El zorro del desierto, de espesa cola rojiza, estaba agotado, y se refugió en las profundidades de una cavidad rocosa, con la esperanza de que sus perseguidores perdieran el rastro.
Pero el comandante Méhy, a la cabeza de encarnizados cazadores, era un depredador mucho más temible que el pequeño carnicero, cuya pista seguía desde hacía varias horas a través del desierto.
Estaba muy nervioso y disgustado por no poder obtener informaciones fiables sobre las intenciones del nuevo faraón. Méhy necesitaba matar; exterminar perdices y pájaros ya no le bastaba. Por eso se había aventurado hacia el oeste de Tebas, con la esperanza de levantar alguna presa más interesante.
El zorro, jadeante, vio cómo el hombre armado con un arco se metía por el estrecho túnel que llevaba a su improvisado cubil. Las paredes eran demasiado verticales para poder trepar por ellas. Miró en todas direcciones, pero no descubrió la menor posibilidad de huida.
Méhy, sobreexcitado, tensó el arco. No había sudado en absoluto, y, una vez más, se mostraba como el más fuerte del grupo.
El zorro podría haberse arrojado sobre su agresor, pero prefirió contemplar su muerte y miró a Méhy con el valor de los seres que saben afrontar su destino. Ante aquellos ojos, muchos cazadores hubieran renunciado a disparar para rendir homenaje a la nobleza del animal. Pero Méhy era un asesino, y su flecha hendió el aire ardiente del desierto para clavarse en el pecho de su infeliz víctima.
—A beber —ordenó Méhy cruzando el umbral de su suntuosa mansión—, y llevaos esto de aquí.
El comandante arrojó al suelo los ensangrentados despojos del zorro, que un sirviente se apresuró a recoger mientras otro le traía cerveza fría.
—¿Dónde está mi esposa?
—Junto a la alberca.
Serketa estaba tumbada sobre unos almohadones, a la sombra de una pérgola. Iba teñida de rubio, estaba algo gorda, tenía unos opulentos pechos y los ojos de un azul descolorido. Se cubría con un fino velo de lino y se protegía del sol para que su piel no se bronceara como la de las campesinas.
Méhy le agarró los pechos.
—¡Me haces daño, querido!
Aunque fuese un lamentable amante, a Serketa le gustaba la brutalidad de su marido, cuyas principales cualidades eran una ambición desenfrenada y un ilimitado deseo de poseer. Gracias a sus dotes de calculador y administrador, su fortuna no dejaba de aumentar. Serketa era tan ambiciosa como él y no retrocedía ante ningún tipo de crueldad. Había pensado en librarse de Méhy, convencida de que él había planeado deshacerse de ella. Pero finalmente habían preferido convertirse en cómplices inseparables, unidos por sus crímenes y su inextinguible avidez de poder.
—¿Has tenido buena caza, dulce amor mío?
—Me he divertido mucho. ¿Hay noticias de la capital?
—Por desgracia, no. Pero tengo algo interesante.
Méhy se tendió junto a su esposa. La mujer tenía el encanto de un escorpión y la magia de una víbora.
—Nuestro informador, ese hombre maravilloso que traiciona a su cofradía, acaba de hacerme llegar una carta por medio de nuestro fiel Tran-Bel.
Tran-Bel era un estafador mediocre pero complaciente, con el que el traidor del Lugar de Verdad conseguía beneficios ilícitos vendiendo muebles de calidad bajo mano. Para poder seguir con sus trapicheos, Tran-Bel se había convertido en el fiel servidor de Méhy y de su agente de contacto, Serketa, a los que nada podía negar.
—No me hagas esperar, Serketa, o te violo…
Ella besó la rodilla de su marido.
—¿Por qué no, querido? Pero, primero, escúchame: el maestro de obras Nefer tiene graves problemas por su falta de experiencia. La tumba de Ramsés el Grande no está acabada, y es probable que no puedan terminarla en el plazo previsto.
—Apasionante… Dicho de otro modo, la cofradía será considerada incompetente, y sus jefes, destituidos. Un acontecimiento sin precedentes y un buen escándalo… Nuestro amigo Abry formulará una protesta oficial y se interrumpirá el aprovisionamiento. Tal vez estemos en vísperas de la muerte de la aldea, Serketa. Y nos apoderaremos de sus secretos más fácilmente de lo que yo suponía. Los artesanos cometieron un grave error al elegir al tal Nefer como patrón.
La esposa de Méhy se quitó el velo de lino, pero tuvo buen cuidado de permanecer a la sombra. Con la mirada viciosa, el comandante se dispuso a demostrarle de qué era capaz.
Dada la urgencia de la situación, el equipo ya no regresaba a la aldea y dormía sobre esteras, al aire libre, junto a la entrada de la tumba de Ramsés el Grande.
