Paneb el Ardiente estaba loco de alegría.
El coloso de los ojos negros, que tenía veintiséis años, había sido aceptado hacía diez en la cofradía del Lugar de Verdad para convertirse en dibujante, el sueño de su infancia. El camino había sido duro, pero Paneb no se había dado nunca por vencido, alimentado por el fuego que ardía en su interior y que nada ni nadie podría extinguir.
Ahora, el paraíso: el Valle de los Reyes, aquel ued desértico, abrumado por el sol y prohibido a los profanos. Allí, bajo la protección de la cima de Occidente, en forma de pirámide, descansaban las momias de los ilustres faraones del Imperio Nuevo, cuya alma renacía todas las mañanas en el secreto de su morada de eternidad.
Para la casi totalidad de los egipcios, penetrar en el «Gran Valle» era un sueño imposible. Y él, Paneb, había tenido esa suerte porque había perseverado, vencido innumerables obstáculos y había logrado convertirse en uno de los miembros del «equipo de la derecha».
Nadie que hubiera visto a aquel joven coloso de talla y corpulencia impresionantes hubiera dicho que sus enormes manos eran capaces de realizar dibujos de una finura y una precisión tan extraordinarias. En él se conjugaban la potencia y la gracia, pero era sólo un aprendiz, y aún tenía mucho que aprender.
Aquella perspectiva entusiasmaba a Paneb, que no protestaba ante ninguna tarea. Desde el comienzo de los trabajos de conclusión de la tumba de Ramsés el Grande, sus colegas dibujantes y pintores le habían hecho llevar los panes de colores, los pinceles, los cepillos y todo su material. El peso le parecía ligero como una pluma, puesto que podía admirar las altas rocas verticales que formaban los muros del valle prohibido, donde sólo sobrevivía la recalentada piedra. Los acantilados ocres destacaban contra el cielo, de un azul perfecto y, a mediodía, el sol no dejaba subsistir zona de sombra alguna en aquel caldero sagrado, donde se celebraba el misterio supremo de la vida y de la muerte.
Era el momento preferido de Paneb el Ardiente, enamorado de los estíos implacables, sobre todo cuando el viento no turbaba la canícula. Allí, en aquel valle mineral, silencioso y apacible, se sentía como en su casa.
—¿Sueñas, Paneb?
El hombre que le estaba hablando era el jefe del equipo de la derecha, Nefer el Silencioso, maestro de obras de la cofradía. Era de talla mediana, esbelto, con el pelo castaño, los ojos de un gris verdoso y una gran frente muy despejada; tenía el rostro grave y apaciguadora la palabra. No había necesitado más que diez años para convertirse en el patrón indiscutible de los artesanos, un cargo que, sin embargo, no había buscado.
Paneb y Nefer se habían conocido antes de su admisión en el Lugar de Verdad, y el primero había salvado la vida al segundo, que nunca olvidaría su valor. Siguiendo el camino de los escultores, Nefer había alcanzado los grados superiores de la jerarquía antes de ser admitido en la Morada del Oro, donde se había convertido en depositario del secreto de la Gran Obra, que ahora debía transmitir y encarnar en la materia.
—Cuando era un chiquillo —repuso Paneb—, soñé con un mundo perfecto, pero pronto choqué con los hombres. No hay tregua posible con ellos: hay que luchar constantemente. Ante el menor signo de debilidad, pisotean al adversario. Pero hoy sé que este mundo perfecto existe: este valle en el que nuestra cofradía excava y decora las moradas de eternidad de los faraones. El hombre no tiene en él su lugar, no hacemos más que pasar, y ya está bien así. Aquí sólo reina el silencio y te agradezco que me hayas permitido conocerlo.
—No tienes que agradecerme nada. Eres mi amigo, pero soy el jefe de este equipo y no puedo hacerte ningún favor. Te he ordenado que vinieras a trabajar al Valle porque creo que estás preparado para hacerlo.
Hasta entonces, Paneb se había limitado a desempeñar los papeles de porteador y guardián de la tumba de Ramsés el Grande, en cuyo interior no había sido autorizado a penetrar. Por el tono de Nefer, advirtió que la situación iba a cambiar.
—La jornada se anuncia larga y difícil —advirtió éste—; no tenemos mucho tiempo y debemos realizar la decoración final de acuerdo con las instrucciones que dejó Ramsés. Ched el Salvador va a confiarte un nuevo trabajo de gran importancia.
Ched el Salvador… ¡El pintor del equipo, el jefe de los dibujantes y el desdén personificado! Durante varios años, había ignorado a Paneb por completo. Pero Ardiente se había tragado el orgullo, convencido de que Ched era un maestro excepcional, de talento sin par, puesto que había sido elegido por la cofradía para pintar las tumbas reales.
—Pareces muy preocupado, Nefer.
