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Pai el Pedazo de Pan había almorzado demasiado, por lo que decidió ir a dar un paseo por la calle principal de la aldea, para facilitar la digestión; también tenía jaqueca, y caminaba titubeando. Al pasar frente a la morada del maestro de obras y la mujer sabia, que no tardarían en regresar a la aldea, un detalle insólito llamó su atención, y volvió sobre sus pasos.

—Pero ¿qué es…?

Pai se acercó a la puerta de entrada.

—¡Qué horror!

Su exclamación atrajo la atención de Unesh el Chacal, que estaba sacando agua de una gran jarra. También él se quedó de piedra al ver la horrible mano roja que estaba pintada en la madera.

—¡Qué horror! ¿Quién ha po…?

—¿Te has fijado en el tamaño de esta mano? ¡Es la de un coloso!

—¡No digas tonterías! Nefer no debe ver esto. Borrémoslo y no digamos nada.

—¿Y si… volviera a aparecer?

—Entonces ya veríamos.

En aquel quinto año del reinado de Seti II, una primavera demasiado cálida sucedía a un invierno demasiado frío. La canícula había caído brutalmente sobre Tebas, y los arrieros se habían visto obligados a multiplicar sus entregas de agua a la aldea, cuyas callejas habían sido cubiertas con hojas de palmera para preservar un poco el fresco.

El menos afectado era Paneb el Ardiente, que parecía más vital aún que de costumbre; satisfecho al comprobar que incluso el diablillo de su hijo se entregaba a los placeres de la siesta y que su deliciosa Selena, mimada por Uabet la Pura, se hacía más bella día tras día, el coloso había acompañado al maestro de obras hasta la orilla este para ayudar al equipo de la izquierda a terminar el lugar de descanso consagrado a la trinidad tebaica.

Hay, el jefe de equipo, lo miraba ahora con otros ojos.

—Bienvenido seas entre los iniciados de la Morada del Oro, Osiris Paneb. Mis funciones, por desgracia, me obligaron a quedarme aquí para dirigir la cofradía en ausencia del maestro de obras y de la mujer sabia, pero he vivido en el pensamiento la ceremonia de Abydos.

—¡Fueron unas horas tan intensas!

Hay sonrió.

—El ritual duró nueve días.

Paneb se volvió hacia Nefer:

—¡Imposible!

—No olvides que Osiris es el señor del tiempo, Paneb…

El lugar de descanso estaba prácticamente terminado, y el pintor sólo tuvo que colorear algunos bajorrelieves de admirable factura clásica, dignos de las esculturas de Seti I y de Ramsés el Grande. Una energía nueva animaba su mano, cuya precisión y rapidez habían aumentado; sumido en la paz profunda que reinaba en aquellos lugares, Paneb dio vida a las escenas de ofrenda con unos tintes cálidos y luminosos.

Seti II tenía cada vez más dificultades para desplazarse, pero había querido celebrar personalmente el primer ritual en el lugar de descanso de Karnak. Y glorificó la presencia de Amón el oculto, de Mut la madre cósmica y del niño dios Khonsu. La gran esposa real lo había ayudado, rodeándolo con la magia protectora, para que el rey tuviera la fuerza necesaria para llegar hasta el final del ceremonial.

—Este edificio es espléndido —dijo el monarca al maestro de obras—; algún día, cuando Karnak se haya desarrollado según el plan de los dioses, se convertirá en una de las capillas del gran templo y seguirán venerando en él a la trinidad creadora. ¿Está listo mi mobiliario fúnebre, Nefer?

—Yo mismo terminaré la tapa del sarcófago principal, mientras el orfebre da la última mano a los cetros.

—Apresuraos, me queda poco tiempo.

El rey se marchó a palacio en una silla de manos, y Tausert se dirigió a Silencioso:

—¿Habéis descubierto ya un emplazamiento para mi morada de eternidad en el Valle de las Reinas?

—No, majestad.

—¿Cómo explicáis ese retraso?

—La mujer sabia piensa que no debemos precipitarnos, que tenemos que esperar un momento favorable.

—¿Y si os ordenara que excavarais mi morada de eternidad junto a la de Nefertari?

—Os obedecería, claro está, pero tendrían lugar incidentes que dificultarían nuestro trabajo, y nos veríamos obligados a renunciar.

—Respondedme sin rodeos, maestro de obras: ¿soy víctima de una maldición?

—La mujer sabia no opina eso, majestad; sencillamente piensa que es necesario tener paciencia.

El canciller Bay rompió la larga carta que le había dirigido la reina Tausert, pues contenía un secreto de Estado que ningún cortesano debía conocer: el rey Seti II no tardaría en morir. Sólo había una persona, con capacidad para evitar una grave crisis, que podría sucederlo: la mismísima esposa real.

