73

Cuando Serketa se encontró de nuevo con el traidor, el porvenir le parecía mucho más halagüeño que la vez anterior. La reina Tausert acababa de marcharse de Tebas para dirigirse a Pi-Ramsés, y nadie dudaba de que, en cuanto llegara a la capital, intentaría vengarse de Bay por todos los medios y librarse de Siptah, su marioneta.

Y el general Méhy sería visto como el único hombre sensato de Egipto, y a su alrededor se reunirían los dirigentes más razonables, tanto del Sur como del Norte.

—Te he traído lo que me pediste —le dijo Serketa al traidor, al tiempo que le tendía una redoma.

—¿Estáis segura de que este veneno es eficaz?

—No temas.

—¿Cuánto tiempo tarda en hacer efecto?

—Aproximadamente, una hora. ¿Debo entender que estás dispuesto a actuar, por fin?

—Hay una excelente oportunidad a la vista…

—Si lo consigues, serás rico.

Terminado el período de luto, la cofradía podía festejar finalmente el nombramiento de Paneb el Ardiente como jefe del equipo de la derecha. El banquete se anunciaba tanto más alegre cuanto, desde su entrada en funciones, el coloso había tranquilizado a los más inquietos, ciñéndose al reglamento, sobre el que velaba, por otra parte, el escriba de la Tumba.

Paneb había dirigido la maniobra de introducción del sarcófago de Seti II en su tumba con perfecta maestría y había examinado, uno a uno, los objetos que contenía el tesoro que acompañaría al alma real por el más allá. El coloso podía parecer, en determinadas ocasiones, un hombre algo autoritario, pero como se exigía siempre más a sí mismo que a los demás, nadie tenía nada que objetar.

El advenimiento de un nuevo jefe de equipo era un acontecimiento excepcional, por lo que los banquetes prometían ser memorables: costillas de buey, varias clases de pescado, purés de verduras, quesos frescos, pasteles de miel, cerveza fuerte y diversos caldos.

A Nefer el Silencioso y a su esposa les gustaba la alegría simple y profunda que compartían todos los aldeanos, incluidos el monito verde, Encantador, Bestia Fea y Negrote, que se había hartado de carne hasta el punto de quedarse dormido a los pies de su dueño. Las bromas, de mal gusto a veces, brotaban de todas partes, e incluso los más feroces adversarios de Paneb, como Casa la Cuerda o Nakht el Poderoso, habían bajado la guardia para felicitar, cálidamente, al coloso.

—En el fondo, has caído en la trampa —le dijo Nakht—: nosotros podemos alegrarnos de tu ascenso, pero no sé si estarás tan contento. En cuanto un miembro del equipo tenga un problema, pronunciará un solo nombre: ¡Paneb! ¿O acaso no es el jefe responsable de los errores de sus subordinados?

—No me hace mucha gracia, pero reconozco que tienes razón.

Aperti, que había bebido cerveza sin que sus padres lo advirtieran, se había dormido sobre un taburete; tras haber corrido un incalculable número de veces alrededor de la gran mesa común, los demás niños, cansados por haber jugado demasiado, comenzaban a dormirse.

Uabet la Pura, que estaba más orgullosa de su marido de lo que se atrevía a reconocer ante las sacerdotisas de Hator, tomó a su hija en brazos e indicó a los demás que ya era hora de ir a acostarse.

Antes de volver a casa, el maestro de obras dio un abrazo a su hijo adoptivo y le dijo:

—Tenemos mucho trabajo por delante, Paneb; en cuanto la fiesta haya terminado, hablaremos de ello con Hay y el escriba de la Tumba.

Mientras Nefer se retiraba en compañía de la mujer sabia, Renupe el Jovial puso ante el coloso una hermosa ánfora que contenía, por lo menos, tres litros de vino.

—Un caldo excepcional que procede de la bodega de Kenhir y que he abierto hace una hora… ¡Muélelo!

Paneb reconoció que el vino, que databa del último año de Ramsés II, tenía un extraordinario aroma.

—¡Hónranos, jefe de equipo, y prueba esta maravilla a nuestra salud! —propuso Nakht el Poderoso.

El coloso no se hizo de rogar, y vació el ánfora a gran velocidad.

—¡Larga vida a Paneb! —clamó Pai el Pedazo de Pan, cuyo entusiasmo se contagió a los demás.

La aldea se había dormido, pero Paneb no se resignaba a volver a casa. No estaba borracho, aunque sí algo mareado, y esperaba que el aire fresco de la noche lo ayudara a reponerse. Pero el corazón le latía de un modo irregular, tenía la espalda empapada en sudor y veía que el cielo se estriaba de rojo, azul y verde.

De repente, le dio un arrebato y empezó a pegarle puñetazos a un murete hasta que lo derribó. A continuación, se le ocurrió la descabellada idea de destruir una casa, y entonces comprendió que estaba poseído por un demonio.

Solo, no conseguiría librarse de él, por lo que decidió ir a casa del maestro de obras; sin duda, Clara tendría algún remedio.

