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Haciendo un gran esfuerzo, Paneb el Ardiente consiguió mantener la calma. Si Ched el Salvador había decidido humillarlo, iba listo.

—El color no es sólo materia —declaró el pintor—. La palabra iun, «color», es sinónimo de «existencia», de «piel» y de «cabello». Gracias al color, se revela una vida secreta y la naturaleza entera se anima, desde el mineral de inerte apariencia hasta el hombre, esa criatura que se agita constantemente. ¿Has contemplado el ocre de la arena, el verde brillante de la palmera, el suave verde de los campos en primavera, el azul absoluto del cielo, el azul hechicero del Nilo o el oro del sol? Enseñan los secretos, pero nadie presta atención. Y, sin embargo, el faraón en persona hace llegar los colores al Lugar de Verdad, pues sólo él sabe por qué y cómo hacen existir las figuras que trazan los dibujantes. Nuestro dios protector es Chu, el aire luminoso, el que permite a la creación desplegar sus maravillas. Mi oficio no me permite ser imparcial, pero ¿hay algo más importante que el color?

Paneb miró con otros ojos el material del pintor que se extendía ante él. Ched el Salvador no le había hablado nunca antes de ese modo.

—Antes de pintar, vas a fabricar colores. ¡Y necesitarás mucho talento, muchacho! En circunstancias normales, hubiéramos tenido varios meses, incluso varios años, por delante. Pero Ramsés el Grande ha exigido que la vida brillara en su tumba, y necesitamos una gran cantidad de colores perfectos. Voy a enseñarte cómo debes hacerlo, y tendrás que fabricar colores sin descanso mientras yo pinto. Si no lo haces bien, serás el principal responsable de nuestro retraso y, por lo tanto, de nuestra decadencia. Recoge el material y sígueme.

—¿Adonde vamos?

—A mi taller privado.

Ched el Salvador había aprovechado una profunda grieta en la roca para instalar allí unas tablas, unos caballetes y un caldero. Por lo menos había un centenar de botes, crisoles y recipientes de múltiples tamaños, protegidos por una tela blanca tendida entre dos paredes groseramente talladas a golpe de cincel de cobre.

—Siéntate en el taburete de tres patas y escúchame atentamente, Paneb. Nuestros colores se obtienen a partir de minerales. Es preciso machacarlos lo más finamente posible hasta obtener un polvo que vas a mezclar con agua, a la que añadirás una sustancia que le da consistencia y tiene una gran capacidad adherente. Ahí reside el principal secreto del fabricante de colores. Utilizarás clara de huevo, es decir, albúmina, que no se deteriora con el agua caliente ni el agua fría, y te procurará un tipo de color que cubrirá perfectamente los poros de la piedra. La cola de pescado es otro producto de buena calidad, al igual que este excelente aglutinante.

Mientras hablaba, Ched el Salvador iba levantando las tapas de las vasijas que contenían las sustancias que estaba describiendo. Parecía un cocinero dispuesto a saborear los deliciosos manjares que había preparado.

—¡Mi aglutinante es perfecto! Hice hervir extractos de huesos, cartílagos, tendones y piel, y derramé la mezcla en un molde donde, una vez frío, se transformó en una masa compacta. Y no olvido mi hermosa resina, mezclada con polvo de calcáreo… ¡Pero mira esto!

El pintor desplazó la tapa de un pequeño crisol de terracota que tenía una forma rectangular.

—Es cera de abeja de primera calidad. La utilizo para la fusión de las colas y la aplico en la superficie pintada para protegerla. Naturalmente, un novicio haría que el ocre rojo se adhiriese directamente al yeso, pero sólo la utilización de un adhesivo es el signo inequívoco de un trabajo de calidad. Y ahora voy a presentarte el mejor, mi preferido: la goma de acacia.

Ched el Salvador abrió lentamente un jarro de alabastro.

—La goma de acacia garantiza la duración de una pintura… El tiempo no le afecta en modo alguno, hace que la materia sea estable y no se estropee por las variaciones de temperatura. La palabra seped, «espina de acacia», también significa «ser preciso, inteligente», y ese vegetal está entre las potencias luminosas gracias a las que el sol da vida. Tal vez algún día encuentres tú también la acacia.

Durante unos instantes, el espíritu del pintor escapó, como si se sumiera en antiquísimos recuerdos.

—¿Dónde estaba…? ¡Ah, sí, los aglutinantes! Bueno, ya conoces lo esencial… Pasemos a los colores.

¿Cómo hubiera podido imaginar Paneb que aquel hombre frío y distante pudiera comportarse de un modo tan apasionado? Con los ojos brillantes y las manos siempre moviéndose, Ched el Salvador parecía feliz al abrir las puertas de su universo en el que el joven coloso penetraba con arrobo.

—Obtener el negro es muy sencillo: recogerás el hollín más fino posible en los costados de los grandes recipientes en las cocinas y el negro de humo pegado a las lámparas. El polvo del carbón vegetal proporciona un hermoso negro, pero tengo también una reserva de manganeso del Sinaí. Sé prudente con ese tinte: su nombre, kem, «el cumplido, la totalidad», significa que el negro es la suma de todos los colores. Cuando Osiris es negro, encarna la totalidad de las fuerzas de resurrección.

