Pese a sus dificultades para andar, provocadas por su cojera, el joven Siptah entró, algo desganado, en la gran sala de audiencias del palacio de Pi-Ramsés. El canciller Bay había convocado allí a la flor y nata de la administración, deseosa de poner a prueba a aquel niño prodigio, cuya reputación no dejaba de crecer.
Siptah acababa de acceder al rango de escriba real, a la cima de la jerarquía del saber, y se había mostrado especialmente brillante en el dominio de la ciencia. Por ello, la mayoría de los viejos dignatarios desconfiaban de él, pues pocos técnicos eran capaces de administrar correctamente los asuntos del Estado; y pese a las cálidas recomendaciones del canciller, muchos dudaban en confiarle un puesto de responsabilidad a un hombre tan joven.
El decano comenzó a hablar:
—¿Qué sabes de la ley sobre el alquiler de barcos?
—Sólo afecta a los barcos ligeros y fue reformada por el faraón Horemheb, a causa de numerosos abusos. Pero no se ha abolido el precepto según el cual un hombre acomodado debe permitir cruzar gratuitamente el río a quien no tiene medios para pagar el trasbordador. ¿Debo detallar las tarifas en función del tamaño de los barcos?
—No será necesario.
Entre los presentes, brotaron las preguntas de orden jurídico. Siptah respondió con tranquilidad y precisión, ante la sorpresa de Bay, que ignoraba que el joven conociese ese campo tan complejo tan a fondo. Cuando el controlador de los canales le planteó a Siptah unos difíciles problemas económicos, el canciller temió que su protegido no supiera resolverlos; pero éste se tomó algún tiempo para hacer unos cálculos, en una tablilla de madera, y formuló un análisis digno de un especialista.
La admiración sucedió al escepticismo. Al observar a la subyugada concurrencia, Bay se sentía feliz, como un padre que asistiese al triunfo de su hijo. Incluso el decano había perdido cualquier animosidad, y el más interesado era, tal vez, el sumo sacerdote de Ptah, miembro eminente del consejo de sabios, sin cuyo consentimiento un aspirante al trono no podía ser coronado.
El traidor se hacía el dormido a la sombra de un tamarisco, no lejos del Ramesseum. Si un policía nubio lo observaba, sólo vería a un artesano cansado, que aprovechaba su día de fiesta para disfrutar de la verdeante naturaleza de la que la aldea estaba privada.
Al otro lado del tronco, había una vendedora de cestos de junco trenzado.
Como de costumbre, Serketa se había disfrazado para que nadie pudiera reconocerla.
—Me has pedido que viniera. Pues ya estoy aquí.
—He pensado en vuestra proposición. No es seria.
—¡Te equivocas!
—Multiplicar por diez mis bienes acumulados en el exterior… Estáis mintiendo.
Serketa iba a darle un argumento de peso para convencerlo:
—Soy la esposa del general Méhy, y mi marido es uno de los hombres más poderosos de Egipto. No le costará en absoluto cumplir sus promesas. Si deseas más, dilo.
El traidor sintió una especie de vértigo.
Por lo visto, la fortuna que le ofrecían no era una ilusión.
—Las noticias no son muy halagüeñas —prosiguió Serketa—, Nefer el Silencioso se ha convertido en el confidente del rey, y el Lugar de Verdad es más intocable que nunca, tanto más cuanto mi marido, su protector oficial, no debe cometer ningún desliz.
—¿Por qué desea tanto la Piedra de Luz?
—¿Quién no desearía apoderarse de semejante tesoro?
—Quiere el poder supremo, ¿no es cierto?
—Méhy tiene las cualidades necesarias para ejercerlo.
El traidor sintió que podía confiar en la esposa del general. Ella no le ocultaba la verdad, a pesar de que ponía así en peligro a su marido. El enorme riesgo que corría demostraba su sinceridad.
—Si realmente tienes la intención de hacerte rico y darnos la Piedra de Luz, elimina al maestro de obras —sentenció Serketa—. Sólo tú puedes lograrlo.
El traidor se tapó los ojos con las manos.
—No tengo muchas necesidades, y esta fortuna satisfará más a mi esposa que a mí mismo —reconoció—, aunque me haya fijado este objetivo para olvidar la humillación cotidiana que sufro desde hace tantos años… Yo, y ningún otro, debería haber dirigido el Lugar de Verdad.
La rabia del artesano complacía a Serketa; no sólo tenía una capacidad de disimulo absolutamente notable, sino también un temperamento de asesino que él todavía ignoraba. La mujer dijo con voz frágil, casi enternecedora:
—Bueno, ¿qué decides?
—Tenéis suerte… Se acaban de producir ciertos acontecimientos que me han inspirado.
Serketa se estremeció de satisfacción.
—¿A… aceptas, entonces?
—Es la única solución; eliminaré a Nefer el Silencioso.
El arquitecto encargado del mantenimiento de los templos de Karnak y de los edificios anejos era un hombre alto, severo, de rostro ceñudo.