Pero la calleja se movía de un lado para otro, mientras a sus pies se abrían enormes agujeros.

El coloso se quedó petrificado durante unos instantes, y luego siguió avanzando.

¡Sí, aquélla era la puerta!

A costa de un enorme esfuerzo, Paneb intentó derribarla con la ayuda de una piedra.

—¡Ábreme, Nefer, o la muerte será esta noche!

Paneb ya no reconocía su propia voz, no sabía lo que decía ni lo que hacía.

La puerta se abrió.

—¡Paneb! —exclamó Nefer—. ¿Qué sucede?

—No te veo, te oigo mal…

El maestro de obras sostuvo a su hijo adoptivo, lo hizo pasar y lo ayudó a sentarse en la primera estancia sin darse cuenta de que, en la calle, a lo lejos, los estaba observando el escriba ayudante Imuni.

Clara se levantó enseguida de la cama para atender a Paneb. Le examinó los ojos, le tomó el pulso, y le escuchó la voz del corazón y la del estómago, y finalmente concluyó:

—Paneb ha sido drogado. Probablemente, con una mezcla de mandrágora, estramonio oloroso y loto.

—¿Su vida corre peligro?

—No lo creo, pero voy a hacer que vomite. De lo contrario, podría sufrir nuevas alucinaciones.

Clara consiguió que Paneb vomitase y, a continuación, le administró un brebaje para contrarrestar los efectos de la droga.

De madrugada, Paneb recobró el sentido, pero no recordaba nada de lo sucedido.

La reina Tausert acababa de desembarcar en Pi-Ramsés, y el canciller Bay se arrodilló ante ella:

—Majestad, estoy tan contento de…

—Llévame a palacio para que rinda homenaje al faraón y me encierre para siempre en mis aposentos.

—No, majestad, no es eso lo que Siptah desea y tampoco es lo que desea Egipto. Yo he actuado por su bien y también por el vuestro.

Tausert escuchó las explicaciones del canciller y no dudó de su sinceridad, pero al entrar en el palacio, la reina criticó la estrategia de Bay.

—Es evidente que el advenimiento de Siptah evitó una grave crisis —reconoció—; pero si quiere reinar, mi regencia será ilusoria.

—El joven rey no se comportará así, estoy seguro.

—A pesar de tu experiencia, canciller, ¿no crees que te estás comportando de un modo algo ingenuo?

La reina no tuvo que pedir audiencia, pues fue Siptah, vestido como un simple escriba, quien se dirigió hacia la viuda de Seti II y se inclinó ante ella.

—¡El canciller y yo mismo os esperábamos con impaciencia, majestad! Tengo la sensación de ser el juguete de fuerzas desconocidas, que sólo vos sabréis dominar. La doble corona pesa demasiado para mi cabeza, y no tengo más ambición que obedecer a la soberana que sabrá gobernar este país.

Tausert, muy sorprendida, se preguntó si el adolescente era tan sincero como el canciller o si había alcanzado ya la cumbre de la hipocresía. Para saberlo, le bastaría con trabajar con él algunos días.

—Un faraón debe concebir decretos que luchen contra la injusticia y hagan vivir la ley de Maat; ¿cuáles habéis dictado ya? —preguntó la reina.

—Ninguno, majestad, pues me considero incapaz de tomar decisiones tan importantes; pero he preparado unos expedientes que tal vez os permitan ver con mayor claridad.

Ante la decepción de un gran número de cortesanos, que esperaban un violento enfrentamiento entre Siptah y Tausert, el rey y la reina se encerraron en un despacho del que sólo salieron para ordenarle al canciller que anunciara una serie de medidas económicas y sociales. Tanto los ministros como la población las acogieron con gran satisfacción, y todos empezaron a pensar que aquella extraña pareja, formada por una viuda y un tullido, tal vez no careciera de sabiduría.

Mientras Tausert tomaba el fresco en el jardín de palacio, acariciando un gato atigrado al que había enseñado a no atacar a los pájaros, aceptó recibir a Bay en privado, por primera vez desde su regreso a la capital.

El canciller adoptó la máscara del alto funcionario perfecto, para disimular su emoción, pues se negaba a reconocer lo que sentía por aquella mujer inaccesible.

—Creí que me habías traicionado, Bay, y me equivoqué. Egipto te debe mucho.

—Majestad… ¡Sólo he cumplido con mi deber!

—Educaste extraordinariamente bien al joven Siptah. De ahora en adelante, lo consideraré como un hijo mío, y ambos colaboraremos para asegurar el bienestar de las Dos Tierras.

—He actuado en vuestro beneficio, majestad, y…

—Ordena al maestro de obras del Lugar de Verdad que preparen la morada de eternidad y el templo de millones de años del faraón Siptah; estos monumentos son imprescindibles para consolidar su reinado.

—Le escribiré inmediatamente.

Tausert dejó que el canciller se alejara sin revelarle que tenía previsto ofrecerle una fabulosa recompensa por los servicios prestados.