Méhy, el tesorero principal de Tebas, deambulaba por la sala de recepción de su suntuosa villa. Era un financiero sin igual y un gran manipulador de cifras; el oculto dueño de la región era, también, el apreciadísimo comandante de las fuerzas armadas, que se beneficiaba de su generosidad.
Tenía el rostro redondo, el pelo muy negro y aplastado, los ojos de un marrón oscuro, los labios carnosos, las manos y los pies rechonchos, el pecho ancho y poderoso. Estaba muy seguro de sí mismo y de su capacidad de seducción, y le obsesionaba un objetivo aparentemente inaccesible: apoderarse de los muchos tesoros que albergaba el Lugar de Verdad. Sabía que los artesanos producían increíbles riquezas en la Morada del Oro y había visto la Piedra de Luz que les servía para iluminarse cuando se zambullían en las tinieblas de una tumba del Valle de los Reyes.
Méhy se había librado de un policía, para huir sin ser identificado. La carta anónima enviada a Sobek, para que Nefer el Silencioso fuera acusado del crimen, por desgracia, no había producido los efectos esperados, porque la intervención de la misteriosa mujer sabia del Lugar de Verdad y la investigación del tribunal habían absuelto al artesano. Pero el comandante seguía fuera de sospecha y su ascenso había proseguido, a costa de la desaparición de su suegro, que él mismo había organizado hábilmente, y de la complicidad de su deliciosa esposa, Serketa, tan encantadora como un escorpión, pero ambiciosa, ávida e implacable como él.
Méhy era rico, poderoso, y gozaba de una excelente reputación. Nunca había aceptado que el tribunal de admisión del Lugar de Verdad lo rechazase; su deseo de venganza iba acompañado por un deseo de transformar el viejo Egipto, empantanado en sus tradiciones y sus creencias, en un país moderno y conquistador donde la ciencia, encarnada por su amigo Daktair, conmoviera a una sociedad anquilosada. Méhy era consciente de que debería actuar con prudencia y paciencia.
La realización de ese gran designio implicaba descubrir los secretos de la cofradía, que los faraones protegían celosamente para asegurarse su exclusiva. El principal adversario de Méhy había sido Ramsés el Grande, y su único intento de suprimir al monarca saboteando su carro se había saldado en un fracaso. El comandante se había visto obligado a admitir que el viejo soberano gozaba de una suerte sobrenatural, y se había limitado a eliminar al saboteador, que podría haberse ido de la lengua. La única estrategia posible era tejer su telaraña alrededor de la aldea y esperar la muerte de Ramsés.
¡Méhy se había librado, por fin, del benefactor del Lugar de Verdad! Sin Ramsés, los artesanos quedarían desamparados; y no era seguro que el nuevo rey, Merenptah, un hombre del Norte, estuviera tan bien preparado como su predecesor. Pero el tesorero principal de Tebas no conseguía obtener noticias precisas de Pi-Ramsés, la capital donde había sido coronado Merenptah. Decían que era conservador, que carecía de cualquier intención innovadora y que estaba decidido a seguir los pasos de Ramsés el Grande; aunque siempre quedaba la esperanza de que el poder supremo modificase su carácter.
En cuanto a las intrigas, éstas iban a crecer y a perfeccionarse. Algunos se adaptaban a un reinado de transición, que probablemente sería breve, para preparar mejor un mundo nuevo. Un mundo en el que Méhy desempeñaría un papel de primer orden si poseía los secretos del Lugar de Verdad.
Durante el interminable período de momificación, podían producirse acontecimientos inesperados. La brutal muerte de Merenptah, por ejemplo, y una lucha por el trono. Méhy esperaba que no fuera así, pues todavía no estaba preparado para participar en ella. Soñaba con manipular a un monarca que se luciera en el proscenio, mientras él detentara el verdadero poder en la sombra. ¿Por qué no reproducir en el escalón supremo lo que había conseguido hacer con el alcalde de Tebas?
Un Merenptah estático, anclado en antañones principios e incapaz de percibir la ineluctable evolución del país: ¿acaso no sería ese mediocre faraón su mejor aliado?
Para poner a prueba el estado de ánimo y la capacidad de resistencia de los artesanos, había convencido a su aliado Abry, el administrador principal de la orilla oeste, para que enviara una escuadra y un inspector del fisco a la aldea.