—¿No es Kemet, «la totalidad», el nombre de Egipto?

—Sí. Se le llama así por la tierra negra, el limo que contiene todas las potencialidades de existencia y renacimiento. El blanco, que simboliza la alegría, la pureza y el brillo, lo obtendrás machacando el calcáreo de la región. Mezclando yeso con carbón vegetal o con negro de humo, obtendrás el gris. Para el pardo, pasarás una capa de rojo sobre negro o mezclarás óxido de hierro natural con yeso. Por lo que se refiere al mejor ocre pardo, es el del oasis de Dakleh, del que tengo una pequeña reserva.

—¿Y el rojo? —preguntó Paneb.

—¡Ah, el rojo! Ese color es tan terrorífico como atractivo… El rojo del desierto, de la violencia, de la sangre que transmite la vida, del fuego celestial, de la vela de la barca que se lleva las almas hacia el más allá, ese rojo que enmarca las puertas para que los demonios destructores no las crucen, el rojo que ilumina el ojo de Set cuando lucha con Apofis… Es tu color preferido, ¿no es cierto? Lo obtendrás recogiendo el ocre rojo que abunda en nuestro país, óxido natural de hierro, o calcinando el ocre amarillo para convertirlo en rojo. Este rojo amarillo, óxido de hierro más o menos hidratado, también es muy abundante. Lo encontrarás en los oasis del desierto del Oeste y, en forma de piedra, en los yebels. Yo también empleo oropimente, un sulfito de arsénico natural que, en esta forma de mineral, no es un veneno. Procede del Asia Menor y de los islotes del mar Rojo y anima las paredes con un esplendor parecido al del oro, la carne de los dioses.

Ched el Salvador mojó su pincel y dibujó una bonita mariposa bajo la atónita mirada de Paneb.

—Es rosa —explicó el pintor—. El resultado de una mezcla de yeso y ocre blanco, y sabe traducir la gracia de una mujer o la elegancia de un caballo. ¿Estás satisfecho?

—No —repuso Paneb—; ¿por qué no me has hablado del azul ni del verde?

—Tal vez seas menos estúpido de lo que creí… Algunos piensan aún que para obtener estos dos colores, que evocan los misterios celestiales y el dinamismo de la vida, basta con machacar pigmentos minerales. Pero no hay que proceder así cuando se es pintor del Lugar de Verdad.

Ched el Salvador encendió fuego bajo el caldero.

—La naturaleza nos ofrece esos pigmentos, y el arte del pintor consiste, primero, en fabricar colores que no se alteren con el tiempo. Por lo que se refiere al azul y al verde, el procedimiento es más complejo. Observa atentamente cada uno de mis gestos y grábalos en tu memoria.

Ched mezcló arena silícea, calcáreo reducido a polvo, malaquita, azurita, natrón y cenizas vegetales en un molde.

—Coceré este molde a una elevada temperatura, entre 850 y 1.100 grados. Tú la harás variar regulando el fuego, y gracias a esta variación podrás obtener distintos tonos de azul, entre el turquesa y el lapislázuli. También deberás tener en cuenta el molido: cuanto más pequeño sea el tamaño de los granos, más claro será el color. Y si cueces por segunda vez los pigmentos reducidos a polvo y compactos, el color se intensificará.

—¿Y para el verde?

—Utilizarás los mismos ingredientes que para el azul, pero en proporciones distintas, aumentando el calcio y disminuyendo el cobre. El azul te hará tomar conciencia de lo inmaterial; el verde, de la fecundidad espiritual. En cuanto al polvo coloreado, lo aglomerarás en forma de panes o en forma de disco, y diluirás algunas parcelas a medida que vayas necesitándolo. Ésos son los primeros pasos de nuestra alquimia, Paneb; si comprendes bien el arte, te llevará al corazón de nuestra cofradía.

Ched el Salvador estaba concentrado en la cocción, y daba la impresión de sentir las menores variaciones como si él mismo fuera el molde. Y el pintor enseñó a su aprendiz cómo pasar de un azul intenso a un verde diáfano.

—¿Crees que estás preparado para fabricar colores, Paneb?

—¿Acaso tengo otra alternativa?

—Necesito rojo para esta tarde y azul para mañana. Espero que no nos falte materia prima, pues no es seguro que el nuevo faraón acepte facilitárnosla. Si no hay pigmentos coloreados, se acabó la pintura.

—¡Eso es imposible!

—Ni tú ni yo podemos decidirlo, muchacho, y tengo la impresión de que el viento no nos es favorable.

Paneb comenzó a manipular con interés las vasijas llenas de cola y de goma de acacia.

—Vuestra actitud me sorprende… Hasta ahora, me habíais desdeñado y, hoy, me reveláis varios secretos del oficio. ¿A qué viene esta bondad repentina?

—El jefe de equipo me ha ordenado que te instruya y yo le obedezco. Pero, en mi opinión, no tienes posibilidad alguna de lograrlo.