Paneb permaneció largo rato en silencio, como si estuviese soñando despierto. Pero la ilusión se disipó y comprendió que había interpretado mal la pregunta que el maestro de obras le había hecho.
—Ver ese tipo de lámparas… Sí, me gustaría.
—Me he expresado mal —rectificó Nefer—: ¿crees que estás preparado para penetrar en la morada de eternidad de Ramsés el Grande?
No era un sueño…
Él, Paneb el Ardiente, hijo de un campesino, y un simple aprendiz del equipo de la derecha, era autorizado a descubrir uno de los lugares más secretos de Egipto.
—¿Dudas?
—¿Dudar yo? Puedo jurarte que mi deseo de conocer esta maravilla no está mancillado por la curiosidad y que no tengo miedo alguno, pero siento una especie de extraño respeto, casi una veneración, como si ese acto fuera a trastornar mi vida una vez más.
—Tienes razón, Paneb; nadie sale intacto de un universo como éste.
—¿Por qué me haces este favor?
—Te repito que no voy a hacerte ningún favor. Tu trabajo ha sido satisfactorio y te abre las puertas de la obra en la que ha trabajado todo el equipo. Es justo que, como los demás, contemples la obra realizada.
Nefer el Silencioso se dirigió hacia la tumba de Ramsés el Grande, y Paneb siguió sus pasos.
Ardiente había querido ser dibujante, había rechazado cualquier compromiso, había seguido su camino sin escuchar a quienes les recomendaban una existencia tibia y aburrida, y había visto cómo se le abrían las puertas del Lugar de Verdad y, ahora, las de la morada de resurrección del faraón.
El maestro de obras se detuvo ante el monumental umbral de la tumba, como si verificara las proporciones de la gran puerta de acceso tallada en la roca. Llevaba el torso desnudo, cubierto por un taparrabos plisado, abrochado bajo el ombligo, que caía hasta la mitad de las pantorrillas. En las muñecas llevaba unos brazaletes.
—Vas a abandonar el mundo de los humanos para entrar en el de la luz secreta que hace vivir el universo —le dijo Nefer a Paneb—. No intentes analizar ni comprender lo que ves, pero mira con todo tu ser, ve con tu corazón y siente con tu espíritu.
En cuanto cruzó el umbral, que los textos designaban como «el primer paso de la luz divina», Paneb quedó deslumbrado.
Las ciento cincuenta lámparas distribuidas a intervalos regulares proporcionaban una luz suave y precisa, a la vez que convertían la tumba de Ramsés en un mundo lleno de vida. Había sido enteramente adornada con jeroglíficos y esculturas en ligero relieve, y el conjunto de la decoración estaba pintado con un talento que dejó mudo de admiración a Paneb.
Gracias a las enseñanzas dispensadas por Kenhir, Ardiente consiguió leer los textos de los corredores que evocaban las mutaciones del sol, correspondientes a las fases de resurrección del alma real.
Con casi ciento veinte metros de longitud, la última morada de Ramsés se hundía en línea recta en el corazón de la roca, hasta la sala de Maat, donde concluían las escenas rituales de «apertura de la boca», durante la que la momia, en apariencia inerte, recuperaba la vida. Luego, el camino giraba en ángulo recto para abrirse en la sala del sarcófago, con ocho pilares, que ya sólo esperaba el cuerpo de luz del rey difunto.
Allí se habían reunido los miembros del equipo de la derecha, sentados con las piernas cruzadas, excepto Ched el Salvador, que añadía un matiz dorado a un retrato del monarca, en el que éste hacía ofrendas a Osiris.
—Bienvenido, Paneb —dijo Pai el Pedazo de Pan con una amplia sonrisa—. Ahora ya formas parte de la tripulación.
Los hermanos de espíritu se dieron un abrazo. Ched dejó su pincel y los imitó.
—No tenía ninguna confianza en ti —reconoció—, y probablemente no estaba equivocado, pero me dejaste pasmado al mostrarte a la altura de la tarea. Decididamente, esta cofradía nunca dejará de sorprenderme… ¡Pero no presumas por ello! Tu camino sólo está comenzando y no estoy seguro de que los esfuerzos de los dibujantes consigan colmar tu ignorancia.
El pintor se dirigió al maestro de obras.
—Por lo que me concierne, mi tarea ha terminado. La voluntad del faraón se ha respetado al pie de la letra, y vivirá eternamente en compañía de las divinidades pintadas en los muros.
—El trabajo de los escultores y los canteros también está terminado —precisó Userhat el León, cuyo poderoso torso evocaba el orgulloso pecho de la fiera.
También el carpintero Didia y el orfebre Thuty habían concluido la obra.
