10

Apenas Nefer y Paneb hubieron cruzado la puerta de la aldea cuando un perro negro se lanzó al cuello del maestro de obras y, luego, al del aprendiz de dibujante. El animal tenía la cabeza alargada y poderosa, el pelo corto y sedoso, la cola larga y orgullosa, y los ojos de color avellana, muy vivos. Lamió concienzudamente el rostro de Paneb y lo hizo salir, así, de su ensimismamiento.

Alimentado y cuidado por Clara, que sólo le toleraba muy escasos excesos, Negrote se había impuesto como el perro fetiche de la aldea y el señor del clan de los canes, que respetaban su autoridad. Incluso los gatos y los monos del Lugar de Verdad lo veían pasar con deferencia, sabiendo que velaba por la integridad de sus respectivos territorios.

A Paneb le gustaba el vigor de Negrote; a Negrote, la fuerza del coloso. A menudo se entregaban a endiabladas justas, de las que el perro salía claramente vencedor. Además, Ardiente era el único con quien Negrote podía divertirse durante horas sin que su compañero se fatigara.

—¿He visto bien? —le preguntó Paneb al maestro de obras.

—¿Cómo puedo saberlo?

—De la piedra cúbica ha brotado la luz que ha penetrado en el sarcófago, y de esa misma piedra, sin duda, brotó la misma luz, capaz de atravesar la puerta de madera del santuario, en nuestro local de cofradía… Nadie quería hablarme de ello, pero yo estaba seguro de haberla visto.

—¿Acaso te dije lo contrario?

—Bien mereces tu apodo de «Silencioso». ¿Cuándo volveré a ver la piedra?

—Cuando su presencia sea necesaria.

—¿La tallaste con tus propias manos?

—No me atribuyas poderes que no poseo. Esta piedra es uno de los tesoros esenciales de nuestra cofradía, que se transmite de maestro de obras en maestro de obras, en el secreto de la Morada del Oro.

—Así pues, tus labios están sellados, y sólo me queda recorrer el camino que lleva a esa piedra.

—Hermosa prueba de lucidez.

Uabet la Pura corrió hacia su marido. Generalmente estaba muy tranquila, pero ahora parecía muy asustada.

—Imuni ha venido a casa para decirme que el escriba de la Tumba quiere verte urgentemente.

—¿Por qué motivo? —preguntó Paneb.

—Imuni se ha negado a decírmelo pero, según él, es muy grave.

—Sin duda, se trata de un malentendido… Voy a arreglarlo en seguida.

Paneb se dirigió a buen paso hacia la morada de Kenhir. Niut la Vigorosa estaba barriendo el umbral.

—Me esperan.

—Mi patrón habla mucho de ti —admitió la sierva.

—Estoy convencido de ello.

Niut sonrió y se apartó.

Sentado en un sillón bajo, con un papiro desenrollado en el regazo, Kenhir redactaba el relato de las expediciones del gran faraón Tutmosis III en Asia. Explicaba que el ejército egipcio había librado muy pocos combates y que se había preocupado, sobre todo, de importar plantas exóticas que los laboratorios de los templos egipcios estudiaron minuciosamente antes de extraer sus sustancias medicinales. A pesar de los dolores de la gota, bastante mitigados por el tratamiento que le había prescrito la mujer sabia, el escriba de la Tumba disponía por fin de unos momentos de tranquilidad para consagrarse a su obra literaria.

Desde que el maestro de obras le había prometido que la tumba de Ramsés estaría concluida en el plazo previsto, Kenhir pasaba mejor las noches y se enfadaba algo menos ante las muchísimas preocupaciones cotidianas.

—¿Deseabais verme?

—¡Aquí estás por fin! Pero ¿qué demonio pervierte tu mano, Paneb?

—¿De qué me acusáis?

Kenhir enrolló el papiro.

—¿Fuiste tú el autor de unos escandalosos dibujos que representan al rey en forma de una rata que tira con un arco? ¡Y ya no hablo de las caricaturas de los miembros de la cofradía y de mí mismo!

Paneb no pareció muy conmovido.

—Sí, fui yo. ¿No os divirtieron mis dibujos?