Como Nefer había creído descubrir una debilidad en la roca, pidió a los canteros, Fened la Nariz, Casa la Cuerda, Karo el Huraño y Nakht el Poderoso que llevaran a cabo unos sondeos que, afortunadamente, no revelaron nada alarmante. Los cuatro hombres habían proseguido, pues, su trabajo intentando recuperar el tiempo perdido.
El jefe escultor, Userhat el León, y sus dos ayudantes, Ipuy el Examinador y Renupe el Jovial, daban el último repaso a las estatuas reales, de madera y de piedra, y a los «respondedores», las figuritas de trabajadores del más allá que se depositarían en la última morada del rey.
Didia el Generoso, el carpintero, terminaba los lechos fúnebres que Thuty el Sabio recubría con hojas de oro, mientras los tres dibujantes, Gau el Preciso, Unesh el Chacal y Pai el Pedazo de Pan terminaban el trazado de los jeroglíficos que contenían las fórmulas de conocimiento indispensables para que el resucitado cruzara las puertas del más allá y se desplazara, a su aire, por los hermosos caminos de la eternidad.
Y Ched el Salvador pintaba a su ritmo, como si tuviera mucho tiempo por delante. Tenía tanto talento que a Nefer casi le avergonzaba recordarle que la fecha de los funerales se aproximaba.
Afortunadamente, Paneb no había fracasado.
Fascinado por las revelaciones de Ched, de las que no había olvidado ni el menor detalle, el joven coloso había trabajado sin descanso. Su mano había repetido fielmente los gestos del maestro, pero Paneb había advertido en seguida que aquel método le procuraba resultados adecuados, aunque insuficientes.
Apoyándose en la base que le había ofrecido Ched el Salvador, había hecho diversas innovaciones en la fabricación de los colores, utilizando varias majas para distintos molidos y modificando las proporciones de los adhesivos en función de los tintes esperados. Como el pintor había subrayado, el mejor aglutinante era, en efecto, la goma de acacia.
Se habían producido algunos errores, pero Paneb los había analizado y había aprendido de ellos, evitando no cometerlos de nuevo.
El primer día, Ched el Salvador había hecho una mueca de asco ante los panes de rojo, pero sin embargo había aceptado utilizarlos. Paneb permaneció impasible, aunque sentía deseos de saltar de alegría. Por fin, después de tantos años de paciencia y de pruebas, jugaba con los colores, sabía fabricarlos y complacía al artesano encargado de dar vida a las divinidades en las paredes de la morada de eternidad de Ramsés el Grande.
Ardiente ya había conseguido mucho más que en su sueño infantil; había entrado en un mundo de ilimitadas riquezas y comenzaba a aprender los rudimentos de un lenguaje que, a su vez, le permitiría pintar en un futuro.
Pero Paneb tuvo que bajar de las nubes durante la cocción de la mixtura destinada a convertirse en azul y verde. Aunque había respetado los ingredientes y las proporciones indicadas por Ched el Salvador, sólo había obtenido tintes bastardos.
Así pues, había reanudado la tarea hasta dominar las variaciones de calor. También ahí innovó y permitió que su mano encentrara su propio método, que no coincidía exactamente con el de Ched.
De madrugada, moldeó unos panes de azul claro, azul medio y azul oscuro como el lapislázuli y, luego, panes de verde claro y verde oscuro. A Paneb le hubiera gustado comprobar su calidad, pero Ched el Salvador se había plantado ante él, elegante, afeitado y perfumado como si acabara de salir del cuarto de baño de su casa.
—¿Está lista mi cantidad de azul?
Paneb le mostró los panes coloreados.
—Tráeme un plato de terracota y un cubilete de agua.
El fabricante hizo lo que su maestro le había ordenado.
Con un rascador, el pintor desprendió algunos fragmentos de azul y los diluyó en el plato, derramando agua gota a gota. Luego utilizó un pincel muy fino, mojándolo apenas en el azul lapislázuli, para trazar, en un fragmento de calcáreo, una de las coronas del faraón que confería a su pensamiento una dimensión celeste.
Paneb estaba tan nervioso como el día en que pasó la prueba de admisión en la cofradía. Sabía que, dadas las circunstancias, el pintor no le daría una segunda oportunidad. E incluso Nefer se vería obligado a darle la razón a Ched el Salvador.
Transcurrieron interminables segundos. El pintor cambiaba la dirección de la luz en la corona y la examinaba desde múltiples ángulos.
—Tiene un grave defecto —concluyó—. Tu pan de azul tiene una longitud de, por lo menos, veinticinco centímetros; el que yo utilizo mide exactamente diecinueve centímetros. Por lo demás, se puede aprovechar.