Un extraño barco navegaba por el Nilo hacia Abydos, la ciudad santa de Osiris, a unos ciento cincuenta kilómetros al norte de Tebas. En el emplazamiento de la cabina había una capilla funeraria en la que velaban la mujer sabia, desempeñando el papel de Isis, y Turquesa, que desempeñaba el de su hermana Neftis. Unos sacerdotes hacían las veces de marineros, y Nefer y Paneb se mantenían a proa.
—¿Me dirás por fin cuál es el objetivo de este viaje? —preguntó Ardiente.
—La Morada del Oro —respondió el maestro de obras.
Paneb no podía creer lo que acababa de oír.
—¿No se encuentra en el interior del Lugar de Verdad?
—Se recrea donde es necesaria; pero para ser digno y capaz de entrar en ella, es preciso haber encontrado la propia muerte. Por eso es indispensable que realicemos este viaje.
—No esperaba yo…
—Esperar es inútil, Paneb; simplemente hay que estar preparado.
El maestro de obras y su hijo adoptivo no intercambiaron una sola palabra más hasta llegar al embarcadero de Abydos. Paneb tuvo la sensación de entrar en un silencio de insondable profundidad, no alcanzado por el canto de los pájaros ni el rumor provocado por la roda de la barca que hendía el agua del río. El tiempo ya no fluía; sólo subsistían la indescifrable presencia de la capilla y la gravedad de los viajeros, que parecían a punto de afrontar una temible prueba.
Estaba anocheciendo cuando la embarcación atracó.
Unos sacerdotes con un taparrabos blanco y la cabeza afeitada se hallaban en el muelle; uno de ellos fue al encuentro de Nefer.
—¿Está entre vosotros el señor del Occidente?
—Sus hermanas lo han protegido durante todo el viaje.
—¿Desea Paneb el Ardiente seguir el camino de Osiris que conduce a la Morada del Oro?
—Lo deseo —afirmó el coloso.
Golpeando el suelo con un largo bastón de madera dorada, el ritualista se puso a la cabeza de una procesión en la que participaban el maestro de obras, la mujer sabia y Turquesa. Enmarcado por dos sacerdotes de rostro huraño, Ardiente fue conducido hasta un altozano rodeado de árboles.
Al oeste se abría un pozo de diez metros de profundidad, débilmente iluminado por un brillo que ascendía de las profundidades.
—Penetra en el mundo de Osiris y supera tu primer nacimiento —recomendó el maestro de obras.
Paneb no vaciló ni un solo instante y bajó al pozo, donde llegó a la entrada de un largo corredor de más de cien metros.
A medida que avanzaba, el fulgor retrocedía; era suficiente para permitirle descifrar las columnas de jeroglíficos, que evocaban el paso del sol nocturno por unas cavernas donde formas momificadas aguardaban sus rayos para resucitar.
De pronto, una claridad procedente del fondo del corredor cegó a Paneb.
—Debo vendarte los ojos —dijo la voz de un ritualista situado a sus espaldas—. Gracias a esta tela, no temerás las tinieblas. Pero antes debes equiparte con sandalias que eviten que tropieces. Siéntate y estira las piernas.
Otro ritualista pintó, de rojo, unas sandalias en la planta de los pies del coloso. Lo levantaron y le vendaron los ojos con un pañuelo rojo.
—Te llevamos hasta la entrada de la Morada del Oro —anunció el maestro de obras—. Allí se animan las estatuas que contienen el ka, la energía imperecedera; sólo tienen acceso a ella los iniciados que actúan de acuerdo con Maat y perciben el oro como la carne de los dioses.
Acto seguido, hicieron avanzar a Paneb.
—Soy la puerta —declaró una voz grave—, y no te dejaré pasar a través de mí si no me dices mi nombre.
Ardiente intentó recordar las enseñanzas recibidas desde que entró en el Lugar de Verdad.
—Rectitud es tu nombre —dijo finalmente.
—Me conoces; puedes pasar a través de mí.
Le quitaron la venda, y el ritualista tomó a Paneb de la mano para conducirlo a un segundo corredor, que formaba ángulo recto con el anterior.
Desnudó al coloso y lo vistió con una piel de animal salvaje.
—Llevas puesto el sudario de Set —dijo el maestro de obras—; déjate guiar hacia el taller de regeneración.
Cuatro fieles de Osiris colocaron al artesano en una narria y tiraron de él hasta llegar a una inmensa sala, cuyo techo se sostenía gracias a diez enormes pilares monolíticos de granito rosado.
—Has llegado a la isla de la primera mañana —reveló Nefer—; emergió del océano de los orígenes durante la creación.
Paneb fue levantado, y pudo contemplar una admirable estatua de Osiris tendido en un lecho de color negro, que el maestro de obras acababa de pulir con la Piedra de Luz.
—El cuerpo del resucitado se transforma en oro, la materia es iluminada, las estatuas son puestas en el mundo y brillan como rayos de sol. Ves lo que es invisible y accedes a lo inaccesible.
