La gran puerta se abrió para dejar pasar al escriba de la Tumba, hacia el que se dirigió inmediatamente el jefe Sobek.
—¿Qué ocurre? —preguntó Kenhir.
—Tenemos problemas con el fisco, que se hace secundar por el ejército. Os esperan en el primer fortín.
Andar no era el fuerte de Kenhir, que prefería la tranquilidad de su despacho a la arena de los senderos. Sin embargo, avanzó con valentía para enfrentarse al irritado funcionario.
—¿Sois el escriba de la Tumba?
—¿Qué deseáis?
—La aldea no ha pagado el impuesto sobre los animales. Debo penetrar en su interior para identificar a los contraventores y fijar el montante de las multas.
—¿De qué animales estáis hablando? —preguntó Kenhir.
—De las vacas, los corderos, los…
El escriba de la Tumba soltó una carcajada.
—¡La ley no da risa! —protestó su interlocutor.
—La ley, no, pero vos, sí. Con este nivel de incompetencia, no sois digno de ocupar vuestro cargo. Dirigiré una detallada carta al visir, solicitando vuestro despido.
El inspector del fisco parecía desconcertado.
—No comprendo…
—¡Cuándo se ignora un expediente, no se blanden amenazas! En el interior de la aldea sólo hay animales domésticos, gatos, perros y monos pequeños. La presencia de los demás animales está prohibida por razones de higiene. Encontraréis asnos, bueyes, vacas, corderos y cerdos en el exterior de la aldea y en las tierras pertenecientes a los artesanos. Naturalmente, todas estas cabezas de ganado han sido declaradas a vuestra administración. Así pues, me habéis molestado por nada, y eso me horroriza.
Ante la colérica mirada de Kenhir, el funcionario comprendió que sólo podía batirse rápidamente en retirada y esperar que su torpe gestión fuese olvidada lo antes posible. La queja de un personaje tan importante como el escriba de la Tumba podía terminar con su carrera.
—¡Cuándo nos libraremos de este tipo de chinches! —masculló Kenhir viendo cómo el vencido ponía pies en polvorosa.
A pesar de la victoria, el jefe Sobek no mostraba un aspecto triunfal.
—¿Y ahora qué pasa? —preguntó Kenhir.
—No os he hablado de un incidente preocupante…
—¡Muy bien, adelante, pues!
—Los cuerpos del delito están en mi despacho.
Ambos hombres se dirigieron al feudo de Sobek, que mostró a Kenhir varios fragmentos de calcáreo cubiertos de unos dibujos increíbles.
Había un gato que llevaba flores a un ratón, una rata vestida con una falda y cubierta por una mona, un zorro que tocaba la flauta doble, una cabra que bailaba, un cocodrilo erguido sobre su cola y que manejaba una mandolina, una golondrina trepando por una escalera para alcanzar las ramas más altas de un árbol donde había un hipopótamo, otra rata conduciendo un carro y disparando flechas contra un ejército de roedores provistos de escudos, y un mono sentado sobre un montón de trigo.
Las caricaturas estaban muy bien hechas, pero no divirtieron a Kenhir, pues reconoció los estilizados rasgos de varios miembros de la cofradía. Y, peor aún, la rata arquera sólo podía ser el faraón combatiendo a sus enemigos. En cuanto al mono, éste tenía un notable parecido con el escriba de la Tumba.
—¿De dónde has sacado estos horribles dibujos?
—Los han dejado aquí en mi ausencia.
—Destrúyelos de inmediato.
—¿Y si el culpable vuelve a hacerlo…?
—¡Eso no ocurrirá, créeme!
Kenhir sabía quién era el culpable.
El estilo, la precisión del dibujo, la originalidad, la irreverencia… Todo apuntaba hacia Paneb el Ardiente.
El escriba de la Tumba se había mostrado muy favorable a la entrada del joven en la cofradía, aun sabiendo que la disciplina no iba a ser su fuerte. El Lugar de Verdad no podía excluir un talento semejante, pero esta vez se había pasado de la raya.
En los ojos del policía nubio había un brillo excesivamente alegre.
—¡Esto no tiene gracia, Sobek! Es una injuria a la seriedad y el rigor que deben reinar en esta aldea.
—Comparto vuestra opinión, y sé que sabréis actuar como corresponde. Pero ¿no hay algo más grave aún? Ese inspector del fisco nos ha sido enviado por Abry, el administrador principal de la orilla oeste, el mismo que intentó corromperme y que me trasladaran.
