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Sobre todo, no pases tu maldita escoba por mi biblioteca —recordó el escriba de la Tumba a su sierva Niut la Vigorosa—. Yo mismo haré la limpieza.

La muchacha se limitó a encogerse de hombros. Era el mismo sermón de cada mañana.

A sus sesenta y dos años de edad, más gruñón que un viejo chivo solitario, Kenhir tenía aspecto de patán y la corpulencia de un escriba que ocupara un cargo importante, pero también unos ojos maliciosos y vivos a los que no se les escapaba nada.

Kenhir había vencido el insomnio que lo torturaba desde la muerte de Ramsés el Grande gracias a una tisana de mandrágora. Sabía que la pequeña comunidad estaba en peligro durante aquel período de transición, y que no sobreviviría a la decisión de un faraón hostil a su modo de vida, pero sin embargo seguía cumpliendo su función como si fuera a durar eternamente.

Ante todo, el aprovisionamiento de agua de la cofradía, que se realizaba de dos modos: por un lado, el profundo pozo excavado a unos sesenta metros al nordeste del templo de Hator, y por el otro, las incesantes entregas de los arrieros. El pozo era una especie de obra maestra, con sus paredes verticales, en ángulo recto, sus losas de calcáreo y su soberbia escalera, que permitía que los ritualistas fueran a recoger agua para las ceremonias. Pero no bastaba para los usos cotidianos, tanto menos cuanto la higiene era una de las preocupaciones principales de la aldea. Por ello, todas las mañanas, el escriba de la Tumba esperaba impacientemente la llegada de los aguadores, cuyas pesadas jarras permitían llenar las enormes ánforas de terracota rosada, homogéneamente cocidas, recubiertas de un vidriado claro o de un rojo oscuro, y dispuestas en las callejas de la aldea, al abrigo de unos huecos, para preservar el frescor del precioso líquido. Algunas de estas ánforas llevaban inscritos los nombres de Amenhotep I, Tutmosis III o la reina faraón Hatsepsut, y recordaban que los soberanos se preocupaban por el bienestar de los habitantes del Lugar de Verdad.

El reglamento era estricto: los portadores vertían agua pura varias veces al día, en dos depósitos, uno al norte de la aldea, y el otro al sur. Los aldeanos iban a buscar agua con jarras para llenar las ánforas del interior, cuyo contenido utilizaban para beber, lavarse o cocinar. Desde la creación de la cofradía, nunca había habido penuria, sino, muy al contrario, una abundancia muy apreciada por la pequeña comunidad que vivía en una zona desértica.

El escriba de la Tumba había sido nombrado por el visir con la aprobación del faraón. Ahora tenía muchísimo trabajo: le tocaba velar por la prosperidad de la aldea, preservar el buen entendimiento entre los dos jefes de equipo, pagar al personal, llevar el Diario de la Tumba, en el que anotaba, cuidadosamente, las ausencias y sus motivos, recibir el material necesario para los trabajos y distribuirlo, y proseguir la Gran Obra iniciada por sus predecesores. Era una labor espantosa que, sin embargo, no le impedía entregarse a su distracción favorita: la escritura.

Kenhir era hijo adoptivo del ilustre Ramosis, que había sido elevado a la rarísima dignidad de «escriba de Maat» antes de su muerte. Kenhir había heredado su hermosa morada, su despacho y, sobre todo, su rica biblioteca donde figuraban todos los grandes autores cuyas obras había copiado, con su caligrafía difícil y casi ilegible. Era aficionado a la poesía épica, y había compuesto una nueva versión de La batalla de Kadesh, que había supuesto la victoria de Ramsés sobre los hititas y de la luz sobre las tinieblas, y había emprendido una reconstrucción novelesca de la prestigiosa decimoctava dinastía. Cuando se retirara, Kenhir se consagraría a la redacción definitiva de una Clave de los sueños, fruto de una larga investigación.

—Un artesano pregunta por vos —le avisó Niut la Vigorosa.

—¿No ves que estoy ocupado? ¡Cuándo podré estar tranquilo en esta aldea!

—¿Queréis verle o no?

—Que venga —gruñó Kenhir.

Ipuy el Examinador, un escultor del equipo de la derecha, era más bien canijo y nervioso, aunque bastante hábil. Sabía domesticar la roca más reacia y nunca refunfuñaba ante un problema difícil.

—¿Algo va mal?

—He tenido una pesadilla —confesó Ipuy—. Necesito consultaros.

—Cuenta.

