El ayudante de campo del general Méhy había citado al capitán de los arqueros cerca de la prensa que utilizaba la intendencia del ejército para proporcionar vino a los soldados durante los días de fiesta. El lugar estaba desierto, y el oficial se alegraba de poder contar con un aliado tan influyente.
Hacía mucho tiempo que el jefe de los arqueros sospechaba que Méhy hacía un doble juego y se preocupaba sólo de su propia carrera; lo consideraba un depredador cínico y cruel, capaz de todo para reforzar sus poderes. Y la investigación que había realizado personalmente, con extremadas precauciones y sin confiar en nadie, le había permitido llegar a la conclusión de que el general era un criminal. Con el apoyo de su ayudante de campo y otros oficiales de alta graduación, obtendría pruebas. No descartaba la idea de que incluso Méhy hubiera asesinado a Amenmés, y no vacilaría en organizar una emboscada donde cayera Seti. Era necesario avisar al faraón, para que hiciese detener y condenar al general, cuyo único objetivo consistía en tomar el poder.
Bastarían cuatro militares valerosos para eliminar al futuro tirano. El ayudante de campo sabría reclutarlos, cuidando de no llamar la atención del general.
Oyó un ruido de pasos, lejano todavía.
Luego, de nuevo, el silencio.
El jefe de los arqueros miró a su alrededor, y un escalofrío le recorrió la espalda al distinguir varias siluetas que rodeaban su posición.
—¿Quién está ahí?
Y de entre las sombras aparecieron una treintena de arqueros que tensaron sus arcos y le apuntaron.
—Ríndete —ordenó el general Méhy.
El capitán no tenía escapatoria. Se llevó, pues, la mano al cinturón de su taparrabos para soltar la vaina que contenía un puñal, y en ese instante, Méhy aulló:
—¡Atención! ¡Nos ataca!
Tres arqueros dispararon al mismo tiempo. La primera flecha se clavó en el ojo izquierdo del capitán, la segunda en la garganta y la tercera en el pecho.
Cayó, muerto, y se dio con la nuca en el borde de la prensa.
Méhy fue el primero en inclinarse sobre el cuerpo sin vida del capitán, y deslizó en el taparrabos una hoja de papiro.
—Felicito a los arqueros —dijo el general—. Sin su intervención, uno o varios de nosotros habríamos sido heridos. Que registren el cadáver.
El jefe del destacamento obedeció.
—¡Un documento, general!
—Léelo.
—Nombres… ¡Nombres de oficiales superiores!
—Lee en voz alta.
Los arqueros quedaron aterrados. De modo que, como Méhy había explicado, en efecto existía una confabulación de antiguos partidarios de Amenmés decididos a acabar con Seti II.
—Detengamos de inmediato a los conspiradores —decretó Méhy, satisfecho de librarse de unas personalidades algo tibias para sustituirlas por sus incondicionales.
El ayudante de campo esperaba en la antecámara de la suntuosa villa de Méhy. Serketa fue a buscarlo, acompañada por su intendente.
—¡Parecéis agotado! —observó ella—. ¿No os encontráis bien?
—Sí, dama Serketa.
La esposa del general puso al intendente por testigo:
—Este oficial trabaja demasiado… Servidle licor de dátiles, para que recupere fuerzas.
El intendente obedeció con rapidez y el ayudante de campo no se hizo de rogar para probar el delicioso brebaje.
—Seguidme —propuso la esposa del general, que introdujo a su huésped en la sala de las columnas de pórfiro.
—¡Vuestra mansión es realmente maravillosa!
—Estoy bastante contenta con ella, lo reconozco; ¿os habéis fijado en la finura de los almocárabes rojos y negros?
El ayudante de campo miró al techo, al tiempo que dejaba la copa en una mesa baja de marquetería.
—Mi marido no tardará —dijo—; os agradece mucho que le hayáis organizado la cita con el capitán de los arqueros. Éste quedará muy sorprendido al ver al general y no a vos, pero Méhy sabrá hacerle entrar en razón.
—La bondad del general me sorprende, lo confieso… Si el jefe de los arqueros hubiera sido juzgado, habría sido condenado a una grave pena.
—Mi marido suele mostrarse indulgente con sus subordinados, ¿no es ésa una hermosa cualidad?
—Sí, claro… Pero se le aprecia, sobre todo, por su autoridad. Por esta razón, me sorprende tanta clemencia.
—A vuestro entender, ¿ese capitán de arqueros no tenía, pues, cómplice alguno?
—Ninguno, me lo ha asegurado. Sólo contaba conmigo para constituir un grupito de oficiales superiores que fueran hostiles a Méhy.
