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Beken el alfarero, el jefe de los auxiliares, fue el primero en verla, mientras estaba cogiendo agua de un pequeño canal.

Aterrorizado, dejó caer la jarra y, a pesar de su sobrepeso, corrió hasta la aldea.

—¿Qué te pasa? —le preguntó Obed el herrero, al verlo sin aliento.

—Haz que avisen a la mujer sabia… ¡Tengo que hablar con ella con urgencia!

Como Beken no solía comportarse de aquel modo, Obed se lo tomó en serio y solicitó la intervención del guardia de la puerta.

El jefe de los auxiliares tuvo que esperar más de una hora, pues Clara estaba examinando a una niña con problemas hepáticos. Cuando salió de la aldea, Beken corrió hacia ella.

—La tortuga… ¡He visto la tortuga del dios Tierra, era enorme y tenía una boca tan grande como la de un pozo!

La tortuga del dios Tierra anunciaba la llegada de las inundaciones; el macho fecundaba la tierra con su falo. Para el que sabía interpretar los signos, la tortuga desvelaba la importancia de la crecida. Se temía que tuviese sed bastante para beber la mayor parte del agua del río pero, esta vez, la angustia era de otra índole.

—¿No exageras un poco?

—Tal vez —concedió el alfarero—, pero os aseguro que su boca era especialmente grande y que la tortuga se dirigía hacia los cultivos con gran rapidez. Luego ha desaparecido…

—¿La ha visto alguien más?

—No, estaba solo en aquel lugar… ¡Pero os prometo que es verdad!

—Te creo, Beken, y voy a advertir a las autoridades.

El general Méhy no podía dar crédito a lo que estaba oyendo.

—¿Estás seguro de lo que dices? —preguntó al oficial que regresaba de Pi-Ramsés.

—Completamente. El joven Siptah ha sido designado como faraón por el consejo de sabios y con la aprobación de la reina Tausert.

—¿Quién es?

—Un protegido del canciller Bay.

—¡Eso no tiene ningún sentido! Nadie conoce al tal Siptah y el canciller no es un inconsciente.

—El nuevo monarca posee, al parecer, cualidades excepcionales que los cortesanos han apreciado.

Méhy seguía mostrándose escéptico. Tausert nunca renunciaría al poder para el que estaba hecha pero, si era proclamada faraón, encontraría una fuerte oposición. Por ello, había instalado en el trono a un hombre de paja, tras el que se ocultaría para engañar a las múltiples facciones que le eran hostiles.

—La mujer sabia desea veros urgentemente.

Méhy la recibió enseguida.

—La próxima crecida será peligrosa —anunció—; hay que tomar medidas para evitar una catástrofe.

—¿En qué os basáis para afirmar eso?

—En la aparición de una tortuga gigante.

El general se sorprendió.

—No es un argumento demasiado… sólido, ¿no os parece?

—El presagio nunca nos ha engañado. Por suerte, el jefe de los auxiliares vio la tortuga y me avisó inmediatamente.

—¿No convendría esperar las observaciones de los especialistas?

—Sería demasiado tarde; Tebas corre el riesgo de verse severamente afectada. Si os negáis a intervenir, solicitaré audiencia a la reina Tausert.

Méhy advirtió que podía ser acusado de negligencia, por lo que se apresuró a decir:

—Vayamos a verla juntos. Los técnicos no me escucharán y sin duda, vuestra palabra tendrá más peso que la mía ante su majestad.

Tausert se disponía a presidir un gran consejo para anunciar a los dignatarios tebaicos que abandonaría la ciudad de Amón en cuanto hubieran terminado las ceremonias de los funerales.

Un chambelán la avisó de la presencia del general Méhy y la mujer sabia, y ella aceptó recibirlos.

El general dejó que la esposa del maestro de obras expusiera sus temores, con la esperanza de que la reina los juzgara ridículos; pero la reacción de Tausert le decepcionó.

—No desdeñemos semejante advertencia. General Méhy, que la mayoría de vuestros hombres se pongan al servicio del responsable de los diques; éstos deben reforzarse urgentemente. Además, enviaréis un mensaje a cada jefe de provincia y os encargaréis de desplazar a los campesinos que trabajan en las tierras bajas, para ponerlos al abrigo en las aldeas construidas en los altozanos.

—Es una tarea muy difícil, majestad, y…

—Por eso os la confío.

—¿Puedo asistir al gran consejo?

—No, no debéis perder ni un segundo. Sin embargo, os adelanto en primicia mis declaraciones: Siptah será coronado faraón en cuanto el maestro de obras del Lugar de Verdad ponga el sello de la necrópolis en la puerta de la tumba de Seti II. Ejerceré la regencia hasta que el nuevo rey sea capaz de gobernar por sí solo. Manos a la obra, general, y apresuraos.

