su reputación? Si el rey recibiera ciertos documentos demostrando que el patrón de los artesanos es indigno de su cargo, el Lugar de Verdad quedaría desacreditado por ser incapaz de elegir un buen jefe. Merenptah podría tener ganas de desmantelarlo o de confiar su dirección a unas manos externas.
—¡Por ejemplo, las de nuestro amigo Abry, el administrador de la orilla oeste!
Serketa estaba radiante.
—¿No crees que ha llegado el momento de utilizar plenamente sus servicios?
—Pero no nos queda tiempo para preparar un expediente convincente.
—Ya está listo, mi dulce amor. He imitado varias caligrafías y redactado documentos de apariencia oficial que acusan a Nefer de incompetencia, insumisión a las autoridades civiles, voluntad de independencia excesiva y, sobre todo, de práctica tiránica del poder… Siempre habrá uno o dos artesanos que secunden estos argumentos y provoquen la destitución del maestro de obras. Luego se originará el caos, y nosotros podremos aprovecharnos de la situación.
—Este programa me gusta mucho más.
—¿No estás satisfecho de mí, querido?
«Es más peligrosa que un escorpión —pensó Méhy—; qué bien hice convirtiéndola en mi aliada.»
Con el pelo empapado en sudor y la mirada vaga, Abry había escuchado al comandante y tesorero principal de Tebas atentamente, aunque bastante inquieto.
—Es un plan tan azaroso como arriesgado, mi querido Méhy… No creo que…
—¡Ni azar, ni riesgo! Entregarás este expediente al rey cuando ponga los pies en la orilla oeste. Viniendo de ti, el documento sólo puede ser serio. Merenptah tendrá tiempo de consultarlo antes de llegar al Lugar de Verdad, y quedará convencido de que Nefer no es digno del cargo que ocupa. Te nombrará superior de la cofradía, con objeto de poner orden. Te será fácil recordar que ya habías avisado a Ramsés sobre los insoportables privilegios de los que gozan esos artesanos…
—Pero me obligáis a exponerme demasiado…
—¡Es por tu bien, Abry! El rey te agradecerá tu lucidez.
—Hubiera preferido permanecer en la sombra y no intervenir de un modo tan directo.
—Si este expediente llega a manos del faraón de una forma anónima, y si Merenptah observa la antañona moral de los sabios, que consiste en no tener en cuenta los chismes, nuestros esfuerzos habrán sido vanos. Por lo tanto, es precisa una gestión oficial que sólo tú puedes llevar a cabo.
—De todos modos, es muy delicado…
—No tienes nada que perder y puedes ganarlo todo. Un poco de valor, Abry, y el Lugar de Verdad estará a nuestros pies.
—No conozco al faraón Merenptah… Tal vez se niegue a escucharme.
—¿Negarse a escuchar al administrador principal de la orilla oeste, el más alto dignatario de la región? ¡Tonterías! Estoy convencido de que te felicitará por esa indispensable intervención.
—Sería más prudente observar el comportamiento del nuevo monarca y actuar después de haberlo pensado mucho…
—Entregarás este expediente a Merenptah, Abry, porque yo lo he decidido. Prepárate para el recibimiento oficial y no des ningún paso en falso. Hasta pronto, fiel aliado.
Abry quería ser un alto funcionario y vivir tranquilo. Al conocer a Méhy, creyó que el destino le permitía abandonar un bache del que era incapaz de salir solo; y había comprendido demasiado tarde que había caído en brazos de un terrible depredador, capaz de lo peor.
Abry siempre le había tenido miedo al comandante Méhy. Ante él, perdía sus medios y no veía más salida que la obediencia absoluta. Incluso después de su partida, su sombra seguía al acecho; Abry se apresuró, pues, a consultar los documentos que el comandante le había entregado.
La calumnia se destilaba en ellos con una consumada habilidad. Aquellas viciosas y venenosas acusaciones harían zozobrar a Nefer.
Administrador principal de la orilla oeste, teórico protector, pues, del Lugar de Verdad, ¿tenía derecho Abry a arruinar de ese modo la carrera de un maestro de obras? Aquella bocanada de escrúpulos sólo le detuvo un breve instante. Si no cumplía su misión, Méhy reaccionaría con violencia.
Abry debía salvar su propia carrera. Así pues, entregaría el expediente al rey Merenptah.