13

Nunca antes se había visto semejante efervescencia en la aldea de los artesanos. Hombres y mujeres manejaban escobas, cepillos y trapos para proceder a una limpieza a fondo y dejar el Lugar de Verdad tan hermoso como fuera posible. Los auxiliares también se deslomaban, y el escriba de la Tumba había recurrido, incluso, a mujeres que limpiarían y también prepararían comida, mientras las sacerdotisas de Hator se acicalaban para recibir al faraón.

El guardián de la puerta ya no sabía qué hacer. Estaba perdido en una colmena cuyo desorden, sin embargo, era sólo aparente. Turquesa había recibido el encargo de coordinar la vasta operación, y no autorizaba las sesiones de cháchara.

Dos artesanos del equipo de la izquierda se habían quejado de dolores en el codo que les impedían utilizar la escoba, pero el bálsamo aplicado por Clara había disipado rápidamente la molestia. Incluso Ched el Salvador, aunque no muy entusiasta, había acatado la disciplina.

Cuando Turquesa se presentó ante la puerta de la morada de Paneb, advirtió que el umbral estaba inmaculado; Uabet la Pura había sido dispensada de realizar grandes esfuerzos, ya que estaba embarazada, pero, sin embargo, había fumigado personalmente todas las estancias de su casa, donde no quedaba ni una sola mota de polvo.

—¿Dónde está tu marido?

—Como puedes comprobar, ha hecho su parte del trabajo y ha ido a nadar en el Nilo.

—En esta época es extremadamente peligroso.

Uabet estaba abrumada.

—He intentado razonar con él… Pero ¿quién puede contener el ardor de Paneb?

—El faraón llegará por la tarde… Debemos pensar en prepararnos y ponernos los vestidos de fiesta. ¡Sería un escándalo si Paneb no regresara a tiempo!

—Se lo he advertido, pero ni siquiera me ha escuchado.

—¿Quieres que avise al maestro de obras?

—Creo que será lo mejor.

La crecida comenzaba. Una crecida que los especialistas, tras haber estudiado los datos proporcionados por los nilómetros, anunciaban como excelente, excepcional, incluso. No podía existir mejor presagio para el nuevo faraón, el esposo de Egipto y el garante de la fecundidad de las tierras cultivables.

El río se volvía rojo y, durante algunos días, su agua no sería potable. Unas violentas corrientes lo animaban y cerca de los islotes se formaban remolinos.

Era el período que Paneb prefería para lanzarse a las aguas tumultuosas, llegar a nado hasta la orilla este y regresar. ¿Acaso había algo más divertido que las trampas que tendían las enfurecidas aguas?

Ardiente no temía los caprichos del río, pues los presentía, se dejaba arrastrar por la corriente y sabía evitar sus trampas. Sin embargo, aquel ejercicio no era recomendable para un novicio, que no tendría ninguna posibilidad de sobrevivir.

Cuando llegó a la ribera, apenas jadeante, Paneb fue apostrofado por tres jóvenes de unos veinte años, cuyas miradas nada tenían de amistosas.

—Te crees muy fuerte, ¿no es así? —dijo un mocetón con los cabellos rojos.

—No os he pedido nada, muchacho. De modo que ignoradme.

—Sé nadar mejor que tú… ¿Aceptas el desafío?

—Ahora no tengo tiempo.

—Qué divertido… He apostado con mis compañeros a que no eras más que un cobarde.

—¿Y tu desafío, de qué se trata?

—De ir y volver, lo más rápido posible. Si pierdes, nos deberás tres sacos de cebada; si ganas, te dejaremos marchar sin infligirte un buen castigo.

—Me parece justo —consideró Paneb—. Vamos, tengo prisa.

Sorprendidos por la soberbia zambullida del aprendiz de dibujante, el pelirrojo se lanzó a su vez al río, decidido a recuperar su retraso. Había conseguido domar las corrientes muchas veces, y se sentía seguro de su técnica. Forzosamente, su adversario debía de estar fatigado, por lo que no mantendría la distancia.

