Cuáles son las últimas noticias de nuestros observadores? —preguntó Méhy a su ayudante de campo.
—El faraón se ha detenido en Dendera para rendir homenaje a la diosa Hator. Avanza muy lentamente hacia Tebas, pues visita cada santuario, grande o pequeño, para hacerse reconocer por las divinidades, tal y como manda la tradición.
—¿Seti ha revelado, al menos, sus intenciones?
—No, general.
—¿Y cómo andan de moral nuestras tropas?
—No muy bien. Esperan órdenes precisas.
—Ahí va una: que se depositen las armas en los cuarteles y que todos los soldados tebaicos se preparen para celebrar la llegada de Seti II.
El ayudante de campo se sintió aliviado. Como muchos, temía que 'Méhy, inspirándose en el ejemplo de Amenmés, se levantara contra el faraón legítimo y provocase, así, un sangriento enfrentamiento. Pero el general se mostraba razonable y aceptaba la soberanía del señor de las Dos Tierras.
Si Méhy no hubiera actuado con sensatez, el ayudante de campo habría callado; pero puesto que ponía a Tebas y a su población por delante de su propio interés, habló.
—Os arriesgáis a tener graves problemas, general, por culpa de uno de vuestros oficiales.
—¿Qué tiene que reprocharme?
—Haber sido el más firme apoyo de Amenmés y haberle mentido a su padre para salvaguardar vuestra posición.
Méhy mantuvo la calma.
—¿Quién se ha atrevido a hacer semejante acusación?
—El capitán de los arqueros.
El general se derrumbó.
—Él, un hombre que salió de la tropa y a quien yo ayudé a hacer carrera… ¿Cómo imaginar semejante ingratitud?
—Al acusaros, el capitán espera salvar su cabeza o, incluso, obtener un ascenso.
—¿A quién le ha contado esto?
—Sólo a mí; quería que me pusiera de su parte. Como lo escuché atentamente, está convencido de que me he pasado a su bando y de que convenceré a otros oficiales para que se unan a nosotros.
—¿Por qué sigues siéndome fiel?
—Porque sois un leal servidor del Estado y sólo pensáis en la felicidad del país.
—¿Aceptas seguir haciendo creer al capitán de los arqueros que te has convertido en su aliado y que organizas una conspiración contra mí? Quiero saber si se empeñará en hacerme daño o renunciará a su sórdido proyecto.
—¿No valdría más detenerlo y convocarlo ante un tribunal militar?
—Primero es preciso saber si tiene cómplices.
—No me gusta mucho esta misión, general, pero lo haré.
—No olvidaré tu abnegación —prometió Méhy.
—Los últimos rumores son alarmantes —reveló el maestro de obras a los artesanos—. El jefe Sobek no consigue distinguir lo verdadero de lo que no lo es, pero parece ser que Seti quiere vengarse de Tebas y que el general Méhy no piensa atacarlo.
—¿Qué será de nosotros? —preguntó Pai el Pedazo de Pan, angustiado.
—Las entregas cotidianas siguen estando aseguradas. Si se interrumpieran, tendríamos suficiente comida para sobrevivir durante varias semanas, gracias a las reservas de alimentos pacientemente reunidos por el escriba de la Tumba.
—¿Y el agua? —preguntó Gau el Preciso.
—Será prudente racionarla. En caso de escasez, Kenhir intervendrá ante la administración, y el jefe del equipo de la izquierda organizará un grupo de socorro para procurárnosla.
—¿Cuándo reanudaremos el trabajo en el Valle de los Reyes? —preguntó Fened la Nariz.
—Todo dependerá de la actitud del rey Seti. De momento, tenemos algo urgente que hacer: poner al Lugar de Verdad fuera de alcance.
—¿Cómo?
—Realizando una obra que le será útil al templo de Karnak para celebrar la próxima fiesta en honor del dios Amón. El jefe Sobek, Paneb y yo mismo iremos a los astilleros de la orilla oeste con el fin de recoger la madera necesaria para construir una nueva barca de procesión para el señor del conocimiento.
—¡Eso es muy peligroso, tal y como están las cosas! —observó Thuty el Sabio—; ¿no valdría más esperar?
—La mujer sabia estima que nos queda poco tiempo. En cuanto hayamos traído la madera, el equipo trabajará día y noche.
En los astilleros, que por lo común estaban hasta los topes, reinaba la más absoluta tranquilidad. Los carpinteros y los calafates habían dejado sus herramientas y habían amontonado las largas tablas de acacia y sicómoro al abrigo de un cobertizo.
Cuando el trío se presentó en la entrada, un guardia les cerró el paso.
—¿Quiénes sois?
—El maestro de obras del Lugar de Verdad, acompañado por el jefe de policía y un artesano.
—¿Nefer el Silencioso en persona?
—Es él —asintió Paneb.
