A excepción de Paneb el Ardiente, que ignoraba lo que era la fatiga y la enfermedad, los demás artesanos siempre iban a consultar a la mujer sabia y a su ayudante, Clara, tras un período de intenso trabajo como el que había supuesto la conclusión de la tumba de Ramsés el Grande.
Gracias a la utilización de las sustancias extraídas de la corteza, las ramas y las hojas de sauce [1], Clara curaba dolores y malestares. Sin embargo, por precaución procedía a un examen médico, tomando el pulso para escuchar las distintas voces del corazón y saber si las energías circulaban correctamente por los distintos canales que surcaban el organismo. En caso de duda, se preocupaba por la calidad de la sangre, cuyo principal papel consistía en vincular las fuerzas vitales entre sí.
A Fened la Nariz, que padecía un principio de absceso en los riñones, Clara le recetó una decocción a base de altramuces que le libraría de aquella molestia. Pero estaba preocupada por el estado de salud de Gau el Preciso, un hombre de gran corpulencia y cuyo ingrato rostro estaba infelizmente provisto de una nariz demasiado larga. Al posar las manos en la nuca, el vientre y las piernas del paciente, Clara había descubierto una grave afección en el hígado, ese órgano esencial cuyos desfallecimientos provocaban terribles trastornos. Había preparado, pues, un remedio compuesto por hojas de loto, higos, polvo de madera de azufaifo, bayas de enebro, cerveza dulce, leche y resina de terebinto. Lo había dejado reposar toda una noche, después lo había filtrado y le había añadido algo de rocío. La poción disiparía el malestar de Gau el Preciso que, además, tendría que beber mucha achicoria para mejorar el funcionamiento de su vesícula.
El tratamiento había sido eficaz desde el primer día. Los demás artesanos del equipo de la derecha también habían recuperado una excelente condición física y no dejaban de alabar a la esposa del maestro de obras, a la que algunos consideraban una verdadera maga.
Clara estaba guardando los papiros médicos que había consultado durante el día en un cofre de madera, cuando la mujer sabia le tendió otro, enrollado y sellado con barro seco.
—Ya no tengo nada más que enseñarte —le dijo la centenaria de admirable melena blanca—. Sólo te queda consultar ese antiguo texto del tiempo de las pirámides para combatir mejor las afecciones graves. Recuerda que una enfermedad está provocada por una fuerza oscura y destructora y que no es suficiente con los medicamentos para vencerla. También hay que extirpar esa fuerza nociva y reducirla a la nada; de lo contrario, se desplaza por el interior del cuerpo y lo corroe, a menudo, sin que el paciente lo advierta. Por ello no debes limitarte a los síntomas, debes descubrir los trastornos de la energía antes de que provoquen daños irreparables. Los antiguos decían: un elemento nocivo entra por el ojo izquierdo y sale por el ombligo si el tratamiento es eficaz. Fuerzas opuestas atraviesan el cuerpo humano constantemente; éste no es una entidad independiente, sino que está vinculado tanto al cielo como a la tierra. —La mujer sabia rompió el sello y desenrolló el papiro—. Retomé las enseñanzas de mi predecesora y añadí mis propias observaciones tras haber comprobado su fundamento varias veces. Debes desconfiar de las teorías y tener un solo objetivo: curar; aunque a veces no comprendas cómo lo consigues.
La caligrafía del papiro era fina y legible.
