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Un hombre y tres mujeres se detuvieron ante Paneb el Ardiente.

El hombre era de talla mediana y parecía insignificante, con el pequeño bigote negro y la mirada de soslayo. Se llamaba Imuni y pertenecía al equipo de la izquierda. Presumía de su afición a la literatura, y no dejaba de halagar a Kenhir, el escriba de la Tumba, al que consideraba un gran autor. Paneb no solía hablar con el tal Imuni, pues detestaba su comportamiento rastrero.

En cambio, las tres mujeres le caían simpáticas por distintas razones.

Uabet era rubia, menuda, discreta pero decidida. Ella había decidido ser su esposa, y Paneb había sido vencido por la tozudez de una perfecta ama de casa, que pronto le daría un hijo. Su vientre apenas había crecido, y su preñez, feliz y fácil, la hacía florecer día tras día.

Turquesa era alta, pelirroja y bien proporcionada. Era la amante de Paneb. Con ella se entregaba a los más desenfrenados juegos del amor, y aquella pasión ardiente, que duraba desde hacía varios años, no se había enfriado en absoluto. Turquesa había hecho voto de no casarse, utilizaba un anticonceptivo eficaz y llevaba una vida de mujer libre, indiferente a los chismes. Uabet la Pura toleraba la situación, a condición de que Paneb no pasara nunca la noche en casa de Turquesa.

La tercera mujer, bella y luminosa, era Clara, la esposa de Nefer el Silencioso, que había sido admitida al mismo tiempo que él en el Lugar de Verdad. Era fina, ágil, etérea, con los ojos azules, la voz dulce y melodiosa, y era amada por todos los aldeanos. Clara se había convertido en la ayudante de la misteriosa mujer sabia, que le había transmitido la esencia de su secreto.

Las tres sacerdotisas de Hator llevaban unas arquillas de madera de acacia, e iban ataviadas con unas pelucas cortas y túnicas rojas de tirantes.

—¿Dónde está el maestro de obras? —preguntó Imuni en el tono meloso que le era habitual.

—En la morada de eternidad de Ramsés el Grande.

—Ve a buscarlo.

—Para empezar, yo no estoy autorizado a entrar ahí; y además, tú no eres quién para darme órdenes.

Los apagados ojos de Imuni brillaron de satisfacción.

—¡Te equivocas, Paneb! Kenhir acaba de nombrarme escriba ayudante. Y como tal, transmito sus directrices a los artesanos, que me deben, pues, obediencia; incluido tú. Estas tres sacerdotisas traen géneros que debo entregar a Nefer en persona. Ve a buscarlo.

—¿Eres sordo o qué? Acabo de decirte que no tengo derecho a entrar en la tumba. De modo que deberás esperar a que Nefer salga. En esta obra es él quien manda y nadie más.

Imuni, molesto, se rascó el pequeño bigote.

—¿En qué consiste exactamente tu trabajo, Paneb?

—Es curioso, no tengo la impresión de que eso sea cosa tuya.

—¡Un escriba ayudante debe estar al corriente de todo!

—Dame las arquillas, yo mismo las entregaré al maestro de obras.

—¡Ni hablar!

Imuni echó una mirada inquisidora a los panes coloreados que Paneb había concluido.

—¿Qué ingredientes has utilizado y en qué cantidad?

—Aquí tenemos mucho trabajo. Deberías volver al despacho que te han asignado.

Una fea sonrisa hizo temblar los delgados labios de Imuni.

—No tengo la impresión de que todos estos productos hayan sido correctamente registrados… ¿No será esto un fraude y no te estarás apoderando de valiosos colores en tu propio beneficio?

El joven coloso agarró a Imuni por las caderas y lo levantó del suelo.

—¡Atrévete a repetirlo, aborto!

—Te… Tengo la obligación de catalogarlo todo minuciosamente y…

—Si sigues cacareando, te aplastaré contra la roca.

—Suéltalo —ordenó Nefer que, alertado por los ecos de la pelea, había salido de la tumba de Ramsés.

Como el maestro de obras se lo exigía, Paneb hizo rodar a Imuni por el polvo.

El escriba, furioso, se levantó en seguida.

—¡Paneb me ha agredido!