—Gracias a todos por vuestro esfuerzo y vuestra dedicación —dijo Nefer—. El Lugar de Verdad no podrá ser criticado, y Ramsés descansará en el santuario que él mismo había concebido.
—No aceptamos ningún tipo de agradecimiento —objetó el escultor Renupe el Jovial—; has cumplido tu función organizando la obra y orientándonos, y nosotros hemos cumplido la nuestra siguiendo tus directrices.
Haciendo el gesto ritual de la cofradía, con el brazo izquierdo separado del cuerpo para formar un ángulo y el brazo derecho doblado sobre el pecho, los artesanos del equipo de la derecha aclamaron por tres veces a Nefer el Silencioso, que no ocultó su emoción.
—Nuestra cofradía es como un barco —recordó—. Nosotros somos su tripulación, y cada uno tiene que desempeñar un papel preciso, vital para la coherencia del conjunto. Sean cuales fueren los obstáculos que se presenten, hemos respetado el juramento y mantenido nuestros compromisos.
—¿Era esta tumba nuestra última obra? —preguntó Karo el Huraño, cruzando los cortos y poderosos brazos.
Su inquietud hacía aún más ingratas sus espesas cejas y su nariz rota.
—Lo ignoro. Sin duda, algunos estaban convencidos de que no íbamos a terminarla a tiempo, y sus reacciones pueden ser violentas.
—Sean cuales fueren las decisiones de las autoridades —dijo Nakht el Poderoso—, deberíamos permanecer unidos, formar a los jóvenes y transmitirles nuestros secretos.
—Sería una grave insubordinación, que podría castigarse con graves penas —objetó Gau el Preciso, respaldado por Casa la Cuerda—. Nuestro superior es el faraón; quien rechaza su autoridad se convierte en rebelde.
—No nos metamos en discusiones vanas —recomendó el maestro de obras—. En cuanto el escriba de la Tumba, el jefe del equipo de la izquierda y yo mismo conozcamos la voluntad del nuevo rey, reuniremos a los aldeanos. Sólo quedan tres días para que finalice el período de momificación, y esta tumba ya puede acoger los tesoros que rodearán la momia de Ramsés. Ésta es la única realidad que cuenta. Tenéis vacaciones hasta nueva orden.
Paneb el Ardiente dejó vagar su mirada por las pequeñas estancias que rodeaban la vasta sala del sarcófago. Durante los funerales, recibirían mil y un objetos valiosos que favorecerían el paso del alma del faraón hacia el más allá.
En el corazón del santuario, todavía vacío, Paneb tuvo la sensación de vivir la creación en su origen, antes incluso de que el pensamiento divino hiciera visibles las estrellas. Y no podía apartar su mirada del extraordinario sarcófago de calcita, al que el escultor había dado la forma de la momia de Osiris, el cuerpo de resurrección por excelencia. En el interior y el exterior, los jeroglíficos esculpidos y pintados formaban pasajes del Libro de las Puertas, cuyo conocimiento permitía al resucitado atravesar sin peligro los paisajes del otro mundo.
El sarcófago se había colocado sobre un lecho de piedra pintado de amarillo para simbolizar que la carne de los dioses se había vuelto indestructible. El rey, reconocido como «justo de voz», conocería su último triunfo asociándose a su inmortalidad.
A pesar de la belleza de la obra maestra creada por los artesanos, Paneb experimentaba una extraña sensación.
—Tengo la impresión de que está inerte, como un bloque no trabajado —le dijo a Nefer.
—Traed la piedra y apagad las lámparas —ordenó el maestro de obras.
Nakht el Poderoso y Karo el Huraño depositaron una piedra cúbica en la cabecera del sarcófago, mientras los demás miembros del equipo sumían la tumba en la oscuridad.
—La luz está oculta en la materia —afirmó Nefer—; nosotros tenemos que liberarla para vencer el caos. Nuestro arte es el de los magos que abolen el tiempo para recrear el primer instante del que brotaron todas las formas. La obra debe conservar la memoria de la luz, no el individuo que la realiza.
El maestro de obras posó las manos en la piedra.
Durante varios minutos reinaron las tinieblas y el silencio. Luego, una luz intensa brotó de las caras de la piedra e iluminó la sala de resurrección, cuyos muros se tiñeron de oro. Los rayos se concentraron en el sarcófago para penetrar en el corazón de la calcita, animando cada una de sus parcelas.
—El nombre secreto de este sarcófago es «el señor de la vida» —reveló el maestro de obras—. Se ha convertido en una nueva piedra de luz que mantendrá, para siempre, esta morada lejos de la muerte.
El equipo, guiado por la claridad mineral de la piedra cúbica, salió de la tumba y se recogió, largo rato, bajo la bóveda estrellada. Después abandonaron en silencio el Valle de los Reyes.