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Cuando todos estaban durmiendo, Aperti se aproximó a la cuna de madera donde descansaba su hermana, aquella niña siempre risueña, a la que sus padres adoraban y a la que él detestaba cada día más. Severamente castigado por sus profesores, Aperti pasaba más tiempo realizando distintas tareas en beneficio de la aldea que divirtiéndose con sus compañeros. Él, que sólo pensaba en luchar y demostrar su fuerza, se aburría en aquel mundo de artesanos y sacerdotisas.

¡Selena, en cambio, sería la encarnación de la perfección! Sin duda, la niña sería muy obediente, daría todas las satisfacciones a sus padres y relegaría a Aperti a un segundo plano. El adolescente había decidido, pues, actuar antes de que fuera demasiado tarde. Si ahogaba a su hermana con un pañal, se libraría de aquella peligrosa rival.

Pero al tocar la cuna, el poderoso puño de Paneb lo agarró por el pelo.

—¿Qué intentabas hacer, Aperti?

Sin llorar a pesar del dolor, el muchacho se debatió en vano.

—¡Quería ver si estaba dormida!

—¡Mentiroso! Pensabas hacerle daño, ¿no es cierto?

Paneb arrojó a su hijo al suelo, como si fuera un montón de ropa sucia.

—Si lo hubieras conseguido, Aperti, te habría roto los huesos. De ahora en adelante, serás responsable de la seguridad de tu hermanita. Y, por tu bien, no cometas un solo desliz.

—¿Ha aceptado? —preguntó Méhy a su esposa.

—Todavía no.

—Si es mínimamente inteligente, no lo hará.

—Yo creo que sí. Le he prometido una gran fortuna, y no resistirá la tentación.

—Un artesano del Lugar de Verdad asesinando a su maestro de obras… ¡Impensable!

—Nuestro aliado no es como los demás. No ha hecho más que traicionar a lo largo de toda su vida, y lo ha hecho tan bien que nadie ha conseguido identificarlo. Ya sólo tiene que subir un peldaño más, y lo subirá.

—¡Hemos fracasado varias veces por culpa de la maldita cofradía! Tu proyecto es demasiado insensato para tener éxito.

—Conozco bien a ese traidor. La ambición le ha devorado el corazón hasta transformarlo en un demonio de las tinieblas, al que nada hará retroceder.

—Pareces tan segura de ti misma, Serketa…

—El maestro de obras no es el único que saca fuerzas de las pruebas que atraviesa. Esta cofradía se nos resiste desde hace mucho tiempo, y detesto fracasar.

—Matar a un hombre no es fácil… ¿No será un cobarde nuestro aliado?

—Claro que sí, querido, y matará como un cobarde, haciendo que acusen a un inocente. El ignora que ya ha tomado la decisión de actuar, pues aún tiene que encontrar el método adecuado para lograr sus fines sin que le inquieten. Pero, tranquilízate, lo encontrará.

El faraón había pasado una jornada entera, solo, en el templo de Thot, creado por Ramsés el Grande y concluido por su hijo Merenptah. Él mismo había hecho que los escultores del taller real representaran escenas de ofrenda, y había esperado a que todo estuviera terminado para entrevistarse con el dios del conocimiento.

Ni una sola vez, durante su estancia en Hermópolis, la reina Tausert había reprochado al rey su silencio, como si admitiese la necesidad de esa larga meditación que tal vez permitiera al monarca salir de un interminable período de aflicción, durante el que su salud se había resentido.

Mientras Seti consultaba con los sacerdotes de Thot, herederos de un saber milenario, la reina se encargaba de los asuntos de Estado. En permanente contacto con el canciller Bay, que se había quedado en la capital, Tausert daba directrices y respondía a las múltiples preguntas que no dejaban de plantearse.

Firme y dulce al mismo tiempo, la gran esposa real había sabido seducir a los dignatarios de la gran ciudad del Medio Egipto, y el sumo sacerdote de Thot en persona no escatimaba elogios a aquella reina que le parecía el zócalo de la diosa Maat, sobre el que descansaba el país entero.

Tausert estaba escribiendo a Bay para resolver un problema en la tasa de los géneros importados de Creta cuando Seti entró en su vasto despacho, cuyas ventanas daban al templo de Thot. El soberano tenía el rostro sereno de un hombre cuyo fardo era ya menos pesado.

—¿Continúa la escasez de leña? —preguntó Seti.

—No, majestad; hice traer cantidades suficientes de Siria y del Líbano. Todas nuestras provincias fueron abastecidas.

—Te admiro, Tausert; pocas veces una gran esposa real habrá asumido sus funciones con tanta eficacia. Sin ti, Egipto hubiera zozobrado.

—Nunca dejaste de ser faraón, y nunca dejaste de velar por el bienestar de tu pueblo.

Seti contempló los suaves rayos del poniente, que doraban los muros del templo.

—¿No es maravillosa esta ciudad? Aquí se respira paz, sus sacerdotes siguen el camino de Thot y nadie debería turbar su serenidad. Ahora bien, ¿qué he hecho yo? Instalé aquí numerosos soldados y el aliento abrasador de la guerra estuvo a punto de incendiar el valle de los tamariscos, donde se levanta el gran templo.

—¿No han embellecido tus escultores la obra de quienes te precedieron?

—Pobre compensación… Ha llegado la hora de abandonar Hermópolis y librarla de mis tropas.

—¿Adonde vamos, majestad?

—A Tebas.