—El rey me ha ordenado que me ponga a vuestra disposición —le dijo al maestro de obras con un cierto tono de reproche.
—No será necesario —precisó Nefer con suavidad.
—¿Qué no será necesario? Pero vos no tenéis derecho a construir en el territorio sagrado de Karnak sin la autorización del sumo sacerdote y la mía.
—La del faraón debe bastar, ¿no creéis?
—Sí, claro —murmuró el arquitecto, avergonzado por haberse enojado de aquel modo.
—El rey desea que construyamos una capilla triple fuera del recinto del templo de Anión, en una plataforma situada a buena distancia del embarcadero; por ello, no interferiremos en vuestras actividades ni en las de los ritualistas. Simplemente os pido que ordenéis depositar los bloques de gres necesarios en el emplazamiento que os designaré.
—¿El plano del edificio es un secreto de Estado, como todo lo que se refiere al Lugar de Verdad?
—Tendrá puertas de cuarcita y tres capillas dedicadas a Amón, su esposa Mut y su hijo Khonsu —respondió Nefer—. En las hornacinas se instalarán estatuas portadoras del ka real, que los textos jeroglíficos grabados en los muros harán vivir eternamente. Mi colega Hay dirigirá los trabajos, y de buena gana escuchará los consejos para que el estilo y el alma del lugar de descanso estén en armonía con los de Karnak.
El arquitecto pareció despechado.
—¡Os imaginaba muy distinto! —reconoció—; se diría que estáis dispuesto a manejar el mazo y el cincel, y a realizar un trabajo de aprendiz.
—Lo estoy —afirmó Nefer sonriendo—; siempre que tenga conocimiento del plano de la obra, naturalmente, pues éste es el deber inherente a mis funciones.
El Valle de los Reyes era un mundo hermético, de apariencia hostil, encerrado en el secreto y el silencio; sin embargo, el de las Reinas se presentaba como un paraje abierto, de fácil acceso, que se abría ampliamente a una verdeante llanura, en el extremo sur de la necrópolis tebaica. «El lugar de la belleza consumada», según su nombre ritual, acogía, desde la decisión de Ramsés el Grande, a las madres y esposas del faraón y a los altos personajes que ostentaban el título de «hijos reales».
Un templo de Ptah, el dios de los constructores, se había construido al este del paraje, y los artesanos habían dispuesto un modesto villorrio compuesto por casas de piedra, donde residían durante las obras de larga duración.
La reina Tausert contempló durante largo rato el lugar, que nada tenía de fúnebre. El sol era amable, la brisa suave, como si la primavera hubiera decidido saludar a su modo la visita de la hermosa soberana.
—Aquí reposa la gran esposa real Nefertari, ¿no es cierto?
—Sí, majestad —respondió el maestro de obras, que estaba acompañado por la mujer sabia y Fened la Nariz—. Se dice que la belleza de las pinturas de su morada de eternidad nunca fue igualada.
Nefer sintió que la reina soñaba con una grandeza que Seti II no había logrado alcanzar.
—El rey está satisfecho de la obra realizada, y desea que descanse en este Valle en compañía de otras soberanas de las Dos Tierras —indicó—. ¿Cómo elegiríais el emplazamiento de mi morada de eternidad?
—De dos maneras, majestad.
Nefer rogó a Tausert que entrara en el taller, donde se había instalado una mesa de piedra sobre la que desenrolló un papiro de excepcional calidad.
—He aquí el plano del Valle de las Reinas, con la localización de las tumbas excavadas y decoradas desde la sacralización del lugar. Como podéis comprobar, se nos ofrecen numerosas posibilidades.
Tausert leyó los nombres de las reinas que la habían precedido y tuvo la sensación, por la simple presencia de aquel documento, de revivir momentos exaltantes de la historia de Egipto.
—¿Cuál es la otra manera, maestro de obras?
—En este Valle, muchas vetas calcáreas son de mediocre calidad; incluso trabajándolas bien, podrían derrumbarse muros y techos. Por eso es decisiva la intervención de Fened la Nariz; no se dejará engañar por una roca demasiado seductora que oculte graves defectos.
—Busquemos lo más cerca posible de la tumba de Nefertari —indicó Tausert.
Nefer y Fened intentaron satisfacerla, pero ni el uno ni el otro encontraron el lugar adecuado. La reina, decepcionada, aceptó buscar algo más lejos, y Fened encontró, finalmente, una hermosa roca en la parte oeste del Valle.
—Imposible —afirmó la mujer sabia.
—¿Por qué razón? —preguntó Tausert.
—Porque no siento la presencia protectora de la diosa Hator. Esta morada no sería feliz.
Un nuevo intento se saldó con otra decepción.
—No lo lograremos —concluyó Clara.
—¿Por qué tantas dificultades? —preguntó la reina Tausert, asombrada.
—No es un buen momento, majestad; volveremos a intentarlo más tarde.
Clara sabía que Nefer había percibido la verdadera razón del fracaso: el Valle de las Reinas rechazaba la presencia de Tausert.