Nefer consultó con la mirada a las tres sacerdotisas de Hator. Ninguna apoyó la acusación, y todas contuvieron sus ganas de reír con grandes esfuerzos.

—El incidente ha terminado —decidió el maestro de obras—. ¿Me traes mechas, Imuni? O, mejor dicho, las sacerdotisas me las traen y tú vienes con las manos vacías.

—¡En absoluto! Tengo mi material de escriba y voy a contar las mechas, de acuerdo con el reglamento.

—¿Por qué no ha venido Kenhir?

—Sufre un ataque de gota y me ha elegido como ayudante.

Clara, Uabet la Pura y Turquesa dejaron las arquillas en una piedra prácticamente plana. Ellas mismas habían fabricado los valiosos objetos.

Cada arquilla contenía veinte mechas de lino retorcido que Imuni contó, una a una, antes de redactar su informe.

—Puedes marcharte —le dijo Nefer.

—Pero… Debo saber cómo se va a emplear este material.

—Como escriba ayudante, tu papel es estrictamente administrativo. Regresa a la aldea, Imuni, y no me obligues a hacer que Paneb intervenga.

El joven coloso estaba dispuesto a obedecer.

Imuni lanzó una mirada de odio al maestro de obras, pero consideró preferible marcharse.

Cada una de las tres sacerdotisas había llevado, también, un bote de grasa formada con tres sustancias: «la sana», «la cremosa» y «la eterna», que se obtenían a partir de los aceites de lino y de sésamo.

—¿Y yo, puedo quedarme? —preguntó Paneb.

—Necesitamos un recipiente lleno de agua y abundante cantidad de sal —repuso Clara.

Ardiente se apresuró a satisfacerla; por fortuna, su improvisado laboratorio no carecía de recursos.

Fue Turquesa la que echó sal en el recipiente hasta que el agua ya no podía disolverla. Cuando la salmuera fue considerada satisfactoria, las tres sacerdotisas, por turnos, mojaron varias veces cada mecha de lino, y luego las secaron al sol.

Clara vertió el agua salada en un ánfora, a la que Uabet la Pura añadió la misma cantidad de aceite de sésamo, y Turquesa agitó el ánfora para mezclar los líquidos. Tras reposar un tiempo, la aceitosa mezcla fue purificada y las tres sacerdotisas se sentaron ante el maestro de obras.

Ahora comenzaba la parte más delicada de la operación.

Para obtener mechas que no produjeran humo, que era fatal para las pinturas de una tumba, era preciso aceitarlas y engrasarlas perfectamente.

Paneb ignoraba que su esposa tuviera acceso a un secreto de semejante importancia, y su admiración aumentó, tanto más cuanto ella se mostraba muy hábil, al igual que sus dos compañeras.

Nefer estaba muy atento, como si la suerte de la obra dependiera de las mechas que fabricaban las sacerdotisas.

—Conocen el secreto del fuego —le dijo a Paneb—, y una de mis obligaciones consiste en supervisar su trabajo y no tolerar la menor imperfección. Una sola mecha mala y la obra de los escultores, los dibujantes y los pintores podría quedar mancillada. Por lo general, las sacerdotisas de Hator preparan estas mechas en el taller de la aldea y nos las proporcionan por la mañana, bajo el control del escriba de la Tumba, cuando trabajamos en un lugar oscuro. Dada la urgencia, les rogué que completaran nuestro material en seguida para que dispusiéramos de una iluminación intensa.

Paneb no se perdía ni uno solo de los gestos de las fabricantes, consciente del nuevo tesoro que le ofrecían en el seno de aquel valle de los milagros, donde los velos se desgarraban uno tras otro.

—Son necesarias tres mechas para equipar una lámpara en forma de copa —reveló Nefer—, y cada mecha dura unas cuatro horas.

—¿Cuántas se utilizan en una tumba?

—Depende de su volumen, de su profundidad y de la magnitud de la obra que deba llevarse a cabo. Por lo general, bastan unas treinta mechas por día. En este caso, yo quería muchas más: ciento cincuenta lámparas con cuatrocientas cincuenta mechas iluminarán la morada de eternidad de Ramsés.

«¡Ciento cincuenta lámparas! —pensó Ardiente—. ¡Debe de ser algo mágico!».

—¿Deseas ver esa luz? —le preguntó el maestro de obras.