Si conseguían forzar la puerta, Méhy penetraría por la brecha y reduciría los privilegios de la cofradía.
Esta vez, el asunto era serio.
El jefe Sobek comprobó que, en efecto, se trataba de soldados, en su mayoría, de edad madura. Por primera vez desde que ocupaba el cargo de jefe de seguridad del Lugar de Verdad, se veía directamente confrontado con las tropas.
Los infantes estaban dispuestos en dos hileras y se habían detenido ante el primer fortín. Los policías nubios, en su mayoría fuertes mocetones bien entrenados, iban armados con garrotes y espadas cortas. Sobek era considerado un verdadero jefe de clan, y sus soldados le obedecerían fueran cuales fuesen sus órdenes.
Éste se adelantó.
—¿Quién os envía?
—Yo —respondió un veterano, visiblemente impresionado por el atleta negro que lo miraba de arriba abajo—, pero estoy a las órdenes del inspector del fisco.
Oculto hasta entonces por los soldados, un tipo rechoncho salió de las filas y se dirigió a Sobek con voz débil pero aguda.
—Tengo una orden del administrador principal de la orilla oeste para censar los animales de la aldea y calcular las tasas que se deben aplicar. Como no he recibido declaración alguna en los últimos años, sin duda, habrá atrasos. Vos, que representáis la fuerza pública, debéis colaborar y ayudarme a cumplir mi misión.
El jefe Sobek no esperaba un ataque de ese tipo.
—¿Tenéis la intención… de entrar en la aldea?
—Tenemos que entrar forzosamente.
—Mis órdenes son estrictas: está prohibido el acceso a todo aquel que no sea un artesano o un miembro de su familia.
—Sed razonable: represento el poder administrativo.
—Sólo el faraón y el visir son excepciones a la regla que acabo de recordar. Y vos no sois ni lo uno ni lo otro.
—¡Tenéis que inclinaros ante el fisco! Id a buscar al escriba de la Tumba, él os refrescará la memoria.
Sobek vaciló unos instantes. A fin de cuentas, no era una mala solución; evidentemente, el inspector no conocía a Kenhir el Gruñón.
—De acuerdo, pero que los soldados no den ni un paso más. Si intentan cruzar este fortín, mis hombres los expulsarán sin miramientos.
—No me gusta demasiado ese tono, jefe Sobek. Vuestros policías son menos numerosos que mis soldados, y el derecho está de mi parte.
—Si os lo tomáis así, no iré a buscar a nadie y yo me encargaré personalmente del asunto.
Los policías nubios no necesitaron órdenes para blandir sus garrotes. Eran más jóvenes y rápidos que sus adversarios, y no temían enfrentarse a dos o tres de ellos.
—No nos pongamos nerviosos —recomendó el inspector del fisco—; estoy aquí para que se respete el orden, y vos también.
—Mis consignas son muy estrictas, debo aplicarlas al pie de la letra.
—¡Id a buscar al escriba de la Tumba!
—¡Sobre todo, no deis ni un paso!
El funcionario crispado no respondió. Le habían avisado de que su misión no sería fácil, pero no esperaba semejante resistencia, y aquel negro tan alto le daba miedo. Si se producía una pelea, ¿no corría el riesgo de recibir un buen golpe? Por el momento, sería mejor renunciar al uso de la fuerza y discutir con el escriba de la Tumba.
El jefe Sobek no se apresuró a cruzar los fortines. Aquel montón de soldados no acabaría con sus hombres, pero tras éstos llegarían otros, más numerosos y temibles.
¿Quién, sino Abry, el administrador principal de la orilla oeste, había ordenado su intervención? Sobek se lo cruzaba de nuevo en su camino. El alto funcionario había intentado corromperlo, en vano y, luego, hacer que lo trasladaran, como si quisiera alejar a un policía molesto, capaz de implicarlo en el caso del asesinato que no dejaba de obsesionar al nubio.
Por tercera vez, Abry lanzaba un ataque contra él y, más directamente aún, contra el Lugar de Verdad.
Sin duda actuaba así porque era culpable, en uno u otro grado, y quería librarse de los que lo acusaban.
El problema del día era aquel funcionario del fisco. Tal vez fuera imposible evitar un conflicto, pues no bastaría con avisar a Kenhir. Sería preciso, también, que el escriba de la Tumba aceptara hablar con él.