A Méhy no le hizo ninguna gracia tener que marcharse, dejando allí a la mujer sabia. Nunca se sabía lo que podía traerse entre manos aquella hechicera. Por suerte, Nefer el Silencioso no tardaría en morir, y ese hecho le acarrearía tanto sufrimiento a su esposa que le arrebataría cualquier capacidad de acción.

—Deseabais hablarme a solas, ¿no es cierto?

—¿Podéis leer la mente, majestad?

—Si esa dramática predicción se realiza, Egipto se salvará gracias a vuestra intervención, y yo conservaré mi trono. Tendré mucho que agradeceros, Clara.

—No abandonéis Tebas, majestad.

La reina se enojó:

—¡Me pedís demasiado! Dentro de diez días, la momia de mi marido será depositada en su sarcófago. Así pues, tendré que regresar urgentemente a Pi-Ramsés, o la ciudad se sumiría en el caos más absoluto.

—Aunque os marcharais hoy, no escaparíais al ímpetu de la crecida y moriríais ahogada. No dispongo de ningún argumento para reteneros, y ruego a los dioses que me escuchen.

La crecida fue terriblemente violenta. Varios diques fueron destrozados, murieron algunos animales, pero no hubo que lamentar pérdida humana alguna, gracias a las medidas de seguridad que se habían adoptado. Los soldados de Méhy salvaron a los campesinos que habían esperado demasiado para abandonar sus dominios y se habían refugiado en lo alto de las palmeras.

Cuando el dios Set dejó de agredir a la luna, el ojo izquierdo de su hermano Horus, ésta volvió a crecer y, muy pronto, el disco de plata volvió a brillar con toda su plenitud, imagen del Egipto intacto y constituido por el conjunto de sus provincias.

En el muelle del palacio real, el barco de la reina Tausert había sido golpeado por una gigantesca ola y había zozobrado. La reina, que finalmente había decidido quedarse en Tebas, estaba indemne. Tausert había decidido celebrar en el templo de Karnak la ofrenda de los dos espejos de oro y plata, el sol y la luna, para que sus reflejos disiparan los efectos nefastos de aquella inundación.

Las aguas se habían ido apaciguando poco a poco, y los tebaicos, como los demás habitantes del Alto Egipto, ya podían circular en barca, aunque procurando esquivar los remolinos.

Tausert estaba furiosa con el canciller Bay pues, a pesar de la carta que le había escrito, la había traicionado haciendo subir al trono a un joven desconocido. La reina se había dirigido a la aldea para agradecer a la mujer sabia que le hubiera salvado la vida y al maestro de obras que hubiera velado por el perfecto desarrollo de los funerales de Seti II.

La reina no volvería a casarse nunca. Los rumores ya le atribuían diversos amantes, y todos esperaban que se encaprichara de un noble tebaico para formar una nueva pareja real, librarse de Siptah y recuperar el poder. Indiferente a los cotilleos, Tausert no lo desmentía; los ambiciosos y los imbéciles necesitaban alimentarse de aquellos chismes, y ella no estaba dispuesta a revelarle a nadie sus verdaderos sentimientos: seguía siéndole fiel a Seti II, el hombre al que amaba más allá de la muerte.

Tras haber rendido homenaje a Maat en su santuario del Lugar de Verdad, Tausert caminaba con Clara por la calle principal.

—El canciller Bay me ha traicionado —le confió a la mujer sabia—; pero ha salvado a Egipto de una grave crisis. ¿Quién podría haber pensado que la crecida me retendría en Tebas y que sería necesario un rey para aplacar las ambiciones de los clanes? Yo creía que no encontrabais lugar para mí en el Valle de las Reinas porque iba a convertirme en faraón. Pero me engañaba… Siptah reina, y yo sólo soy una regente. ¿Por fin, Hator acepta acogerme entre las reinas?

—No, majestad; he vuelto al paraje y la respuesta sigue siendo la misma.

El canciller Bay se concedía, por fin, una velada de descanso, solo en su despacho de palacio, rodeado de expedientes. Egipto tenía un faraón y, contrariamente a lo que el canciller había temido, nadie se había opuesto al advenimiento del joven Siptah, que había sufrido mucho, físicamente, durante el largo ritual de coronación. Pero el protegido del sumo sacerdote de Ptah había superado la prueba para ser reconocido faraón por aclamación popular. Nadie desconfiaba de él y todos pensaban que el canciller sería el verdadero dueño del país, tras haber acabado con las ambiciones de Tausert, que se había visto reducida a un papel secundario.

Pero todos se equivocaban.

Bay sentía una gran admiración por la reina y mucho afecto por el joven Siptah. Tausert gobernaría, y Siptah sería un buen gestor, riguroso y honesto. Serviría de escudo a la viuda de Seti, cuyos enemigos eran numerosos e influyentes. Y tras haber demostrado su valía, Tausert, como la ilustre Hatsepsut, sería elevada a la dignidad suprema.

El canciller tenía un solo deseo: explicárselo todo cuanto antes a Tausert, y demostrarle que no la había traicionado.