La mujer sabia regó con agua y leche una acacia plantada en un montículo adornado con un ojo.
—Como Isis, cuido de mi hermano Osiris; yo, la mujer que actúa como un hombre, lo rejuvenezco en esta Morada del Oro para que viva de luz.
—Puesto que has sido cubierto con la piel de Set y no te ha destruido —advirtió un ritualista—, líbrate de ella, Paneb, y besa a Osiris.
Paneb, ya despojado del sudario, se acercó a la estatua y besó la frente del dios.
—Set detenta el secreto del oro —advirtió la mujer sabia—, y su hermana Isis hace pasar a Osiris del estado de materia inerte al de oro vivo.
A medida que eran iluminados por la piedra dirigida por la mujer sabia, el lecho y la estatua se transformaban en oro ante la atónita mirada de Paneb.
Actuando como Neftis, «la soberana del templo», Turquesa adornó el cuello del artesano con un collar formado por hojas de sauce y de persea, y le colocó unas pastillas de oro en los ojos, la frente, los labios, el cuello y los dedos gordos de los pies.
Luego, mientras la mujer sabia tocaba el corazón con un nudo de Isis de jaspe rojo, Turquesa le presentó una copa.
—Tú, a quien el rito identifica con Osiris, bebe de este veneno, que transformarás en líquido vital.
El coloso vació de un trago el contenido de la copa. A una desagradable sensación de amargura le sucedió, casi de inmediato, un sabor a miel, el oro vegetal.
—Que empuñes la luz y tomes la piedra de Maat —le dijo Turquesa, poniéndose en los dedos unos dedales de oro—, pues tus manos están ahora asociadas a las estrellas.
Por primera vez, Paneb pudo tocar la Piedra de Luz.
—Que el oro te regenere —salmodió la mujer sabia—. El oro ilumina tu rostro y puedes respirar gracias a él.
El coloso devolvió la piedra al maestro de obras, y un ritualista lo acompañó hasta la última sala del santuario, una vasta cámara donde había un sarcófago de oro. La bóveda, en forma de «V» invertida, estaba adornada por una inmensa figura de la diosa Cielo levantada por el dios Luz.
—Osiris Paneb, ocupa la morada de vida —ordenó Nefer.
El coloso se tumbó en el sarcófago.
—Te has ido, pero regresarás —declaró la mujer sabia—. Te has dormido, pero despertarás; has atracado en la ribera del más allá, pero volverás. Que tus huesos sean ordenados, y tus miembros, reunidos.
Se hizo un largo silencio, y Paneb tuvo la impresión de que viajaba por el cuerpo de su madre Cielo, en compañía de las estrellas y las barcas solares.
Luego, la mujer sabia y el maestro de obras levantaron un pilar de oro, junto a la cabeza del sarcófago.
—¡Levántate, Osiris! —ordenó Nefer—; el cadáver ha desaparecido, ahora serás de oro, y vivirás para siempre, pues tu ser es estable como la Piedra de Luz.
—Renaces de la potencia creadora nacida de sí misma —prosiguió la mujer sabia—; te concibió en su corazón y no naciste de un parto humano.
Dos ritualistas ayudaron a Paneb a salir del sarcófago y le pusieron una túnica blanca. Turquesa le ciñó la corona del justo en la frente, con una cinta dorada adornada con dos ojos completos que confirmaba «la rectitud de voz» del nuevo Osiris.
—Te confío la vida de la obra —dijo el maestro de obras a Paneb, entregándole un pequeño bloque de granito tallado y perfectamente pulido.
El nombre del bloque, Ankh, era sinónimo de la palabra «vida».
—Has visto los misterios de Osiris en el secreto de la Morada del Oro —recordó la mujer sabia—. Cuando este mundo desaparezca, sólo permanecerá el dueño de los grandes misterios, el que ha vencido a la muerte para dar la vida. Que él guíe tus pasos; como él, sé fuego, aire, agua y tierra; transfórmate constantemente, sin detenerte un solo instante; concilia el Uno y lo múltiple. Cuando Osiris resucita, los campos se vuelven fecundos; es el negro del limo y el verde de la vegetación, pero su ser se compone del oro de las estrellas y brilla como un astro. Recuerda que cada parte de su cuerpo forma la principal reliquia que se conserva en esta provincia de Egipto, y que el deber de un artesano del Lugar de Verdad consiste en reunir lo que está esparcido.
El maestro de obras se acercó a Paneb, puso la palma de la mano derecha en la nuca del coloso, y la mano izquierda, en el hombro derecho y le dio un abrazo fraternal.
Luego, la mujer sabia, Nefer, Turquesa, Paneb y los ritualistas se situaron alrededor del ataúd de oro, cogidos de la mano y, acto seguido, el pintor sintió que una energía de increíble poder lo atravesaba.
—Que el nuevo iniciado en la Morada del Oro se muestre digno de las tareas que le sean confiadas —dijo el maestro de obras.