—Algo más corto en el cuello —pidió Ched el Salvador a Renupe el Jovial, que oficiaba de barbero y peluquero con una habilidad que los aldeanos apreciaban.

—El escriba de la Tumba nos ha anunciado que Seti avanzaba con su ejército hacia Tebas.

—Tarde o temprano, tenía que suceder.

—Se dice que la cólera del dios Set anima al rey, y que éste se vengará ferozmente de la ciudad que lo desafió.

—No te angusties, Renupe, y acepta tu destino.

—Supón que los soldados de Seti no respetan la aldea.

—Tal vez el maestro de obras nos ordene que tomemos las armas que hemos fabricado y luchemos a vida o muerte. ¿Podemos esperar algo mejor?

—¡Pero yo quiero vivir!

—Existen tantas maneras de vivir, amigo mío; pero ninguna de ellas puede reemplazar la libertad. Sobre todo, no estropees tu corte de pelo: en los momentos difíciles hay que estar muy elegante.

Ya no era un rumor: llegaba Seti. El general Méhy se había instalado en su cuartel general de la orilla este, de donde no salía información alguna. Las aves de mal agüero se multiplicaban, prediciendo que el furor del dios Set destruiría la ciudad de Amón, y la ansiedad de la población no dejaba de crecer.

En la aldea, los escultores Userhat el León, Ipuy el Examinador y Renupe el Jovial habían tallado varias estelas sobre las que se habían grabado serpientes protectoras, en número de siete, diez, doce o dieciocho; colocadas junto a las dos puertas, impedían el acceso a las fuerzas maléficas.

A medida que pasaban las horas, la atmósfera se hacía más pesada. Los artesanos no acudían ya al Valle de los Reyes y se ocupaban de sus casas o de sus moradas de eternidad, como si nada ni nadie amenazase sus vidas. Bajo el impulso de la mujer sabia, las sacerdotisas invocaban a Hator con la esperanza de que el amor triunfara sobre el odio.

—Nuestros antepasados tuvieron mejor suerte que nosotros —dijo Paneb a Nefer el Silencioso—; los tiempos eran menos turbulentos y la integridad de la cofradía estaba menos comprometida.

—Vencieron otros peligros, y nosotros debemos afrontar los nuestros con la única voluntad de preservar la obra de la Piedra de Luz. Ven conmigo, hijo mío.

La solemnidad del tono de Nefer impresionó al coloso, que siguió al maestro de obras hasta el templo. Tras haber atravesado el patio al aire libre, penetraron en la primera sala, donde una escalera de estrechos peldaños ascendía hacia el techo.

El sol se ponía, y ninguna nube oscurecía el cielo.

Nefer ofreció a Paneb un objeto de madera de ébano, de cinco centímetros de ancho y otros tantos de largo, con un agujero en uno de sus extremos. En la parte opuesta del centro del orificio, había un trazo grabado que indicaba el emplazamiento del hilo de la plomada.

—Mirando por el agujero, advertirás la culminación de los astros tras un hilo suspendido en el plano del meridiano —indicó el maestro de obras—; te enseñaré a utilizar lo que llamamos «el instrumento del conocimiento», un astrolabio fabricado con la nervadura central de una palmera. Te permitirá alinear con los puntos cardinales las esquinas de cualquier edificio.

Paneb se mostró especialmente hábil; jugar con el cielo le proporcionaba un gran placer.

—Fuiste iniciado en los misterios de las doce horas nocturnas —recordó Nefer—, pero te es preciso conocer también el mensaje de los decanatos, esos grupos de estrellas que acompasan el año, te ofrecen el secreto del tiempo e indican las horas rituales. Cada decanato es elegido como «estrella horaria» durante diez días, y consultarás el reloj estelar de treinta y seis columnas que ha puesto a punto Thuty el Sabio. El modelo de los decanatos es Sirius, cuya aparición helíaca señala el comienzo de nuestro año de trescientos sesenta y cinco días. Durante setenta días, que corresponden a la duración de la momificación de un faraón, Sirius está demasiado cerca del sol, por lo que no puede ser observado. Como los demás decanatos, entra en el taller de embalsamamiento para ser purificado y recompuesto, y resucita.

—¿Por qué me cuentas todo esto?

—Para hacerte comprender que la vida en el Lugar de Verdad es igual que en las estrellas y porque tal vez seas el encargado, en un futuro más o menos lejano, de construir un templo. Lo que te enseñaré durante esta noche te será indispensable.

—¡El maestro de obras eres tú!

—Las generaciones pasan, y sólo perdura la palabra de los dioses, se encarne en la luz o en la piedra.

La mujer sabia apareció en lo alto de la escalera. En la mano izquierda sujetaba el cetro que simbolizaba el poder de Set, su fuego celestial capaz de perforar los más sólidos materiales.

—Con él, calcularás la sombra y obtendrás una orientación exacta basada en los movimientos del sol —le indicó Clara a Paneb—; mantén esta luz en la mano y utilízala sólo para construir.

El cetro estaba ardiendo, pero la palma del coloso permaneció intacta. Tuvo la sensación de empuñar un objeto tan pesado que apenas podía levantarlo; sin embargo, la mujer sabia lo había manejado con desconcertante facilidad.

—Sigamos observando el cielo —recomendó el maestro de obras—; aún te queda mucho por descubrir, Paneb.

La aldea dormía, y Nefer, Clara y Paneb pasaron la noche en el tejado del templo, como si el porvenir les perteneciera.