Pero Tausert estaba en Tebas, y se negaba a abandonar a su marido para regresar a la capilla. El canciller Bay estaría en primera línea, con una misión clara: impedir nuevos disturbios y cerrar el paso a un hombre ambicioso que, esta vez, intentaría apoderarse del Norte antes de extender su dominio por la totalidad del país.

Era preciso que Tausert volviera cuanto antes y fuese coronada faraón, como otras tantas mujeres antes que ella. Pero el canciller no se hacía demasiadas ilusiones: la reina no abandonaría a su esposo en el momento de la prueba suprema y velaría por la perfecta ejecución de los ritos funerarios. A pesar de la insistencia de Bay, permanecería en Tebas tanto tiempo como fuese necesario, y no podría oponerse directamente a la conspiración que, sin duda, se urdiría.

Sólo había una solución: hacer coronar a un faraón incapaz de asumir plenamente sus funciones, de modo que Egipto fuese gobernado por una regente, la gran esposa real Tausert. Y el canciller tenía al candidato ideal: el joven Siptah.

No pertenecía a ningún clan, por lo que no disgustaría a nadie. Además, ¿quién iba a temer a aquel adolescente enfermizo, tan alejado de los crueles juegos del poder? En primer lugar, había que acelerar la formación de Siptah, para que pudiera resistir los golpes bajos. Utilizando una escritura cifrada, Bay escribió a la reina para intentar tranquilizarla.

La pareja real había invitado al maestro de obras y a la mujer sabia a almorzar en el palacio de Karnak. Seti II sólo había aparecido unos instantes, al principio de la comida, para lamentar no haber podido festejar la conclusión de su morada de eternidad en el interior de la aldea, en presencia de sus habitantes. Pero el rey ya no se sentía con fuerzas para cruzar el Nilo. Se había levantado de la cama, en contra de la opinión de sus médicos, para saludar a Nefer y a Clara, que le aportaban serenidad en los últimos días de su vida.

La mujer sabia tuvo la certeza de que aquélla era la última vez que veía a Seti II con vida, y Tausert percibió su turbación.

—El rey no teme a la muerte —declaró la reina—; ha vivido días tranquilos y felices en Tebas, gracias a vosotros dos, en gran parte. Nunca olvidaré lo que habéis hecho por él.

—Si mi experiencia médica puede seros útil…

—Demasiado tarde, Clara. El rey ya no recibe cuidados, sino sólo calmantes que le atenúan el sufrimiento. Sus órganos vitales están muy debilitados, no hay ningún remedio que pueda salvarlo.

—La cofradía ha preparado todos los símbolos necesarios para el viaje del faraón hacia el otro mundo —precisó el maestro de obras.

—El rey es consciente de ello, y está muy satisfecho. Pero creo que hay algo que no os atrevéis a preguntarme: ¿cuál será el porvenir de la monarquía y, por consiguiente, el del Lugar de Verdad? La situación se anuncia difícil, pero sabré salir airosa de ella. No temáis, la cofradía seguirá siendo una institución esencial y continuará actuando como en el pasado.

Nefer el Silencioso y su esposa se demoraron en el jardín de palacio, cuyas floridas avenidas habían recorrido antes de sentarse en sitiales con patas de león, dispuestos bajo un granado de hojas lisas y brillantes. Dándose la mano, y con el rostro bañado por la brisa del norte, contemplaban una alberca donde florecían los lotos blancos.

Una pareja de patos silvestres voló por encima de ellos; eran la encarnación de la fidelidad conyugal, y volaban ampliamente, como si el cielo les perteneciera.

En ese instante, Nefer y Clara pensaron en su primer encuentro, cuando estaban a la vez tan lejos y tan cerca del Lugar de Verdad; la vida no habría podido ofrecerles un destino más hermoso que consagrarse sin reservas a aquella cofradía, cuya vocación era convertir la materia en luz.

—Clara, ¿recuerdas qué tímido era yo? Tenía tanto miedo que incluso dudé en hablarte.

—Siempre me han horrorizado los hombres emprendedores. Pero no me conquistaste de buenas a primeras; bueno, no del todo.

—Soy un hombre rudo, poco aficionado a las confidencias, y me hubiera gustado mimarte más… Perdóname por no haber sabido hacerlo.

Clara lo miró con pasión y ternura, con aquellos ojos azules, de los que Nefer seguía profundamente enamorado, y le dijo:

—Nada ni nadie podría interponerse entre nosotros. Cuando se conoce semejante felicidad, ¿no debe darse gracias, todas las mañanas, a los dioses y los antepasados por su generosidad?

El sol jugaba con el follaje del granado.

—Mis obligaciones no me lo permiten —murmuró Nefer el Silencioso—, pero me encantaría quedarme aquí, contigo, para toda la eternidad.

—Bueno, de hecho, la eternidad es un anochecer de primavera como éste.