—Eliminado ese despreciable personaje, no queda, pues, ningún oficial deseoso de hacerle daño a mi marido.
—Ninguno, dama Serketa.
—Vos mismo, querido amigo, habéis estado a punto de traicionar al general…
Unas gotas de sudor brotaron en la frente del ayudante de campo, invadido por una extraña fatiga.
—¿Yo? ¡En absoluto!
—Estoy segura de que el pérfido discurso del arquero os afectó y de que dudasteis de la honestidad de mi marido.
—No, os aseguro que no.
—Mentís muy mal, pero no importa. Hace ya demasiado tiempo que sois el ayudante de campo del general.
—No… no comprendo.
El oficial intentó levantarse, pero no pudo. Una neblina gélida le nublaba la vista.
—Mi marido ya no confía en vos. Por eso es necesario eliminaros, como al capitán de los arqueros.
—Pero ¿qué… qué me pasa?
—Cansancio excesivo y abuso del alcohol, sin duda, en un estado de agotamiento como el vuestro, sólo deberíais haber aceptado agua para beber.
Un dolor fulgurante impidió respirar al ayudante de campo, y con la boca abierta, falleció instantáneamente.
Serketa se aseguró de que estuviese muerto y luego llamó al intendente.
—¡Ven, pronto, nuestro huésped no se encuentra bien!
El sirviente se inclinó sobre el cuerpo.
—Es grave, dama Serketa.
—¡Llama a un médico militar!
—Me temo que es demasiado tarde…
—¡Qué tragedia! Ese pobre muchacho estaba tan cansado que le ha fallado el corazón.
Para cerrar el incidente, el cadáver sería confiado a Daktair, el médico en jefe de palacio, que practicaría una autopsia y confirmaría que la causa de la muerte había sido un infarto.
Serketa estaba encantada por la eficacia de su veneno, pero sintió un leve temor al pensar que, sin la ingenuidad del ayudante de campo, el ascenso de Méhy se habría frustrado. La suerte había estado de su lado, una vez más, y las cosas iban viento en popa.
Diestro, flaco y rápido, Ipuy el Examinador era el hombre ideal para trepar a lo más alto de la cabina de la barca y esculpir, en su contorno, un friso de uraeus de madera dorada, que sería el colofón de la nueva obra maestra de la cofradía.
—Déjame a mí —propuso Userhat el León.
—¡Pesas demasiado!
—¿Olvidas que soy el escultor en jefe?
—Eso no te confiere la agilidad necesaria para este trabajo.
Ipuy trepó con más agilidad que un mono para alcanzar su objetivo, sin utilizar andamios ni correas de seguridad.
—¡Baja, es peligroso!
—¡Ni hablar!
Ipuy fijó los uraeus finamente cincelados por sus colegas, pulió dos rostros de cobra y se encontró, sin punto de apoyo, en la esquina de la capilla, tras haber dado el último golpe de cincel. Durante un instante, permaneció inmóvil en el vacío, como un pájaro que se dispusiera a emprender el vuelo.
Pero él no era un pájaro, sino tan sólo un servidor del Lugar de Verdad, y cayó, pesadamente, sobre la borda de la barca.
Por sus gritos de dolor, todos comprendieron que el accidente era grave.
—¡No lo toquéis! —ordenó el maestro de obras—. Paneb, ve a buscar a la mujer sabia.
Clara acudió rápidamente y examinó al herido con gran serenidad.
—Fractura de clavícula —diagnosticó—. Nakht y Paneb, tended a Ipuy de espaldas y ponedle un lienzo doblado entre los omóplatos.
Confiando en la intervención de la mujer sabia, el escultor se dejó tratar.
—Tirad de los hombros para que la clavícula salga hacia afuera.
Siguiendo las instrucciones de Clara, Nakht y Paneb consiguieron hacerlo sin que el Examinador sufriera demasiado.
A continuación, la mujer sabia le puso una tablilla cubierta de lino en la cara interna del brazo y otra en el antebrazo.
—¿Quedaré inválido? —preguntó Ipuy.
—Claro que no —le tranquilizó Clara—; durante algunos días, te vendaré y te curaré con la excelente miel medicinal que poseemos. La herida es limpia, y no te quedará ninguna secuela.
Ansioso, el Examinador contempló la capilla de oro.
—¿Lo he conseguido, por lo menos?
—La obra está concluida —respondió Nefer.
Mientras Nakht y Paneb transportaban a Ipuy en una camilla, Turquesa y otras dos sacerdotisas de Hator llevaron un gran velo dorado que serviría para ocultar el contenido de la capilla; un contenido que el traidor estaba seguro de haber identificado.