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El ritual de animación de la barca se celebró durante la noche. El maestro de obras y el jefe del equipo de la izquierda salieron del taller de los escultores con un objeto oculto bajo un tupido velo y depositaron su preciosa carga en el interior de la capilla que, cuando circulara por el templo de Amón, animaría las diez entidades que forman el mundo manifiesto: el sol, la luna, el aire, el agua, el fuego, el ser humano, los demás seres que caminan sobre la tierra, los seres celestiales, los seres acuáticos y los seres subterráneos.

Uniendo entre sí las formas de la vida, la barca se presentaría como el símbolo más completo de la energía que, en sus constantes mutaciones, mantenía la coherencia del universo. Terminada la ceremonia, los artesanos regresaron a sus casas tras haber preguntado por el estado de salud de Ipuy. Clara le había administrado unos analgésicos, por lo que el escultor dormía apaciblemente junto a su mujer.

La barca se había instalado en un zócalo, entre el templo principal y una pequeña capilla construida por Ramsés el Grande y dedicada a Amón. Por su carácter sagrado y la potencia mágica que de ella emanaba, el maestro de obras había considerado innecesario que la custodiaran.

Sin embargo, cuando volvió a salir de su casa, el traidor tomó muchas precauciones. Comenzó comprobando que los animales domésticos, con Bestia Fea y Negrote a la cabeza, no merodearan por la aldea; hacía fresco, por lo que probablemente preferían dormir en sus casas. Luego, inspeccionó los alrededores para asegurarse de que no se trataba de una trampa.

El lugar parecía desierto, pero el traidor permaneció inmóvil durante unos minutos, a buena distancia de la barca. Ululó una lechuza, los chacales aullaron en la montaña, y luego se hizo otra vez el silencio.

Cambió de posición, acercándose más, y esperó de nuevo. Si hubiera habido un artesano oculto observándolo, lo habría descubierto ya.

El camino estaba libre.

Se agarró a la borda para subir a la barca y se deslizó bajo el velo que cubría las puertas de la capilla; sólo estaban cerradas con un pequeño pestillo, y el traidor lo descorrió.

Le temblaron las manos. Pensó en ponerse de lado y cerrar los ojos, pues la luz de la piedra podía dejarlo ciego. Las puertas se entreabrieron, dándole libre acceso al supremo tesoro que ambicionaba desde hacía tantos años. Dentro de unas horas, sería uno de los hombres más ricos de Tebas y se vengaría, por fin, de esa cofradía que no había sabido reconocer su talento.

Pero cuando abrió los ojos de nuevo, allí sólo brillaba la luz azulada de la luna. Extrañado, el traidor miró al interior de la capilla: allí no estaba la Piedra de Luz, sino sólo una pequeña estatua del dios Amón en su forma de Min, de pie, con el brazo derecho levantado y el pene en erección. La efigie, imagen del dios primordial que se recreaba a sí mismo, a cada instante, con su propia simiente, contenía también la mayoría de los secretos de la geometría sagrada que la cofradía utilizaba. Durante las procesiones que se organizaban cada diez días, sólo se mostraba la cabeza de Amón-Min, y el resto del cuerpo permanecía velado.

¿Y si la Piedra de Luz estuviera escondida bajo la estatua, o detrás? No, no había espacio bastante en ese naos. Sería mejor comprobarlo, de todos modos; pero para ello era necesario tocar la estatua para desplazarla, y eso era un sacrilegio.

El traidor vaciló.

Si lo hacía, ya no tendría nada en común con los servidores del Lugar de Verdad. Cortaría sus últimos vínculos con la cofradía y renegaría para siempre del camino de Maat. Pero, pensándolo bien, en el fondo, nunca lo había seguido. No había buscado la sabiduría ni la realización de la obra, sino tan sólo su propio interés, y eso era incompatible con la regla de los artesanos de la aldea.

El traidor era plenamente consciente de lo que iba a hacer y, sin embargo, no retrocedió.

Con mano firme, asió la estatua por las dos plumas de oro de la corona y la movió, pero la Piedra de Luz no estaba allí.

Cuando devolvía la efigie a su lugar, el traidor sintió un agudo dolor en la palma de la mano. Una profunda herida le hendía la piel, sin que brotara ni una sola gota de sangre.

Cerró las puertas a toda prisa, corrió el pestillo y colocó de nuevo el velo. Tal vez una pomada calmaría su sufrimiento.

Como cada mañana, Kenhir se lavaba el pelo con aceite de ricino que, además de sus virtudes regeneradoras, resultaba muy refrescante. Aquella noche había sido especialmente espantosa, pues el escriba de la Tumba había soñado que comía pepinos, bebía cerveza caliente y devoraba un cocodrilo. El primer sueño significaba que tendría dificultades; el segundo, que perdería bienes; el tercero, que tendría razón con respecto a un funcionario. Pero Kenhir no recordaba el orden en que habían aparecido los sueños. Y el último era el que triunfaría sobre los otros dos…

—El desayuno —anunció Niut la Vigorosa—. Dejad que os seque la cabeza, o cogeréis frío.

El viejo escriba se dejó hacer, como de costumbre. La muchacha era una perfecta ama de casa, y todo lo que hacía lo hacía bien. La morada de Kenhir estaba más hermosa que nunca, y las demás aldeanas, aunque estaban algo celosas del talento de Niut, se inspiraban en sus métodos.