Pero el pelirrojo se desengañó muy pronto. Paneb nadaba a un ritmo enloquecido, no se debilitaba ni un segundo y obligaba a su perseguidor a correr riesgos a los que no estaba acostumbrado. Pero si el pelirrojo reducía su velocidad, no ganaría la carrera. A costa de un esfuerzo que le destrozó los pulmones, consiguió mantener la distancia. Cuando Paneb llegó a la orilla oeste, el pelirrojo creía que descansaría unos instantes, pero el coloso hizo una cabriola en el agua y regresó en seguida a la otra orilla.

Si renunciaba, quedaría en ridículo… Y a pesar de la fatiga de sus rígidos músculos, el pelirrojo regresó con la esperanza de que su adversario cayera en las trampas del río. Con gestos entrecortados, casi sin aliento, el muchacho cedía cada vez más distancia.

De pronto sintió pánico: por el rabillo del ojo advirtió que un cocodrilo se abalanzaba sobre él.

El pelirrojo dio marcha atrás, pero no pudo evitar un remolino que se lo tragó en pocos segundos. El saurio se zambulló hacia las profundidades, encantado ante aquella fácil presa.

Paneb, relajado, hizo pie en la ribera y se volvió.

—¿Dónde está vuestro amigo? —preguntó a los dos muchachos cuya mirada se había vuelto rencorosa.

—Acaba de ahogarse —respondió el mayor.

—Pobre tipo…, no conocía sus límites.

—¡Ha muerto por tu culpa!

—No digas tonterías y corre a avisar a su familia.

—¡Todo es culpa tuya!

Ardiente intentó mantener la calma.

—Al parecer, el Nilo lleva directamente a los ahogados al reino de Osiris… Así pues, debes alegrarte por tu amigo.

Los dos muchachos cogieron una gran piedra y amenazaron a Paneb.

—Te romperemos los huesos y te arrojaremos al río… ¡Veremos si sigues nadando tan de prisa!

—Si me atacáis, me veré obligado a defenderme y podríais recibir un mal golpe.

—Te crees el más fuerte, ¿no?

—Apartaos de mi camino.

El más joven lanzó la piedra con tal rapidez que estuvo a punto de sorprender a Paneb. Un reflejo le hizo apartar la cabeza en el último momento, pero el proyectil le rozó la sien, de la que empezó a manar sangre.

—Último aviso, miserables: ¡apartaos inmediatamente!

El otro, a su vez, intentó lanzar la piedra, pero su gesto fue demasiado lento, y Paneb le dio un fuerte puñetazo en la cara.

El muchacho, aturdido, se derrumbó.

Su compañero se lanzó contra Paneb, que le golpeó el pecho con el codo antes de soltarle un gancho definitivo. El vencido cayó de rodillas, con la nariz reventada, y se desvaneció.

—El mundo está lleno de imbéciles —se lamentó Paneb.

Por el camino de tierra, en lo alto del dique, se aproximaban dos hombres.

«Si son amigos de estos dos —pensó Ardiente—, la tregua durará poco.»

Eran Nakht el Poderoso y Karo el Huraño, que se acercaban con aspecto malhumorado. Paneb ya se había peleado con el primero y había tenido algunas palabras con el segundo.

—Nos envía el maestro de obras —dijo Nakht—. Tenemos órdenes de llevarte al pueblo.

—Iba a regresar ahora… ¿Por qué os preocupabais?

—El faraón nos visita esta tarde y los equipos deben estar al completo.

Karo vio a los dos muchachos que estaban tendidos en el suelo, como dislocados.

—¿Qué ha ocurrido aquí?

—Esos dos cretinos me han agredido porque su compañero se ha ahogado. Me he visto obligado a defenderme.

—Puedes tener muchos problemas por esto.

—¡A fin de cuentas, no podía dejar que me sacudieran!

—Cuando despierten, te denunciarán.

—¿Declararéis en mi favor?

—No estábamos presentes cuando se ha producido la pelea —objetó Nakht.

—Ahora hay que regresar a la aldea —recordó Karo—. Ya hablaremos de esto luego.

Ser víctima de una injusticia indignaba a Ardiente. Afortunadamente, aún tenía una posibilidad de librarse.

Tomó a uno de los muchachos en su hombro derecho y al otro en el izquierdo. El doble fardo era bastante pesado, pero el joven coloso podría soportarlo.

—Vamos —dijo a los dos artesanos—. Si he comprendido bien, no tenernos tiempo que perder.