—Primero, el dios carnero Khnum se me ha aparecido y me ha dicho: «Mis brazos te protegen, te confío las piedras nacidas del vientre de la montaña para construir templos». Era más bien terrorífico…

—Te equivocas, es un excelente presagio. En Khnum se encarna la energía de la creación que construye a los hombres y da a los artesanos la capacidad de domar su potencia. ¿Y qué pasaba después?

—Bueno eso… es más delicado.

—No tengo tiempo que perder, Ipuy. Habla o vete.

El artesano parecía muy turbado.

—He soñado que hacía el amor con una mujer… que no era mi esposa.

—¡Eso es muy malo! Sólo hay una solución: al amanecer, zambúllete en agua fresca de un canal, y estarás de nuevo en paz. Pero dime… ¿Por qué te has quedado en la aldea en lugar de ir a trabajar al Valle de los Reyes con el resto del equipo?

—He llevado ofrendas a la tumba de mi padre y mi esposa está enferma.

Kenhir anotó los dos motivos, considerados como válidos, en el Diario de la Tumba. Ipuy no merecía el terrible apelativo de «perezoso», que le habría acarreado graves sanciones. El escriba de la Tumba comprobaría, sin embargo, sus afirmaciones, pues ya no confiaba en nadie desde que un artesano había dado, como motivo de su ausencia, el fallecimiento de su tía… ¡qué había muerto por segunda vez!

Apenas hubo salido el escultor de la sala de columnas que servía de despacho a Kenhir, cuando penetró en ella Didia el Carpintero, un hombre de gran talla y lentos gestos.

—El jefe de equipo me ha confiado un trabajo en el taller —explicó—, y me ha pedido que os recuerde que mañana por la mañana hay que pagar los salarios.

El pago de los salarios… ¡Se repetía cada veintiocho días, inexorable! El escriba de la Tumba y los dos jefes de equipo recibían cinco sacos de espelta y dos sacos de cebada cada uno, mientras que cada artesano tenía derecho a cuatro sacos de espelta y uno de cebada. Además, a todos se les entregaba carne, ropa y sandalias. Cada diez días, Kenhir velaba por la distribución de aceite, ungüentos y perfumes. Y, diariamente, cada aldeano recibía cinco kilos de pan y pasteles, trescientos gramos de pescado, varias clases de legumbres, fruta, leche y cerveza. Los excedentes les permitían hacer trueques en el mercado.

—¿Es necesario que me recuerdes mis obligaciones, Didia?

—El período es angustiante y muchos se preguntan si las entregas diarias están aseguradas.

—De no ser así, yo seré el primero en avisaros. Mañana se pagarán los salarios como de costumbre, y no faltará ni un solo puñado de grano.

Carpintero se retiró, más tranquilo.

Kenhir no podía confesarle que sus temores estaban fundados. Si el nuevo faraón, que nunca había ido a la aldea, cedía a ciertas presiones, los artesanos dejarían de recibir provisiones. Quedaban los silos pertenecientes a la cofradía y que le permitirían sobrevivir por algún tiempo.

El escriba de la Tumba protestaba por todo; se quejaba de sus condiciones de trabajo, evocaba a menudo la brillante carrera que hubiera podido hacer en Tebas, pero amaba la aldea más que su propia vida, y a pesar de que siempre estaba refunfuñando, Kenhir sabía que acabaría sus días como su predecesor y padre adoptivo, porque el Lugar de Verdad le parecía el corazón de Egipto, el lugar donde unos simples hombres, con sus cualidades y sus defectos, realizaban, día tras día, una obra extraordinaria al servicio de lo divino.

Lo malo era que debía hacerles cohabitar sin demasiados enfrentamientos y que todas las preocupaciones recaían sobre él.

—He terminado de limpiar —dijo Niut la Vigorosa—. Voy a preparar la comida.

—Nada de pepino, no lo digiero bien. Y el pescado, sin demasiadas especias.

Debería haberse librado mucho tiempo atrás de aquella pequeña peste que se había apoderado de su morada, pero trabajaba bastante bien y, además, soportaba su mal carácter.

—Hay otro que desea hablar con vos —dijo la sierva.

—¡Pero no va a terminar nunca! Dile que vuelva más tarde.

—Al parecer es muy urgente.

—De acuerdo…, que pase.

La esposa de Pai el Pedazo de Pan, un dibujante del equipo de la derecha, se presentó ante el escriba de la Tumba. Parecía aterrorizada.

«Otra aburrida historia de pareja —pensó Kenhir—. Él la ha engañado, ahora quiere denunciarlo y habrá que reunir el tribunal de la aldea.»

—El guardián de la puerta ha hecho llegar un mensaje del jefe de seguridad… ¡Ha sucedido algo horrible!

—Tranquilizaos y decidme su contenido.

—Hay soldados en el primer fortín… ¡Quieren invadir la aldea!