—No te tomas bastante tiempo libre —le reprochó el anciano.

—Tengo mucho que hacer aquí, y hacerlo bien lleva tiempo.

—Eres estupenda, Niut, pero me gustaría hablar de tu vida sentimental… Me han dicho que le gustabas a Fened la Nariz.

—¿Olvidáis que soy una mujer casada?

—Nuestro contrato era claro, Niut: serás mi heredera, pero eres libre para hacer lo que quieras. Y si Fened no te gusta, elige a otro. A tu edad, no vas a pasar todo el tiempo junto a un viejo chocho como yo.

—¿Y si mi libertad fuera ésa?

—¿No te interesan los muchachos?

—De momento, no. Llevar la casa y vivir los ritos con las sacerdotisas de Hator son tareas que me llenan plenamente. Y puesto que os comportáis conmigo como habíais prometido, ¿por qué voy a buscar fuera no sé qué ilusoria felicidad?

La respuesta de Niut la Vigorosa dejó a Kenhir sin palabras. Ella no iba a causarle problemas, al contrario: aquel extraño matrimonio sólo le procuraría satisfacciones.

Degustó, pues, unas tortas calientes rellenas de habas, con buen apetito, hasta que Paneb entró apresuradamente en su casa.

—¡Hay problemas con las entregas!

—¿El agua?

—No, la carne.

—Eso es imposible.

—Pues Des, el carnicero, no opina lo mismo.

Des llevaba el pelo muy corto, un taparrabos de cuero, un cuchillo en la mano derecha y una piedra de amolar en la izquierda. Con sus gritos, había alborotado a todos los auxiliares.

—¡Ni buey, ni carnero, ni cerdo, ni tampoco aves! Pero ¿qué clase de broma es ésta? Si no trabajo, no me pagan.

—Cálmate —exigió Kenhir, irritado por haberse visto obligado a interrumpir su desayuno.

—¡No tengo razón alguna para calmarme! Hace una semana que no hay entregas.

—¿Por qué no me has avisado antes?

—Por las hermosas promesas de los porteadores. ¿Y qué hacemos ahora?

El primer sueño de Kenhir se confirmaba: tenía graves dificultades que afrontar.

—Yo me encargo —afirmó el escriba de la Tumba, cansado ya antes de haber iniciado su jornada.

Acompañado por el maestro de obras, se dirigió al Ramesseum, donde lo recibió el escriba de los rebaños. Era un hombre bajito y bigotudo, sin demasiada facilidad de palabra; estaba cómodamente instalado en la entrada de los edificios abovedados de ladrillo, que contenían grandes reservas de alimentos.

—El Lugar de Verdad hace una semana que no recibe carne —dijo Kenhir.

—Es normal, tal y como están las cosas en la orilla este. La administración está bloqueada.

—Os recuerdo que, sean cuales sean las circunstancias, el templo de millones de años debe cubrir nuestras necesidades. ¿Acaso no poseemos numerosas cabezas de ganado y un corral en tierras del Ramesseum?

—Se han perdido.

Pensando en su segundo sueño, Kenhir frunció el ceño.

—¿Cómo que se han perdido?

—Me refiero a los documentos administrativos que autentificaban vuestros derechos. Lo siento, pero me he visto obligado a interrumpir las entregas.

—¿Y no habréis sido vos el que ha extraviado esos documentos? —preguntó Nefer el Silencioso.

—Tal vez, pero así están las cosas.

—Olvidáis otro hecho, mucho más importante: mientras Maat reine sobre el país, la administración tendrá que reparar sus errores sin perjuicio alguno para sus administrados.

El escriba de los rebaños se puso tenso.

—La administración decide y…

—Organizad un convoy especial que nos haga la entrega esta misma tarde —lo interrumpió Nefer—. Y que esto no vuelva a suceder; de lo contrario, tendrá que intervenir el faraón en persona.

El regio aspecto del maestro de obras y su tono imperioso disuadieron al escriba de rebaños de seguir excusándose.

—La aldea recibirá la entrega —prometió.

Kenhir se sintió aliviado. Afortunadamente, devorar el cocodrilo había sido el tercer y último sueño.

Méhy detestaba el calor del verano y el sol demasiado intenso, y prefería aquel fresco período, de insólita duración, que aprovechaba para disfrutar de su popularidad. El ejército tebaico se felicitó por haber eliminado a los últimos partidarios de Amenmés, y todos se alegraron por la desaparición de un capitán de arqueros lo bastante indigno como para conspirar contra Seti II.

El general asistió a los funerales de su ayudante de campo, fallecido demasiado joven a causa de una crisis cardiaca, y presentó su más sincero pésame a sus familiares, sin olvidar regalarles un pedazo de tierra, como agradecimiento por los servicios que le había prestado el capitán.

—¿Tienes noticias de nuestro aliado del Lugar de Verdad? —preguntó a Serketa.

—Aún no, pero aceptará nuestra proposición.

—Cada vez estoy menos convencido de ello.

Su nuevo ayudante de campo saludó a Méhy:

—General, un informe de la policía fluvial… ¡La flotilla real se está acercando a Tebas!