—A algunos, los setenta días que dura el período de momificación se les hacen muy largos. A nosotros, sin embargo, se nos hacen muy cortos.
—No lo entiendo. ¿Acaso la tumba de Ramsés no está ya terminada desde hace mucho tiempo?
—En esencia, sí. Pero la regla es esperar a la muerte del rey para llenar las paredes de vida, trazar los últimos signos y las últimas figuras, y completar la morada de eternidad donde habitará por siempre su cuerpo de luz. No se permite error alguno; no hace falta correr, pero no debemos dormirnos en los laureles.
—¡Para ser tu primer trabajo como maestro de obras, el destino te la ha jugado! Te podría haber tocado un faraón menos importante que Ramsés el Grande… Pero todos confiamos en ti.
—Soy consciente de que está en juego la propia supervivencia del Lugar de Verdad. Si el nuevo faraón no estuviera contento con la última morada de su padre, decretaría nuestra desaparición.
—¿Qué dicen del tal Merenptah?
—Nosotros hacemos nuestro trabajo y no hacemos caso de los rumores. ¿Qué debemos temer si actuamos con rectitud?
A sus treinta y seis años, Nefer el Silencioso era un hombre maduro, de autoridad tranquila pero implacable. Con su mera presencia, y sin necesidad de levantar la voz, hacía reinar una indispensable coherencia en el seno de la cofradía e incitaba a los artistas a dar lo mejor de sí mismos. Nadie hubiera pensado en discutir sus directrices, que siempre perseguían la obra perfecta y la armonía de la comunidad. Incluso Paneb, de indisciplinada naturaleza, apreciaba la importancia de su amigo y se alegraba de que el Lugar de Verdad lo hubiera puesto a su cabeza. Con Nefer no tendrían cabida ni la injusticia ni la corrupción.
—¿Cómo reaccionarías si Merenptah decidiera suprimir la cofradía?
—Le demostraría que estaba cometiendo un terrible error que pondría en peligro la prosperidad de Egipto.
—¿Y si se negara a escucharte?
—En ese caso, no sería un faraón, sino un tirano, y la aventura de nuestra civilización no tardaría en finalizar.
Los tres dibujantes, Gau el Preciso, Unesh el Chacal y Pai el Pedazo de Pan depositaron una buena cantidad de panes de vivos colores y pequeños recipientes de terracota y cobre a los pies de Paneb.
—¿Qué debo hacer con eso?
—Ched el Salvador te lo indicará. Hace demasiado sol… ¿No deberías ponerte a la sombra? —preguntó Pai el Pedazo de Pan, que no soportaba el calor del Valle de los Reyes.
—¡No quiero coger frío! —bromeó Paneb.
Los tres dibujantes se dirigieron con lentos pasos a la entrada de la tumba de Ramsés el Grande. Incluso Pai el Pedazo de Pan, por lo general dispuesto a reír y a bromear se mostraba recogido. Como sus colegas, sólo pensaba en el minucioso trabajo que debía realizar.
—¿Y tú, Paneb, cómo reaccionarías? —preguntó el maestro de obras.
—Si las buenas palabras no sirvieran de nada, tomaría las armas y combatiría con él.
—¿Contra el faraón, su ejército y su policía?
—Contra cualquiera que intentase destruir la aldea. Se ha convertido en mi patria y mi alma. Sin embargo, su recibimiento no fue muy bueno y pasé diez años más bien duros.
Nefer sonrió.
—¿Acaso no sufrimos las pruebas que merecemos y somos capaces de soportar? Acabarás por hacerme creer que tu capacidad de resistencia es realmente excepcional.
—Con todo el respeto, a veces tengo la impresión de que me estás tomando el pelo.
—¿No sería eso indigno de mi cargo?
La llegada de Ched el Salvador interrumpió la conversación.
Tenía el pelo y el pequeño bigote muy cuidados, era elegante, de ojos color gris claro y nariz recta, y los labios finos. Lanzó una irónica mirada a Paneb y se dirigió al maestro de obras.
—¿Están trabajando ya mis dibujantes?
—Acaban de entrar en la tumba.
—No hay mucho tiempo…
—No tenemos ningún derecho a incumplir el plazo, Ched. Por eso he puesto a Paneb a tu disposición.
El pintor miró hacia arriba.
—¡Un aprendiz al que hay que enseñárselo todo!
—Sé un buen educador y reúnete conmigo.
Nefer se dirigió, a su vez, hacia la morada de eternidad de Ramsés el Grande, mientras Ched el Salvador tomaba en sus manos una especie de ladrillo rojo.
—¿Sabes qué es esto, Paneb?
—Color… Un color duro que no se puede utilizar en esta forma.
El pintor pareció aterrado.
—Lo que me temía… Tus ojos son incapaces de ver.