—El cuerpo humano alberga un gran misterio —prosiguió la mujer sabia—. En él se libra un cotidiano combate entre potencias armoniosas y sus contrarios, siempre dispuestos a corromper y destruir. Éstos son alientos patógenos que penetran en el organismo de mil y un modos, para inmovilizarlo, hacerlo inerte y darle muerte. La mayor parte de los agentes nocivos se encuentran en la alimentación; durante la putrefacción, en los intestinos, intentan desparramarse por los vasos para provocar inflamaciones, responsables del envejecimiento de los órganos. La primera clave de la salud es, pues, el drenado, la supresión de las obstrucciones internas y el correcto funcionamiento del aparato digestivo. He puesto a punto una preparación con dosis precisas que hallarás en el papiro. La segunda clave consiste en mantener el buen estado de los conductos y canales por los que pasan la sangre, la linfa y las demás formas de energía vital. Algunos de ellos son visibles bajo la piel; el conjunto forma una red que recuerda la trama de un tejido, gracias a la que se transmite la vitalidad siempre que permanezcan flexibles. En cuanto se endurecen, los fluidos ya no circulan correctamente. La tercera clave es el buen funcionamiento de lo que denominamos «el corazón», es decir, el centro energético del ser de donde parten todos los canales. Aguzarás constantemente tus percepciones para escuchar sus mensajes. —La mujer sabia, que estaba muy fatigada, se tumbó en una estera—. Nos levantaremos antes del amanecer. Buenas noches, Clara.
La mujer sabia y Clara treparon hacia la cima mientras la noche agonizaba, cuando las serpientes regresaban a sus agujeros. La centenaria había abandonado su bastón al inicio del ascenso y progresaba con pasos regulares.
Una ligera brisa acompañaba el nacimiento del alba y, poco a poco, los templos de millones de años iban saliendo de las tinieblas. Muy pronto, el azul del Nilo y el verde de los cultivos brillaron bajo el sol. Cuando la cima se iluminó, la mujer sabia levantó las manos hacia ella, en un gesto de plegaria.
—Diosa del silencio, tú que me has guiado a lo largo de mi vida, guía a mi discípula que asciende hacia ti. Que repose en tu mano, tanto de día como de noche, ve a ella cuando te invoque, sé generosa y muéstrale la magnitud de tu poder.
En la cima había un pequeño santuario excavado en la pirámide.
—Haz la ofrenda —ordenó la mujer sabia.
Clara depositó en el suelo el loto que llevaba en los cabellos, el collar y los brazaletes.
—Prepárate para el combate supremo. La diosa que conoce los secretos dispensa la vida o la muerte.
De pronto salió de la gruta una cobra real hembra, de ojos de fuego, cuyo tamaño dejó pasmada a la joven. La cólera hinchaba su cuello y no vacilaría mucho antes de morder.
—¡Baila, Clara, baila como la diosa!
La esposa de Nefer el Silencioso estaba muerta de miedo, pero, sin embargo, consiguió imitar los movimientos del terrorífico reptil. Se inclinó de izquierda a derecha, luego de derecha a izquierda y de adelante hacia atrás, al mismo ritmo que la cobra, que parecía desconcertada.
—Cuando ataque, dóblate hacia mí, sin dejar de mirarla.
Clara estaba mucho más que asustada. Estaba fascinada por la belleza de la diosa, y comenzaba a percibir sus intenciones. Y cuando ésta se lanzó bruscamente hacia su garganta, la sacerdotisa de Hator siguió las instrucciones de la mujer sabia.
Clara había evitado la mordedura, pero su túnica estaba manchada por el veneno que había escupido la cobra, cuyo fracaso multiplicaba su furor.
—Dos ataques más —avisó la iniciadora.
El reptil no dejaba de ondular, y Clara lo imitaba. Y por dos veces intentó, en vano, clavar los colmillos en su carne.
—¡Ejerce ahora tu dominio! Bésala en la cabeza.
La cobra se movía ahora con menos energía, como si estuviera cansada. Y, de un modo casi imperceptible, retrocedió cuando Clara avanzó hacia ella.
Clara estaba invadida por un mar de angustia pero, sin embargo, clavó la mirada en la del reptil, y posó los labios en lo alto de su cabeza.
Aunque sorprendida, la cobra no se retiró.
—Tememos tu severidad —dijo la mujer sabia—, pero esperamos tu dulzura. La que te venera es digna de tu confianza. Ábrele el espíritu y permítele curar a los seres a quienes cuide en tu nombre.
