El maestro de obras, la mujer sabia y Fened la Nariz se habían puesto de acuerdo sobre el emplazamiento de la morada de eternidad de Siptah en el Valle de los Reyes, un poco más al noroeste que la de Seti II. Nefer el Silencioso, que llevaba puesto el delantal de oro, golpeó por primera vez la roca virgen con un mazo y un cincel de oro; luego, el nuevo jefe del equipo de la derecha golpeó a su vez con el gran pico, habitado por el fuego del cielo.
Le correspondía a Paneb dirigir la construcción y la decoración de la tumba, cuyo ambicioso plano había sido concebido por Nefer.
—El calcáreo es de buena calidad; no debemos temer ninguna sorpresa desagradable.
—Desconfía, de todos modos —recomendó Silencioso—; la roca, a veces, es caprichosa. Estar demasiado seguro de uno mismo puede conducir a cometer errores irreparables.
—La roca de este acantilado me parece de excelente calidad. Y, además, tú estarás a mi lado para corregirme, si me equivoco.
—Un jefe de equipo que se equivoca no merece su cargo.
Aquellas palabras de Nefer le dolieron infinitamente más que si le hubieran propinado una paliza descomunal.
—¿Crees que podría desmerecerme hasta ese punto?
—Nuestro oficio es una aventura llena de sorpresas; permanece atento, sé perseverante y no olvides que la materia, como los hombres, tiende hacia la inercia y el caos. Ahora, tú diriges, por lo que no esperes que las cosas te sean fáciles; incluso cuando duermas, soñarás con el trabajo de la víspera y con el del día siguiente.
El sol se ponía en el Valle; los artesanos guardaban las herramientas y se disponían a partir hacia la estación del collado, donde pasarían la noche para iniciar la obra al día siguiente.
Nefer y Paneb se quedaron solos ante la futura morada de eternidad de Siptah.
—¡Qué extraordinaria vida nos ofrece el cielo, Paneb! ¿Eres consciente de la suerte que nos dispensan los dioses?
—Todos los días realizo mis sueños… ¿Qué más se puede pedir? Y, sin embargo, sé que hay que explorar más a fondo el poder de estos lugares y la sabiduría de la cofradía, y que debo transmitir los conocimientos que he adquirido.
Lentamente, los dos hombres se dispusieron a seguir a los demás miembros del equipo. Nefer sabía que Paneb estaba al principio de un nuevo camino, y Paneb sentía tal admiración por Nefer que no se podía expresar con palabras. En la paz vespertina, la fraternidad que los unía se fundía con los cálidos colores del sol poniente.
Tras realizar los ritos del alba, Nefer el Silencioso dio la orden de bajar de la estación del collado hacia la aldea. Los artesanos estaban impacientes por encontrarse con sus familias, y él por ver a Clara, pero dudaba en abandonar la montaña, como si concediera a la cofradía la protección que necesitaba.
—Y ahora un merecido descanso —dijo Casa la Cuerda—; tal vez hayamos elegido el lugar adecuado para excavar, pero la roca es muy dura, y tengo los brazos molidos.
El maestro de obras empezó a andar por el sendero, pensando en los dramas que había vivido Egipto desde la muerte de Ramsés el Grande. Un faraón de aquella envergadura había dejado una huella tan profunda en el país que sus sucesores no podían evitar que se los comparase con él. ¿Cuánto tiempo tendría que pasar aún para ver aparecer a un soberano de la talla del fundador del Ramesseum?
A pesar de todas las adversidades, el Lugar de Verdad había salido adelante. Había proseguido la obra iniciada desde su creación y enriquecido la Piedra de Luz. Con dos jefes de equipo de temperamento tan distinto como Paneb y Hay, la cofradía mantendría el dinamismo necesario para proseguir sus trabajos, cuya coherencia debía asegurar el maestro de obras, mientras la magia de la mujer sabia trazaba nuevos senderos.
Paneb había llenado con puntiagudas esquirlas de sílex una bolsa que llevaba al hombro.
—¿Qué piensas hacer con estas piedras? —le preguntó Ipuy el Examinador.
—Pocas veces las he visto de esta forma. Las tallaré para fabricar cinceles y regalárselos a los escultores.
—Más trabajo en perspectiva —se lamentó Renupe el Jovial.
—No te hagas el sorprendido —ironizó Ched el Salvador—; un nuevo jefe de equipo debe demostrar de qué es capaz, y a nosotros nos toca probar que estamos a la altura de sus exigencias.
—¡Pero somos humanos! —protestó Casa.
—Lo sé perfectamente —reconoció el coloso—; por eso, demasiado descanso os perjudicaría. Cuando la mano holgazanea, pierde su temple.
Varios artesanos se preguntaron si Paneb no tendería a pisotear las reglas en caso de urgencia; y la preparación del equipo funerario de Siptah podría muy bien considerarse como tal.
El caballo de Méhy estaba agotado; empapado en sudor, jadeante, con el corazón palpitante, era incapaz de galopar de nuevo.
—Este animal no me sirve —dijo el general, entregando el cuadrúpedo a sus palafreneros.
Era el tercer purasangre al que Méhy agotaba desde que había comenzado la mañana; el general no tenía la menor consideración con los animales, en los que descargaba sus nervios.