—Sigues pensando que participa en una conspiración contra el Lugar de Verdad, ¿no es así?
—Más que nunca.
El rostro de Kenhir se ensombreció.
—Me gustaría tanto que te equivocaras… Pero me he informado sobre él y el tal Abry parece un trepador dispuesto a todo. En las actuales circunstancias, es imposible seguir con la investigación. ¿Cómo prever la suerte que le reserva el nuevo faraón? ¿Destitución, ascenso o mantenimiento de su actual estatuto?
—Su intento ha fracasado, pero estoy seguro de que Abry volverá a la carga. Puesto que amenaza la seguridad de la aldea, me veo obligado a intervenir, sea cual fuera su rango.
—¡Ten un poco de paciencia, Sobek! Las primeras decisiones de Merenptah nos ilustrarán sobre la conducta que debemos adoptar. Entretanto, no bajes la guardia.
Aunque se negara a reconocerlo por miedo a asustar a los aldeanos, el escriba de la Tumba se sentía cada vez más inquieto. Si se producía una revolución en palacio y algunos intrigantes como Abry obtenían más poder, al Lugar de Verdad le quedarían sólo unas semanas de vida.
Mientras Kenhir se dirigía hacia la gran puerta de la aldea, los auxiliares salieron de sus talleres y de sus casas y les rodearon, amenazadores.
El herrero, el carnicero, los lavanderos, el calderero, el cervecero, el zapatero, los tejedores, los pescadores, los leñadores y los jardineros estaban muy alterados. Su jefe, el alfarero Beken, tomó la palabra.
—Nos llaman «los que llevan» —recordó—, pero también tenemos derechos. Y el primero es el de saber si vamos a ser devorados y con qué salsa van a hacerlo.
—De momento, no ha cambiado nada.
—¿No acabamos de ser víctimas de un ataque del ejército?
—Ha sido un ridículo error administrativo. Todo está en orden.
—¿Van a cerrar la aldea?
—Esos temores están por completo infundados.
—¿Lo decís para tranquilizarnos?
—La paga se distribuirá con normalidad, y no se ha suprimido puesto alguno. ¿Queréis más garantías?
La seguridad de Kenhir tranquilizó a los auxiliares.
—Volvamos al trabajo —recomendó el alfarero.
Las vagas protestas del herrero se perdieron entre los murmullos del grupo, que se dispersó arrastrando los pies mientras el escriba de la Tumba penetraba en la aldea, donde fue asaltado, de repente, por la esposa de Pai el Pedazo de Pan, visiblemente trastornada.
—¡Mi gatito ha desaparecido! Estoy segura de que mi vecina lo ha escondido en su casa… Le gustaba por su pelaje negro y lustroso, y me lo ha robado. ¡Hay que registrar su casa y condenarla!
—Tengo otras cosas que hacer y…
—¡De lo contrario, la denunciaré ante el tribunal de la aldea!
Kenhir suspiró.
—Bueno, vamos.
El escriba de la Tumba ya imaginaba la terrible pelea entre las dos amas de casa, pero le tocaba resolver este tipo de problemas para mantener la armonía entre las familias.
Afortunadamente, el gato saltó desde un tejado para aterrizar a los pies de su dueña, que lo tomó en brazos y lo cubrió de besos, a la vez que le hacía dulces reproches.
Kenhir estaba atónito ante la inconsecuencia femenina, y prefirió alejarse sin decir palabra. ¿Qué más tendría que aguantar aún durante esa maldita jornada?
—La comida ya está lista —anunció Niut la Vigorosa en cuanto el escriba de la Tumba regresó a su casa—. De postre tenéis un pastel relleno de dátiles.
—¿Será meloso, al menos?
—Ya lo veréis.
¿Cómo se atrevía la pequeña peste a mostrarse tan insolente? Algún día, Kenhir la haría pasar por el aro. Pero ahora le preocupaban otros asuntos mucho más serios.
¿Conseguiría el maestro de obras Nefer el Silencioso terminar a tiempo la morada de eternidad de Ramsés el Grande, de acuerdo con las normas que le habían sido impuestas? El hombre tenía cualidades excepcionales, es cierto, pero era su primera gran obra, y tal vez careciera del genio necesario para llevarla a cabo.
Si Nefer fracasaba, el Lugar de Verdad estaría condenado a desaparecer.