—Esta vez, muchacho, te has pasado de la raya.

—¡No veo por qué! ¿Acaso no tengo derecho a distraerme?

—¡No de ese modo!

—No he enseñado esas caricaturas a nadie… ¿Quién os ha hablado de ellas?

—Sobek, el jefe de seguridad. Alguien depositó esos dibujos en su despacho.

Paneb reflexionó.

—Los había dejado en el taller de los dibujantes, con un montón de fragmentos de calcáreo destinados al vertedero.

—Tranquilízate, no quedará rastro de estos horrores. Pero, sobre todo, no vuelvas a hacer algo así.

—No puedo prometeros nada. Es mi modo de divertirme y no hago daño a nadie.

—¡Semejantes extravagancias son intolerables! Suponen una grave injuria a la seriedad de nuestra cofradía.

—Si no sabemos reírnos de nosotros mismos y de nuestros defectos, ¿cómo vamos a ser dignos de la obra que debemos realizar? ¡Incluso los sabios escribieron cuentos para burlarse de los defectos humanos!

—Tal vez, tal vez… Pero yo no puedo borrar tus meteduras de pata y me veré obligado a convocarte ante el tribunal de la aldea.

—¿Vais a juzgarme por mis dibujos? ¡Pero eso es intolerable!

—Uno de nosotros ha visto tus caricaturas, las considera irreverentes y ha decidido denunciarte.

—¿Quién?

Kenhir pareció molesto.

—Imuni, mi ayudante.

—¿Por qué disteis tanta importancia a ese estúpido? ¡Debería haberse quedado como un simple dibujante del equipo de la izquierda!

—En primer lugar, porque conoce bien su oficio; y luego, porque me ayuda con eficacia. No tiene importancia alguna que sea o no amable. Finalmente, no tengo por qué justificar mis decisiones. Prepárate para afrontar un serio problema.

Paneb parecía abrumado.

—¡Por fin tomas conciencia de tus errores! Intenta arrepentirte ante el tribunal y ganarte, así, su indulgencia.

Con la cabeza gacha, Ardiente salió de la casa de Kenhir. Éste se sentía satisfecho al comprobar que el joven coloso ya no reaccionaba como un toro salvaje a la menor oportunidad. Con la madurez, estaba aprendiendo a dominar su fabulosa energía.

Paneb regresó a su casa, donde su esposa lo estaba esperando con impaciencia.

—¿Qué tiene que reprocharte?

—Tranquilízate, no es nada grave.

—Y, sin embargo, Imuni aseguraba que…

—¿Vive en la casita del barrio oeste, junto a la del jefe dibujante del equipo de la izquierda, no es así?

—Sí, pero…

—Prepárame una buena comida, me muero de hambre. Estaré fuera poco rato.

Uabet la Pura se agarró al brazo de su marido.

—¡No hagas locuras, te lo ruego!

—Sólo voy a aclarar un malentendido.

Imuni preparaba el acta de acusación contra Paneb cuando éste forzó su puerta golpeándola con el hombro.

—¡Sal inmediatamente de mi casa! —gritó el escriba ayudante.

Ardiente lo agarró de los hombros y lo levantó del suelo para que su rostro de ratón quedara exactamente delante del suyo.

—¿De modo que piensas denunciarme por mis caricaturas?

—¡Es… es mi deber!

—¿Quién te las enseñó?

—No tengo por qué responderte a eso.

—Entraste en el taller de los dibujantes del equipo de la derecha, lo registraste y descubriste mis caricaturas. ¿No es cierto?

—Hago mi trabajo como me parece.

—Te acuso de robo, Imuni, y seré yo quien te lleve ante el tribunal de la aldea con la seguridad de que serás condenado.

El escriba palideció.

—No te atreverás a…

—Olvida mis dibujos, Imuni. De lo contrario, tu reputación quedará destruida y serás expulsado de la aldea.

El escriba no necesitó pensárselo mucho, ya que Paneb, podía causarle serios problemas.

—Bueno, de acuerdo… El asunto está zanjado.

Ardiente dejó brutalmente al escriba en el suelo.

—Si vuelves a hacerlo —le advirtió—, te destrozaré.