Los arqueros de élite también habían sufrido su cólera: demasiado blandos, demasiado lentos, demasiado imprecisos… El general les había demostrado que seguía siendo el mejor de todos ellos, antes de derribar en la lucha a un infante más pesado que él.
Méhy entró en su villa, apartando con brusquedad a su intendente, que le ofrecía una bebida fresca y unos paños perfumados, y se arrojó directamente sobre su mujer. Le desgarró su vestido nuevo y después le hizo el amor con tanta brutalidad que, durante unos instantes, Serketa creyó alcanzar el placer.
—¡Me haces daño, cariño!
—Esa espera interminable me saca de quicio… Frótame el vientre, he comido demasiado esta mañana.
El general tenía los músculos tensos.
—Nuestro aliado en la cofradía no lo conseguirá —profetizó Méhy.
—Generalmente es muy prudente, pero esta vez parecía optimista —recordó Serketa.
—¡El Lugar de Verdad nos ha jugado tantas malas pasadas!
—Porque lo hicimos mal, mi tierno león… Pero esta vez el golpe será certero.
—¡Ese Nefer parece indestructible!
—Cuando haya desaparecido, su cofradía desaparecerá con él —prometió Serketa.
—Esperemos que suceda lo mismo con el triunvirato que está a la cabeza del Estado. No consigo descifrar la estrategia del canciller Bay.
—Es muy sencillo: el canciller ama a la reina, sabe que es inaccesible, pero hace todo lo posible para que se convierta en faraón. El pobre y pequeño Siptah, tullido y sin personalidad, es sólo un ardid para engañar a los cortesanos mientras Tausert va sentando las bases de su futuro poder.
—Bay es más temible de lo que imaginaba…
—Sólo vive para Tausert. Cuando hayamos eliminado al maestro de obras, la emprenderemos con ella. La reina es un soberbio adversario, casi tan peligroso como yo.
Méhy se tumbó boca abajo.
—Dame un masaje en los riñones… Esos repugnantes caballos me los han destrozado.
—Tausert confía en ti, y ese error será fatal para ella.
El general estiró el brazo hacia atrás y agarró a su mujer por el pelo.
—¡La reina no es nada, lo verdaderamente importante es la Piedra de Luz! Y mientras el maestro de obras viva, no podremos poseerla.
—Entonces, no vivirá mucho tiempo.
—No falta ninguna herramienta —concluyó Imuni tras realizar un examen a fondo.
—Mejor así —dijo el escriba de la Tumba con voz cansada—. ¿Algún incidente digno de mención?
—De momento, no.
—¿Estás seguro?
—Completamente.
Kenhir sólo se había tranquilizado a medias. El viejo escriba se sentía angustiado, como si una inminente catástrofe amenazara a la aldea. Así pues, durante toda la jornada, había recorrido las callejas recavando noticias de unos y otros, pero no había descubierto nada alarmante.
Su joven esposa, Niut la Vigorosa, advirtió su nerviosismo.
—¿Estáis preocupado por algo?
—He tenido una pesadilla, aunque esta vez no estaba dormido. Desde esta mañana, no dejo de hacerme mala sangre.
—¿Os habéis excedido con la comida a mis espaldas?
—¡Claro que no! Releeré algún buen autor, eso me tranquilizará.
Niut se sintió de pronto angustiada; Kenhir le había transmitido sus preocupaciones.
La Vigorosa empezó a barrer la casa enérgicamente para disipar su malestar.
Negrote, que generalmente era un animal tranquilo, estaba muy inquieto; no dejaba de ir y venir, solicitar una caricia, tumbarse y volver a levantarse enseguida.
Nefer intentaba calmarlo en vano; en los ojos color avellana del perro negro había una pregunta que Silencioso no conseguía descifrar.
—¿Has perdido tu amuleto? —preguntó Clara.
Nefer se puso la mano en el cuello. El nudo de Isis había desaparecido.
—Ha debido de romperse el cordón; no me he dado cuenta.
—Mañana mismo te daré otro.
La mujer sabia descubrió un pequeño pedazo de papiro que había sido arrojado por debajo de la puerta. Lo recogió, leyó el mensaje y luego lo dejó sobre una mesita.
—Los auxiliares me reclaman… Ha habido un accidente. Me llevaré a Negrote, así podrá corretear.
Obed el herrero quedó muy sorprendido.
—¿Un accidente? No, no lo creo… Los auxiliares se han marchado hace un buen rato.
—Comprobémoslo, de todos modos —exigió Clara.
En compañía del herrero, la mujer sabia inspeccionó los talleres: estaban completamente vacíos.
Cuando regresó a su casa, Clara advirtió enseguida que el pedazo de papiro ya no estaba sobre la mesita.
Negrote dio un brinco hacia la alcoba y soltó un aullido desgarrador.
—Nefer, ¿qué ocurre? Nefer… ¡Contesta!
El maestro de obras estaba sentado en un sillón, con un trozo de sílex clavado en el corazón.
En la mirada tenía una luz apenas perceptible. Nefer había luchado más allá de sus fuerzas para ver por última vez a la mujer a la que tanto había amado durante su vida en la tierra y a la que no dejaría de amar durante toda la eternidad.
Nefer ya no podía articular palabra, pero Clara puso las manos sobre las de Nefer y compartió con toda el alma el último instante de comunión y felicidad que Silencioso había sabido arrancarle al destino.