La serpiente apenas ondulaba ya.
—Recoge el poder de la diosa, Clara. Que penetre en tu corazón.
Por segunda vez, la esposa de Nefer besó al monstruo, que ahora parecía casi dócil.
—Que vuestra comunión quede sellada por un tercer y último beso.
Por última vez, la mujer y la cobra estuvieron en estrecho contacto.
—¡Retírate, pronto! —ordenó la mujer sabia.
Si no hubiera estado atenta, Clara se habría visto sorprendida por el brusco ataque del reptil. Pero supo esquivarlo, y sólo recibió un último chorro de veneno.
—Te ha sido transmitido el fuego secreto —declaró la mujer sabia.
Y lentamente, la cobra hembra volvió a entrar en su santuario.
—Quítate la túnica y purifícate con el rocío de las piedras de la cima. —La mujer sabia ofreció a Clara una túnica blanca, que le habría servido de sudario si no hubiera salido airosa de la prueba—. Me voy, y tú me sucederás. ¡No, no protestes! Mi tiempo de vida ha sido largo, muy largo, y es bueno que termine. Recuerda que las plantas nacieron de las lágrimas, y la sangre, de los dioses, y que así adquirieron el poder de curar. Todo está vivo, pero existen almas errantes y demonios destructores que nunca permitirán que la paz se instale en esta tierra. Gracias a tu ciencia, no dejarás de luchar contra ellos. Dios crea tanto lo que está arriba como lo que está abajo, y vendrá a ti en un soplo luminoso. No debes creer en él, sino conocerlo y experimentarlo.
—¿Por qué os negáis a seguir viviendo?
—Nací hace casi ciento diez años. Aunque mi espíritu esté intacto, mi cuerpo se ha desgastado. Sus canales se han endurecido, la energía no circula ya, y la mejor medicina no les devolvería la juventud. Tu formación ha terminado y velarás por la aldea con amor. Antes de partir, debo legarte el último secreto. El cuerpo envejece y se degrada de un modo ineluctable, pero el pensamiento puede permanecer vivo y enérgico siempre que se sepa regenerarlo. Pasa tu mano por la piedra de la cima y recogerás el rocío que hizo nacer las estrellas. La diosa del cielo lava, con él, el rostro del sol, justo antes de su nacimiento, y el faraón lo bebe cada mañana, en el secreto del templo, cuando hace la ofrenda a Maat. Si el cansancio se apodera de tu alma, sube a la cima, venera a la diosa del silencio y bebe el rocío de piedra. De este modo, tu pensamiento no envejecerá nunca.
—¡Tengo aún tantas preguntas que haceros!
—Clara, para ti ha llegado la hora de dar respuestas. Todos los días irán a hacerte preguntas y exigirán que alivies sus sufrimientos. Te convertirás en madre de la cofradía y todos los aldeanos serán tus hijos.
La joven sintió deseos de protestar y rechazar la enorme carga que recaería sobre sus hombros, pero la claridad matinal la deslumbró, y la mujer sabia se levantó.
—Descendamos —le dijo—. Ve delante de mí.
Clara tomó el estrecho sendero, dudando sobre el paso que debía adoptar. ¿Tenía que avanzar a su ritmo o caminar lentamente, para no obligar a la centenaria a apresurarse?
Indecisa, se volvió tras el primer paso sinuoso, pero la mujer sabia había desaparecido.
Clara volvió a subir a la cima y buscó a la mujer que se lo había dado todo, pero no la encontró. La mujer sabia se había desvanecido; sin duda, se había adentrado en una caverna donde exhalaría el último suspiro, en el silencio de la cima.
Clara se consoló pensando en las maravillosas horas que había pasado en compañía del ser que le había abierto tantos caminos que ahora ella debería prolongar, sola. Y bajó, paso a paso, hacia la aldea, saboreando sus últimos momentos de quietud antes de convertirse en la mujer sabia del Lugar de Verdad.