—Avisaré al contramaestre.
El guardia, un cincuentón con los hombros anchos y el torso hinchado, no parecía un hombre muy afable.
—Vuestra visita me sorprende… ¿Qué queréis?
—La madera necesaria para fabricar una barca ritual —respondió Nefer.
—¿Tenéis una orden de requisa?
—Sólo el faraón podría concederla.
—Por lo tanto, no estoy obligado a dárosla.
—Pero ¿aceptáis ayudarnos?
Muchos artesanos de los astilleros envidiaban a los del Lugar de Verdad, pues poseían secretos a los que ellos no tenían acceso. Y el contramaestre vio la ocasión perfecta para tomarse la revancha.
—¿Y si me niego?
—Eso nos supondría un gran contratiempo, pues sólo vos poseéis las tablas de primera calidad que nos son indispensables para realizar una obra digna del dios Amón.
—¡Vuestras palabras son sinceras, Nefer!
—Sé que creéis que los artesanos de la cofradía somos altaneros, pero, como vosotros, sólo intentamos transformar la materia, sin molestar a nadie.
—El coloso y el policía que os acompañan… ¿Están dispuestos a apoderarse de la madera por la fuerza?
—De ningún modo —respondió el maestro de obras con una sonrisa—; simplemente tienen la intención de ayudar a los asnos con su carga. La decisión es solamente vuestra.
—¿A cambio de las tablas, me entregaréis la clave de vuestras técnicas de carpintería?
—La técnica, ya la poseéis; el secreto es de un orden distinto.
—Así pues, ¿no obtendré ninguna recompensa por mi generosidad?
—Ninguna, salvo la satisfacción de haber sido generoso.
Si hubiera sido Nefer, Paneb habría derribado a aquel tipo insoportable y se habría apoderado de la madera. Un hombre como aquél no merecía otro tratamiento.
—Coged lo que necesitéis, pero redactad una nota justificándoos —dijo el contramaestre—. No quiero ningún problema con la administración.
—No os preocupéis, el escriba de la Tumba os encubrirá.
Cargaron la mayor parte de los fardos de madera sobre los asnos, repartiendo el peso, y Nefer, Sobek y Paneb llevaron el resto.
Con la azuela de mango corto, los artesanos quitaron las asperezas del casco, tallaron el empalletado, y dieron forma a la roda y al codaste, la pieza que soportaba el gobernalle; con la azuela de mango largo, igualaron el exterior de la quilla.
Según los planos dibujados por el maestro de obras y Ched el Salvador, el carpintero Didia dirigía la maniobra, ayudado por Paneb; los escultores habían creado un casco compuesto por una marquetería de tablas de pequeñas dimensiones, cortadas con extremo cuidado. Los talladores de piedra se habían divertido fijando las tablillas unas sobre otras, utilizando una maza doble para hacer penetrar las espigas en las muescas.
Aun siendo especialista de una técnica concreta, cada artesano del equipo era capaz de trabajar cualquier material, bajo la atenta mirada de Ched el Salvador, siempre dispuesto a señalar la menor imperfección.
Y nació la barca, con su proa y su popa en forma de loto, y su capilla de oro; la acacia estaba perfectamente alisada, y la belleza del conjunto dejaba sin aliento.
—Si no fuera porque ya la has realizado, ésta sería tu obra maestra —confió el maestro de obras al orfebre Thuty.
—No soporto trabajar con prisas… Sin Paneb y Gau el Preciso, no habría hecho nada bueno.
—No creáis que el trabajo ha terminado —precisó Ched—; aún hay que añadir las cabezas de carnero para evocar la presencia de Amón y adornar el contorno del techo de la capilla con cobras reales, cuyo aliento de fuego alejará las fuerzas nocivas.
—No olvidemos el velo que cubrirá los costados de la capilla —añadió Nefer—; así ofreceremos al faraón la barca de Amón, guardián del secreto por naturaleza.
El traidor lo vio claro: el maestro de obras disponía de informaciones recientes que no había transmitido a la cofradía y que, sin ninguna duda, se referían a la suerte del Lugar de Verdad; la aldea debía de estar en peligro, y Nefer el Silencioso había encontrado el mejor medio para hacer salir su más valioso tesoro, la Piedra de Luz: ocultarla bajo un velo ritual, en la capilla de la barca de Amón.
Tal vez, el maestro de obras había negociado su propia seguridad con el sumo sacerdote de Karnak, y a cambio le había ofrecido ese inestimable regalo. Si así fuera, el jefe de la cofradía se estaría comportando como el peor de los cobardes. El traidor acabó de convencerse; tal vez matarlo no fuera un crimen tan grande.
En cualquier caso, se le presentaba una oportunidad única: Nefer depositaría la piedra en la cabina de oro, convencido de que ningún artesano se atrevería a violar la habitación divina.
Silencioso se equivocaba.